lunes, 20 de enero de 2014

II. Relato del campesino



El Manzanares era un lugar lleno de barro, de mujeres cotilleando mientras lavaban las prendas de toda su familia; un olor de jabón y productos de limpieza de dudosa eficacia penetraba en todo aquel que caminaba por allí, un olor que llegaba hasta el cerebro de lo fuerte que era; hasta algún cantar se escuchaba, en la lejanía, como una forma de quitar tedio a un trabajo tan arduo como ese. Era en esos momentos, cuando veía a la gente de clase más baja que la mía, trabajar de esa manera, doblándose las espaldas, creando callos en las manos por el campo, la piel tostada por el sol, el cuerpo sucio porque los baños no son precisamente comunes en ellos, agradezco al Cielo y a Dios haber nacido en una familia como la mía, al menos por las comodidades en las que me sumía día tras día, desde mi nacimiento. Pasé por el puente, dejando atrás la ciudad en la que nací y me crie, y seguramente moriría, para adentrarme en territorio totalmente desconocido. Más allá del guardián de piedra de la ciudad, como me gustaba llamar a ese puente, se encontraba el campo, literalmente, la vida salvaje y, si eso, alguna que otra casa de la gente más pobre, chamizos de madera y barro, escondidos entre los anchos troncos de los árboles, cubiertos por sus frondosas copas. El olor del río seguía vigente, pero mucho más tamizado, mezclado con el frescor y el aroma de la naturaleza sin ser alterada por el hombre, por el ruido de las ruedas de los carruajes chocando sobre el empedrado de las carreteras, las conversaciones de los que caminaban por las aceras, de los bares, abiertos de par en par, donde se mostraba la vida madrileña en su máximo esplendor. Me pareció un lugar maravilloso, tranquilo, aunque me lo imaginé de noche, y lo percibí como un lugar terrorífico, donde mi imaginación jugaría con las sombras de todo lo que me rodeaba, viendo en ellas seres de la oscuridad que me acechaban, esperando el momento oportuno para atacar. 


Seguí caminando, siguiendo un sendero de piedra, tan gastado y abandonado que apenas se veían ya los cantos de piedra que lo conformaban. A ambos lados, árboles, con alguna que otra casa de madera y barro, algún sonido de niños jugando, así como de olor a leña ardiendo para las cocinas. El sol seguía alto en el cielo, mostrando todo su esplendor y calor, haciendo que gotas de sudor cayeran por mi rostro. Saqué un pañuelo para secarme y entonces vi, en el camino, unas figuras y un carro que se acercaban, con paso lento y podría decirse que casi majestuoso, como una procesión funeraria. Cuando se acercaron a mí, en dirección a Madrid, el hombre que estaba en el carro me dedicó un saludo alzando su sombrero de paja, mientras detenía el carro. Tenía intención de hablar. Llevaba un montón de productos del campo, que seguramente vendería al mejor postor en la capital, mientras que a cada lado había dos muchachos jóvenes, seguramente sus hijos.

-Saludos, caballero –comenzó a decir con tono campesino, pero cuidado-. ¿Qué hacéis en un lugar tan desolado como este?

-Simplemente dar una vuelta –contesté-. No conocía esta parte, y tenía curiosidad.

-Señor, con todos mis respetos, aquí solo hay bosque y nada más –dijo mientras se reía-. No vais a encontrar mucha emoción. A la gente de la ciudad no le gusta el campo, y viceversa. 

-Bueno, puede que quiera visitar la iglesia del bosque –dijo uno de los mozos, el que se encontraba a la derecha-. Puede que tenga familia allí enterrada.

-¿Iglesia? –repetí, algo excitado. “Así que hay algo por estos lares, creo que voy por buen camino”-.

-Sí, bueno… -dijo, un poco meditando si seguir hablando o no-. Aquí hay una antigua iglesia–mientras señalaba en su dirección, a través de los árboles-. Por ahí hay un pequeño sendero, que casi ya no existe porque no es transitado, que conduce al lugar. Ya no se usa, se ocupó toda su tierra sacra para las familias nobles de hace muchos años. Allí, por ejemplo, se encontraba una de las familias más nobles de la ciudad; pero solo decir su apellido dice que atrae las desgracias más indecibles al que lo pronuncia…

-¿Qué familia es esa? –mi interés iba en aumento, a la vez que mi corazón latía. Podía ser que mi enamorada formara parte de esa historia, o que me alumbrara en este misterio en el que me había sumergido -. Me gustaría que me contarais la historia, si es posible.

-Es solo un cuento de viejas, nada más. No tiene mucha importancia.

-Me gustaría conocerlo, siento curiosidad –el hombre, que veía que no iba a cesar en mi empeño, sonrió por ello, y me invitó a subir al carro. Me aseguró que, mientras se dirigían a la Plaza Mayor para vender las verduras del huerto, me contaría la historia de aquella familia-.

“Todo se remonta a unos cuantos siglos atrás, pues esta familia formaba parte de una de las más antiguas y honorables de Madrid; hasta ellos mismos decían, para mayor honra de su linaje, que descendían de los primeros cristianos que poblaron la ciudad de Madrid. Pero era exagerado, todas las familias nobles decían lo mismo de sí mismas, por lo que tampoco se prestaba mucha atención sobre ello. Lo que sí era cierto era que tenían mucho dinero, podían comprar casi la ciudad entera, con la Almudena incluida; decían que, “si querían, podían comprar todo el Cielo”, o cosas así. Os podéis imaginar lo que tendrían en sus arcas, en bienes de tierras y casas. Pero, curiosamente, no era una familia noble convencional: todos sus descendientes varones eran hombres muy piadosos, que dedicaban parte de su dinero para beneficiar al pueblo, con pequeñas iglesias, como la que hay ahí en medio del bosque, en puntos remotos para que el pueblo pudiera rezar a Dios y a la Virgen. 

No había rumor alguno que empañara su buena imagen, no había nada absolutamente malo que los incriminara, ni tampoco ninguna falta que los pusiera en evidencia ante Dios o su santa Iglesia. Eran, básicamente, perfectos y un modelo a seguir. Sin embargo, por su carácter benevolente para con el pueblo, tenían miedo de lo que podían hacer, porque los campesinos estaban, literalmente, a sus pies. Tanto, que el mismísimo rey temía a la familia, pues un rey siempre tiene que temer a aquellos que tienen las riendas del pueblo, que al ser mayoría puede hundir hasta los cargos más poderosos, como el del mismo monarca. Pero no había ninguna falta, nada con lo que agarrarse para enfrentarse a ellos, así que el tiempo pasó, lenta e irrefrenablemente.

Las generaciones fueron pasando, la situación seguía siendo la misma, parecía que la Fortuna también se heredaba de mano en mano, de varón en varón, en la familia. El resto de los nobles se iban traspasando el miedo y la precaución hacia esa familia, así como un deseo de derrocarlos del poder y de esa forma repartirse luego el botín. Ya estoy hablando de hace, digamos, unos veinte años, no mucho más. En ese momento, la desgracia comenzó a caer, por fin, sobre la familia. El cabeza de familia de aquel momento, de nombre Alonso, era un hombre taimado, bondadoso, pero con un grave problema: cada cierto tiempo, sufría extrañas convulsiones que lo obligaban a estar en cama durante días; lo poseía desde niño, y los rumores de que era un hijo ilegítimo que había llegado a ese cargo en la familia, que era hijo del Demonio porque eso no era para nada normal, empezaron a agolparse en la fachada sin mácula de la familia. Y todos estos rumores, claro está, acrecentados por las restantes familias nobles de la ciudad. 

Solo hubo una cosa que podría sacar adelante a la familia, y era el nacimiento de un hijo varón, un descendiente que alzara de nuevo a la honra a la familia; sin embargo, el infortunio se hizo más patente cuando nacieron no uno, sino dos descendientes a la vez, además de ser los dos retoños niñas. Fueron criadas con el mayor mimo, con el mayor cuidado, pero su padre estaba desesperado porque no eran varones, sino mujeres, y nunca podrían heredar la casa y las tierras, sino que tendrían que delegarlo a su marido, a saber quién, y así sentenciar su linaje al olvido o a la vergüenza. Por eso, mantenía a las muchachas en el secreto, no las dejaba salir, no quería que nadie las viera, ni tampoco que hablaran con ellas; vivían en una especie de convento, donde solo podían practicar la música, leer e instruirse. Hasta se pensó que en realidad no había tenido gemelas, que era un rumor más que había en la ciudad, porque nadie las había visto. Cuando cumplieron los 18, ya presentadas en sociedad como marcaba la tradición, todo el mundo pudo verlas, y los ojos de todos los jóvenes de Madrid se posaron en ellas: tan bellas, perfectas, como muñecas de porcelana que acababan de salir de su envoltorio, ante una muchedumbre de mozos deseosos de conseguirlas para su colección. Ellas habían sido educadas para desconfiar de todo y todos, de no ceder a los encantos de los jóvenes, ni tampoco a hablar con cualquiera que se presentara en su camino.

Sus nombres eran Celia y Aurora, y sus encantos superaban a cualquier doncella de su edad en Madrid. Además, tenían una cultura que superaba incluso a muchos varones jóvenes, por lo que eran la envidia de todas las nobles familias, que veían en ellas un renacimiento de la casa, a pesar de ser mujeres; demostraban ser hábiles con las cuentas, no podían ser engañadas tan fácilmente, y tenían un carácter fuerte y decidido, como sus antepasados, así como su benevolencia para con el pueblo. Tenían que hacer algo… pero la Fortuna fue en contra de la familia, casi por primera vez.

No se sabe muy bien qué pasó, pero una de las hermanas, la que se llamaba Aurora, murió en muy extrañas circunstancias. Su hermana gemela, presa del más opresor dolor, decidió retirarse a un convento, donde no tuviera que ver el mundo tan imperfecto y cruel en el que murió su hermana, llevándose el secreto de su muerte; su madre, que no soportó la pérdida de una de sus hijas, acabó ahorcándose en el dormitorio, con una nota en la que solo se arrepentía de no haber sabido proteger a su hija; su padre, llorando amargamente ante el cadáver sin vida de la única mujer que amó en su vida, no quería aceptar que su única descendiente partiera al convento, sin darle tampoco descendientes varones para el futuro. La encerró en la casa, según dicen, en la habitación donde descansaba con su hermana, y que todos aquellos que entraban en la casa escuchaban un rumor en el piso superior, y que atribuían al espíritu de Aurora que no estaba descansando en paz. Las demás familias denunciaron la situación, y un grupo de hombres de la ley y de sacerdotes entraron por la fuerza en la casa, registrando una a una las habitaciones; lo que encontraron en la habitación de las hermanas les dejó con el corazón encogido: sábanas viejas, ropa sin lavar amontonada, pilas de bandejas con comida que despedía un olor nauseabundo… y en el fondo de la habitación, bajo un cuadro de la Virgen, una muchacha de pelos lánguidos que rezaba fervorosamente al retrato. Cuando escuchó la puerta, se giró con el terror en los ojos, pero al observar que eran amigos, se derrumbó frente a ellos, las lágrimas corrían por sus mejillas, imploraba que la sacaran de allí cuanto antes.

Todos se compadecieron de la pobre joven. Cumplieron con su deseo, la sacaron de allí para meterla en un convento, mientras que su padre, ahogado en el vicio y la locura, diciendo que no hacía más que ver a su mujer e hija tendiéndoles la mano, invitándolo a estar con ellas en el mundo idílico de los espíritus, se intentó suicidar varias veces; pero el miedo a morir, el apego que sentía por la vida, y el terror a la condenación eterna por el suicidio se lo impedían siempre en el último momento. Acabó en un manicomio, solo y sin amigos, con su familia destruida hasta los cimientos, y sus riquezas repartidas entre las demás familias, pues sus bienes se confiscaron por orden del mismo rey. Y nada más se conoce de esta familia, al menos no aparece en la historia que fue de boca en boca, y sigue transmitiéndose, ante aquellos que preguntan por la familia o por el convento…”

El hombre dejó de hablar, mientras se acercaban a la Plaza Mayor. En las últimas partes de la historia tuvo que alzar más la voz, pues el ruido de la ciudad, lo que le daba la vida, ahogaba sus palabras. Soltó unas cuantas maldiciones por el trajín de los carruajes y personas, pues a un hombre de campo nunca le gusta esa vida tan “activa” y alocada de la ciudad. Mi cabeza tenía mucha información, los sentimientos se agolpaban en mi mente… ¿la mujer que veía era aquella joven de la historia? ¿Cuál de las dos: Celia o Aurora? ¿Por qué solo aparece en el primer día de la luna llena? ¿Es acaso un espíritu que no puede descansar en paz, que busca venganza, o que simplemente quiere hacer algo y no puede, busca a alguien que sea su “mano” en este mundo? ¿Seré yo esa “mano”? Pero me serené, no quería que tampoco ese buen hombre se preocupara por mí, que tan amablemente me había tratado. 

-Una pregunta, ¿sabes dónde se encuentra la hermana que sobrevivió?

-Claro, todo el mundo lo supo enseguida. Lo que no se conozca en esta ciudad debe ser un secreto recelosamente guardado. Se fue al convento de las Descalzas a cumplir sus votos. Yo no lo comprendo: si hubiera vivido lo que ella pasó, me hubiera ido de esta ciudad que me daba tan malos recuerdos, pero ella decidió quedarse, aunque aislada del mundo al ser un monasterio de clausura. 

-Entiendo –dije, mientras reflexiona sobre lo que debía hacer-. No sé cómo agradecerte tu hospitalidad.

-Nada hombre –dijo mientras me dio una palmada en la espalda como señal de afecto-, es un placer contar historias populares a todos los que las pidan. Es una forma, en cierto modo, de mantener el pasado en el presente. Puede que gane más contando fábulas que vendiendo verduras –y empezó a reírse-. Pero bueno, la vida es así y hay que apencar con lo que uno tenga… 

-Id con Dios, buen hombre.

-¡Espero que nos veamos! –me dio otro golpecito en la espalda, aunque lo hubiera hecho suavemente, se notaba que era un hombre de campo y la azada la usaba muy frecuentemente. Su golpe repercutió en mis costillas. Sonreí de nuevo, mientras alzaba mi mano y aquel hombre se alejaba para entrar en la Plaza y vender sus productos, pues su vida dependía de ello-.

Le agradeceré siempre la historia que me contó, porque gracias a ella, muchas cosas empezaron a aclararse a partir de ese día. Y mi corazón de enamorado me animaba a todas las empresas que meditaba y quería llevar a cabo, pues tenía ya hasta la “necesidad” de saber más acerca de ella. Lo que no sabía era que alguien, entre las sombras, me acechaba y observaba cada uno de mis pasos, los analizaba y calculaba, como si fuera mi sombra. Ojalá me hubiese dado cuenta mucho antes…

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