lunes, 27 de enero de 2014

VII. Primer movimiento


Los meses pasaron, y Hades cumplía con el favor que le pidió su hermano Zeus. No lo hacía tanto por hacer feliz a su hermano, sino para hacerse feliz a sí mismo. Aunque no tenía palabras para explicar a los demás lo que le pasaba, en su interior sabía perfectamente lo que le ocurría. Sencillamente, estaba enamorado. Sería injusto, de todas maneras, decir sencillamente, porque no era tan simple como en apariencia se presentaba. Es cierto que pasaban todas las tardes juntos, y pocas veces se quedaban en silencio. No porque se sintieran incómodos, sino porque estaban deseosos de contarse cosas, de conocerse el uno al otro. Perséfone le relataba su sencilla vida allí en Eleusis, de cómo la trataba su madre (en algunos casos demasiado estricta a los ojos de Hades), de todo tipo de historias relacionadas con las plantas… en resumen, era quien más hablaba en los encuentros, con diferencia. Hades, por su parte, era mucho más reservado; se le daba mejor el papel de escucha que de narrador. Sin embargo, sí que solía intervenir, animado por Perséfone, para que hablara de sus quehaceres como dios del Inframundo. Así, la acabó explicando cómo debía de trabajar, desde el juicio de las nuevas almas que llegaban a su reino, hasta la desagradable tarea de enviar a los condenados al Tártaro. No quiso hablar mucho de ese tema, pues pensaba que a Perséfone no la atraería en absoluto. Pero como siempre pasaba, aquella diosa era una caja de sorpresas. No tuvo escalofríos, no sintió miedo ni temor reverencial, sino que abría los ojos como platos, como cuando ves algo que te sorprende y fascina, y pedía que le hablara más de aquellos lugares oscuros y lóbregos del Inframundo. Como se lo pedía, él lo hacía, tan sorprendido como ella.


Para Hades, el tiempo siempre pasaba de forma lenta, monótona, aburrida. Pero al lado de aquella diosa, que siempre ponía su mejor cara para él, aunque cinco minutos antes hubiera discutido con su madre, le animaba infinitamente el ánimo. Era tan buena con él, como nadie jamás lo había sido. Por una vez, había encontrado a alguien que veía más allá de su apariencia fría y sin corazón. Por fin alguien había conseguido penetrar en su corazón, protegido por una barrera de rencor y de odio a todos sus semejantes. Hasta le dolía la boca de tanto sonreír, cosa que había hecho muy pocas veces a lo largo de su vida (se podían contar con los dedos de una mano). Podía decir, abiertamente, que era feliz a su lado. Y lo más sorprendente, es que Zeus no parecía estar molesto por aquella relación, sino más bien la alentaba, junto con su hermano Poseidón. Zeus pensaba que, si Hades conseguía por fin una mujer buena y amable que estuviera a su lado, sus ocasionales arrebatos de ira y de deseos de destrucción de la humanidad desaparecerían o, al menos, remitirían considerablemente, a lo que se uniría la protección adicional que tendría Perséfone; Poseidón, que siempre iba a su ritmo, creía que era una irónica forma de demostrar a su hermano que como todos podía llegar a amar perfectamente, y lo que es más, ser correspondido.

Fuera como fuese, fueron unos meses de calma y felicidad. Parecía que nada podía romper aquello… mas solo era la calma que precede a la tempestad. En el palacio principal del Olimpo, un entramado de columnas, patios, jardines y todo tipo de lujosos objetos y muebles, se encontraba Hera, meditando sobre sus futuras acciones. La situación entre Hades y Perséfone era algo distinta a lo que ella se imaginaba, pues pensaba que podría aliarse con Hades para hacer daño a Zeus. Muchos sabían, y ella entre ellos, que los hermanos habían tenido sus problemas a raíz del reparto del mundo creado. Zeus, al ser quien derrotó los Titanes (con ayuda, pero fue quien derrocó a Cronos), se quedó con la mejor zona, el cielo, mientras que Hades fue recluido al frío mundo de las tinieblas. Él era el mayor de los hermanos, y no le sentó muy bien que su hermanito se quedara con la mejor porción del pastel. Pero parecía que sus problemas habían quedado resueltos, al menos temporalmente, y todo por una diosa que era "demasiado bella a los ojos de Hades". Una astuta jugada por parte de su esposo. Pero ella era más lista, pues las numerosas aventuras de Zeus la habían ejercitado en el hermoso arte de la venganza. Puede que hubiera ganado esta batalla, pero la guerra todavía seguía vigente. Las piezas ya empezaban a colocarse en el tablero, y los movimientos son los que marcarían la victoria del uno o del otro. Solo el destino sabía el resultado… Y Hera haría lo posible para que el resultado acabara a su favor.

Sentada en un hermoso banco de mármol, y perdida en sus pensamientos, acariciaba distraídamente uno de sus amados pavos reales. Aquella ave, de plumas tan resplandecientes que parecían tener luz propia, poseía un tamaño mayor que los pavos reales que se podían encontrar en la superficie. Sus tonalidades verdosas, violáceas y azuladas le daban un toque exótico y misterioso, a la vez que extremadamente hermoso. No se podían ver muchos animales en el Olimpo, y menos de una belleza equiparable a las aves de Hera. Solo los caballos de Helios, cuyos cuerpos eran fuego puro, o los hipocampos de Poseidón podían rivalizar en magnificencia. Y en aquellos momentos en los que quería estar sola, acariciar sus suaves plumas la relajaba y la ayudaba a centrar su cabeza. Y como todos los actos que realizaba, no estaba en aquel lugar por simple capricho, sino que simplemente estaba esperando a alguien. Puede que tardara en venir, pero sabía que vendría a verla. Por los revuelos que se estaban montando en aquellas residencias divinas, rompiendo con la paz de aquel sitio, acudiría para indagar en algunas cuestiones y saber los motivos de aquella situación tan extraña. Una pícara sonrisa surcó el rostro de Hera, mientras seguía acariciando la cabeza de su ave.

- La paciencia es una gran virtud, además de la espera.

Y como si sus palabras hubieran tenido un efecto inmediato en el desarrollo de los acontecimientos, unos pasos decididos y rápidos se empezaron a escuchar en aquellos jardines. Golpeaban de forma continua el enlosado de mármol, y parecían que no iban a detenerse ante nada. Una figura se acercaba a Hera; una toga de color blanco impoluto cubría su cuerpo, lleno de cicatrices, marcadas en algunas zonas de forma exagerada por sus bien desarrollados músculos. Sus cabellos, de color castaño y un tanto revueltos, se mecían al compás de sus pasos. Sus ojos, de color marrón con un toque rojizo, eran amenazadores y temibles, como si con su mirada pudiera fulminar a todo aquel que osara interponerse en su camino. Hera, todavía con una sonrisa en el rostro, se levantó regiamente del asiento, y con un gesto de su mano el pavo real se marchó, dejándolos solos. Cuando el misterioso personaje estaba ya a unos centrímetros de ella, manteniendo las distancias de cortesía y de respeto, dirigió unas palabras a la diosa.

- ¿Qué son esos rumores que hablan de Hades, en la superficie, con Perséfone? ¿Qué locura es esa?

- Siempre tan directo, hijo mío –Hera se acercó al dios y levantó una de sus manos, blancas y suaves, para acariciar su mejilla –cada día estás más robusto. Tantas peleas están modelando un cuerpo digno de ser el del dios de la guerra sangrienta.

- Madre, no te desvíes del tema. A nadie le gusta que Zeus haya delegado en Hades un tema relacionado con el mundo de la superficie. Es solo el comienzo para que se apodere de aquel mundo. ¿Qué haré yo si todo pertenece al Inframundo, a la muerte? Las guerras no tendrán sentido alguno, y seré relegado a un puesto más insignificante, y lo peor de todo, más humillante que mi actual posición.

- Serénate Ares – con solo la mirada severa y fija de Hera consiguió que el fogoso dios de la guerra se calmara un poco –ahora mismo estás montando castillos en el aire. No sabes si eso va a llevarse a cabo o no. No te precipites, pues es el primer error que uno puede cometer y que es fatal para el futuro –separó la mano de su rostro, y le dio la espalda, para acercarse a unas rosas cercanas, empezando a acariciar sus pétalos –y tus temores no sobrepasarán la barrera de la imaginación. Puede que Hades tenga planes para conquistar la superficie, eso no lo dudo, pero sus encuentros con Perséfone no lo ayudarán. Tendría que enfrentarse a Atenea, y no es empresa fácil. Ya lo hemos visto en el pasado… -y se giró para lanzar una mirada de reproche a su hijo -. Así que deberías preocuparte por otros asuntos.

- Tanto Zeus como Atenea pagarán por lo que me han hecho –Ares empezó a cerrar su mano derecha en un puño, apretando con fuerza –y con creces. No veo el momento de que ocurra.

- Ni yo tampoco, hijo mío. Pensar que a ti tu padre te margina, te recluye y favorece a la debilucha diosa de la sabiduría y la astucia. Zeus nunca ha tenido buen ojo para escoger, eso se ve en las pobres humanas que elije. Infinitamente más feas que yo, y ¡mortales! Cuántos semidioses hay por la tierra por culpa de tu padre… y luego darle tantos privilegios a Deméter y a su querida hija. Ni que fueran mejores que yo. Mi venganza está más próxima y tú, hijo mío, me ayudarás a llevarla a cabo. Serás la llave maestra.

- ¿Yo? No creo que sea capaz de comportarme como es debido con mi hermanastra Perséfone. En cuanto aparezca ante mí, tomaría mi espada y la rebanaría el cuello. Sería una bonita forma de hacerle ver a Zeus que no debe tener infidelidades tan aparentes entre el Panteón. Es mejor que las sutiles tácticas que planeas, madre.

- No seas tan simple, Ares. Siempre es mejor que la venganza se sirva poco a poco –y volvió a girarse. Comenzó a arrancar uno a uno los pétalos de una rosa blanca –con diversos problemas que lo vayan acorralando hasta que, en un movimiento desesperado –la rosa ya estaba desprovista de todo pétalo –se condene a sí mismo. Créeme, es peor causar tu propia ruina que vengan otros a causártela de forma directa. Si todo sale bien, se culpará a sí mismo, y es cuando daré el golpe definitivo –y arrancó el centro de la rosa desnuda, apretándola contra su palma -. Si lo hago como dices, aparte de dejarme en evidencia ante el resto de los dioses, la ira de Zeus no se haría de esperar. Seré su esposa, pero eso no quita que haga un "castigo ejemplar". No podré morir, pero se me ocurren mil y un castigos peores que la muerte. Así que me harás caso y harás lo que te diga –su voz sonaba potente, severa, imperante. No aceptaba un no por respuesta -.

- Entonces, ¿qué debo hacer?

- Baja a la tierra, y… hazte amigo de Perséfone. Que os una algo más que los lazos de sangre, que os una la "amistad", creo que me entiendes. Y así yo podré convencer a Zeus para que apruebe vuestra unión. Y tendré en mis manos al ojito derecho de su alma, estará a nuestra merced y la podremos utilizar para controlar a Zeus, y a Deméter, por supuesto –y lanzó una carcajada –ella hará lo que sea para que su dulce y encantadora hija esté a salvo. Por supuesto, te dejaré vía libre para hacer lo que quieras a la joven diosa, siempre y cuando no la mates hasta que yo lo ordene. Espero haber sido lo suficientemente clara, ¿de acuerdo?

- Sí –la respuesta de Ares denotaba que estaba conteniendo en ese preciso instante su odio tan característico cuando le ordenaban cosas. Detestaba que le dijeran lo que debía hacer, pero no le quedaba más remedio. Y encima, tendría que "seducir" a su hermanastra, a una persona que odiaba profundamente por ser una de las infidelidades de Zeus más llamativas. Aunque tenía que reconocer que era agradable a la vista… y si con ello enfadaba a Hades, mejor que mejor. Si lo meditaba pacientemente, no era tan mala idea -. Y con tu permiso, madre, parto a cumplir mi misión lo más rápidamente posible.

- Que Tykhé te acompañe, Ares.

Como respeto hacia la diosa, Ares hizo una ligera reverencia para despedirse de su madre. Con los mismos pasos presurosos salió de aquellos jardines, dejándola sola de nuevo. Con su mirada castaña seguía a la figura de su hijo, alejándose hasta que se volvió borrosa a sus ojos. Las piezas del tablero se estaban moviendo, y su primer movimiento ya estaba hecho. Solo faltaba esperar las acciones del resto de jugadores, en especial de Zeus. Era una batalla personal contra él, y los demás no eran más que sombras y herramientas con las que quería herir aún más a su esposo. Hacerle pagar por todo lo que la había hecho pasar. Por eso se valía del odio de su hijo. Demasiado impulsivo se decía a sí misma Hera, y por ello fácil de manejar. Y aunque me falle, nadie creerá en sus palabras. Se ha ganado una fama bastante negra aquí en el Olimpo. Lo siento, hijo mío, pero solo eres una pieza más en nuestro juego.

Y Ares, movido por su odio, se encaminó a la tierra. Era una de las pocas ocasiones en las que bajaba y no tenía intenciones de matar ni de sembrar el caos en el mundo. Llevaba su espada, de oro, plata y acero, pues sin ella se sentía completamente indefenso. Su mente de guerrero le decía que nunca podía estar con la guardia baja, pues había mil y un peligros acechándolo. Incluso mientras dormía tenía su espada a mano. El escudo no lo llevaba consigo, pues sería mucho más difícil de esconder que una sencilla espada. Y si quería presentarse en Eleusis sin llamar la atención ni asustar a su "hermana", tenía que dar una impresión más decente o, al menos, menos agresiva. Y eso iba a ser lo más difícil de todo. Mientras se acercaba al santuario, iba pensando e imaginando en su mente lo que debía decir. Se sentía estúpido haciendo eso, pero por desgracia la improvisación y la rudeza no eran muy aconsejables. Maldecía en voz baja cada vez que aquello volvía a su mente, como un recordatorio. Lo suyo era la guerra, segar vidas humanas, no coquetear con una diosecilla del montón.

Con cuidado de no sospechar dudas, y mucho menos ser detectado por Deméter, con su mirada iba analizando el lugar en el que se encontraba, como si de un campo de batalla se tratara. Cada movimiento de los pájaros, de los animalillos o de cualquier tipo de vida era captado por sus ojos, atentos al mínimo movimiento que pudiera ser peligroso para su persona. Según lo que le habían explicado, el santuario estaba conformado por una zona de edificios, los templos y las dependencias de los sacerdotes humanos, y alejado de todo aquello, los campos vírgenes dedicados a las diosas, donde seguramente encontraría a Perséfone. Creía que aquellos campos no serían de gran extensión, y que en poco tiempo los habría recorrido. Cuando vio los árboles, altos e imponentes, ante su persona, se dio cuenta de su error. Tardaría más de un día en recorrerlos, además de que sus posibilidades de encontrar a su hermanastra eran mínimas, a no ser que el destino estuviera de su parte. Lo único que había podido sonsacar de los rumores que había por el Olimpo era que se solían reunir en una zona abierta del bosque, donde se alzaba un hermoso árbol y a sus pies se localizaba un estanque. Pedía a las hermanas del destino que no se les hubiera ocurrido cambiar de lugar.
Se adentró en el bosque, cortando las ramas que le impedían avanzar hacia su objetivo. Un arañazo surcó su mejilla, produciéndole una mueca de desagrado más que de dolor. Había recibido heridas infinitamente más profundas y dolorosas que esa pequeñez. Siguió en su empeño por abrirse paso. La luz del sol no llegaba al suelo, por lo que se encontraba en un mundo sumido en la penumbra, y al menos la temperatura era más que agradable. Por fin, después de una caminata que le parecía eterna, el camino que había tomado desembocaba en una zona abierta, sin árboles, sino simplemente con flores, un manto de hierba y, lo más importante de todo, un estanque de aguas cristalinas. Parecía que había llegado al lugar indicado, después de tanta caminata. Por este motivo tendrían que talar los bosques. Son incómodos para caminar, molestos y dificultan la visión. No sé qué tienen estos lugares de encantadores. Yo los quemaría todos. 

Con precaución, como si estuviera al acecho de una presa, se fue acercando al estanque. Cuando salió de la espesa capa de árboles, tuvo que parpadear y entrecerrar los ojos, pues estos tuvieron que sufrir un cambio de luminosidad muy brusco. A pesar de su corazón duro e insensible, no pudo evitar maravillarse ligeramente por la belleza del lugar. Había destruido todo tipo de espacios, pero aquel paraje era diferente del resto, se notaba que el poder de las dos diosas estaba presente. Sus músculos seguían en constante tensión, preparados para cualquier emboscada, mientras se acercaba a la orilla del estanque. Entonces, la vio. Sentada, abrazando sus rodillas, se encontraba la joven diosa, su hermanastra. De forma distraída acariciaba una flor que tenía en una de sus manos, y sin querer Ares no pudo evitar recordar a su madre, pues la había encontrado en una posición muy parecida. Una oleada de rabia inundó su cuerpo al recordar a su madre. Solo esperaba que Perséfone fuera distinta.

De repente, la diosa se giró en redondo, clavando sus ojos verdes en el extraño que se acercaba hacia ella. Durante unos segundos, parecían que brillaban de felicidad, como si esperaran a alguien, pero aquella ilusión desapareció rapidísimamente, y siendo sustituida por una mirada de duda, pues no conocía a Ares, a su hermanastro. Pero lo más curioso de todo, algo que hizo reconsiderar a Ares el prejuicio que tenía de Perséfone, era que no mostraba miedo alguno. Al contrario, tenía curiosidad, simple y llana curiosidad, incluso su mirada tenía cierto matiz de desafío. Él era un extraño en su territorio, y ella era la reina de aquel lugar, en ausencia de su madre. No pudo evitar sonreír, no porque la cayera simpática por ese gesto, sino por lo imprudente que era. De no ser por las órdenes de su madre, ahora su garganta estaría cercenada, y su sangre mancharía el blanco puro de su vestido. Sí, definitivamente tenía mucha suerte.

- Espero no molestar –empezó a decir Ares, intentando relajar la tensión aparente que había entre ellos –pero no he podido evitar acercarme a este estanque tan hermoso. Y veo que no soy el único que ha sido atraído por su belleza…

- ¿Quién eres? –la pregunta no sonó imperativa, como una orden, sino por curiosidad. No quería ser grosera, pero tenía la necesidad de saber con quién estaba hablando -. Me resultas muy familiar, aunque nunca haya hablado contigo, que yo sepa –dejó la flor en el suelo, y con un movimiento grácil se levantó, para tener una mejor perspectiva. Se acercó un poco a Ares, para tener una mejor perspectiva de su acompañante, mientras esgrimía una sonrisa misteriosa -.

- Soy Ares, tu… -supo frenar a tiempo. Todos los dioses sabían de la paternidad de Perséfone, menos ella misma. Era difícil imaginar que a ningún dios se le hubiera escapado ese pequeño detalle, pero teniendo en cuenta que tanto Perséfone como Deméter frecuentaban el Olimpo en muy pocas ocasiones, es normal que ese secreto estuviera bien guardado -. Tu compatriota divino, el dios de la guerra. Venía simplemente para saludarte, y conocerte. Ahora que Hades frecuenta tu compañía, te has vuelto famosa en el Olimpo, ¿lo sabías?

- No, no lo sabía –Perséfone estaba algo desconcertada. Si las historias de su madre eran ciertas, Ares era un dios cruel, sin escrúpulo alguno para eliminar a cualquiera que se encontrara por su camino. Junto a los espartanos, los mortales que le veneraban más que al resto de los dioses y que seguían su ejemplo, sembraron el terror sobre las tierras griegas. Ella siempre pensaba que sería un dios con el que no podría entablar una conversación coherente. Pero a ella no le parecía un dios malo, quizá incomprendido, pero nada más -. Bueno, pues si has venido a conocerme, como dices, siéntate conmigo. Este lugar es muy hermoso, la temperatura es agradable y podremos charlar sin interrupciones –acto seguido se sentó, y dio unos golpecitos a su lado, indicando a Ares que podía sentarse a su lado -.

- Por supuesto –Ares se sentó, controlando su odio. No le gustaba nada que le dieran órdenes, y tenía el impulso de sacar su espada y amenazarla. Pero no podía hacerlo. Tendría que morderse el labio y resignarse, como un perrito faldero, a las órdenes de Hera. Malditos sean todos los del Olimpo.

- No pareces tan terrible como me ha contado mi madre –empezó a decir la diosa –porque siempre me ha dicho que eres un dios despiadado, que solo se dedica a matar. Pero ahora estás sentado a mi lado, charlando, y… no tienes el aspecto de un asesino.

- ¿De veras? –la pregunta de Ares estaba entonada con un ligero tono burlón. Ahora mismo podría sacar la espada, y con una cinta sencilla y directa, apuntar el filo de su arma al cuello, al pecho, o a cualquier zona cuya estocada fuera mortal. Así vería cuan peligroso era en realidad. ¿Y ella qué podía saber sobre alguien a quien acaba de conocer? No solo era estúpida, sino también confiada -. Es curioso que lo digas, creo que eres la única que me ha dicho eso a la cara.

- Bueno, lo mismo deben de decir de mi amistad con Hades, ¿no? –y sonrió -. Yo siempre me digo que primero hay que conocer a alguien y luego juzgarlo.

- Tú misma. Pero esa filosofía de la vida no te servirá en la vida real. Hay que desconfiar de todos los que te rodean, incluyendo a las personas más cercanas y queridas. Solo así podrás sobrevivir en el mundo –de los dioses, pero no terminó la frase. Ya se daría cuenta del verdadero significado de sus palabras -.

- ¿Lo dices por experiencia? – y se acercó un poco, clavando sus ojos verdes en los de Ares -.

- Sí, por experiencia –Ares evitó su mirada después de contestar. No podía entenderlo, pero se sentía incómodo cuando su hermanastra lo miraba de esa manera. Nadie había sido capaz de provocar eso en el temible dios de la guerra. Ahora podía entender a Hades. Ella debía de ser la única que lo miraba desde otro punto de vista, no como el sombrío dios de los muertos, sino como un compañero más, un amigo. Y Ares, en su larga vida, no había tenido ninguno entre sus compañeros inmortales -.

- Bueno, te diría que podrías cambiar tu actitud con respecto a los demás, pero es traicionarse a uno mismo. Ya encontrarás a gente que te acepte por ser tú mismo. Al menos tú conoces el mundo, no como yo –aquellas últimas palabras las dijo con tristeza, pues ella había permanecido en Eleusis desde su nacimiento, y las pocas escapadas al Olimpo eran tan escasas y breves que no contaban para nada -.

- Si quieres, algún día puedes pasarte por Esparta, mi hogar. Allí paso casi todo el tiempo, pues tampoco me agrada mucho el Olimpo. Demasiados dioses, demasiadas peleas… y demasiado egocentrismo –aquello lo dijo en voz baja -.

- ¿Y Esparta es un lugar bonito? –el rostro de Perséfone se iluminó por la ilusión, pues deseaba conocer nuevos lugares -. ¿Hay campos? ¿Hay templos?

- Digamos que es hermoso a su manera. Los mejores guerreros humanos nacen y se entrenan allí. Es la sociedad más perfecta y disciplinada que he visto en mi vida, y créeme, he visto muchas a lo largo de los siglos.

- Suena muy interesante. Tendré que ir allí. Aceptaré tu invitación. Supongo que al ser el dios de la guerra siempre tienes a mano tu espada, ¿no? –y señaló el bulto, muy disimulado, del arma -, menos mal que no se nota mucho, porque en este santuario están prohibidas las armas, incluso para los dioses.

- Qué estúpido. ¿Y si atacan este lugar? Los humanos de aquí no son tan fuertes como para poder luchar sin espadas. Son muy débiles, sin reflejos, sin entrenamiento… no durarían ni seis segundos en batalla.

- ¿Y para qué entrenarnos? Es territorio sagrado, por lo que nadie osará derramar sangre en este lugar. No todo son batallas, aunque eso dudo que lo entiendas –y empezó a reírse. Debido a la expresión tan fiera del rostro de su interlocutor, cesó la risa, mientras tosía un poco, nerviosa -. No quería burlarme de ti, pero es como si quisieran enseñarme la importancia de la guerra. Yo no lo entendería, ni aunque me esforzara. Digamos que tenemos diferentes puntos de vista.

- Es posible… -en el fondo, pensaba que la diosa estaba equivocada. Solo había un punto de vista, y era el suyo. Los demás estaban equivocados. Las guerras eran algo natural en los seres vivos. Se podía ver en la naturaleza, entre los humanos… y entre los dioses. Todos le juzgaban, pero estaban de acuerdo con él aunque no lo dijeran en voz alta, y cuando se desataba una guerra nadie le ponía límites. Y aunque lo hicieran, no les haría caso. En lo que sí se equivocaba era en Perséfone. Era inocente, pacífica, amable, bella, tranquila, inteligente… más o menos todo lo contrario a él. La odiaba por ser su hermanastra, pero su odio había caído un poco tras su breve conversación. Ahora entendía por qué Hades se sentía atraído por ella -.

- Creo que es hora de que me vaya –e hizo ademán de levantarse, pero Perséfone, rápidamente, alzó su brazo para detenerlo. En un acto reflejo, Ares llevó su mano a la espada, para defenderse del ataque, pero luego recordó que la diosa estaba totalmente desarmada, y que no tenía intención de hacerla daño. Se sentía extraño, porque hace unos minutos no se habría cortado ni un poco para amenazarla con la espada. Estaba un tanto confuso. Un guerrero era entrenado físicamente, pero no se preparaba para afrontar sus propios sentimientos -. ¿Ocurre algo?

- ¿Ya tienes que irte? Hades aún tardará en llegar, y si te quedas podremos estar los tres hablando tranquilamente. Tenéis algunas cosas en común, más de las que imagináis.

- No es buena idea –dijo Ares con voz seca y autoritaria –porque desde siempre no nos hemos entendido. Y las cosas no van a cambiar porque estés tú –es más, van a empeorar, se dijo para sí -. Y tengo asuntos que resolver, además de estar solo con mis pensamientos.

La mano de Perséfone perdió fuerza, dejando a Ares la posibilidad de levantarse sin tener que hacerla daño. Estiró las piernas y brazos, mientras la diosa lo seguía observando, todavía con la curiosidad impregnada en sus ojos. Ares se llevó una mano a la cabeza, rascándose un poco y agitando sus cabellos castaños. Se sentía un tanto incómodo por la intensa mirada de la diosa. Ajustándose la espada al cinto, se giró para encararse con Perséfone.

- Espero que no te aburras hasta la llegada de Hades.

- Siempre tengo algo que hacer aquí. Puedo bañarme, dar un paseo por ahí… sé mantenerme ocupada –y sonrió-. Solo espero que pases de nuevo a visitarme algún día. Ha merecido la pena conocerte.

- No prometo nada.

- Seguro que volverás.

Y como si diera fin a la conversación, atrajo de nuevo hacia ella la flor que había dejado a un lado y la plantó en el suelo. Acto seguido, empleando sus poderes, consiguió que la flor cortada echara raíces en el suelo, además de que creciera una hermosa planta, de ramas enroscadas y llenas de hojas de un color verde lleno de vitalidad. Pero esa acción no pudo verla Ares, que ya estaba de espaldas a la diosa, y a una cierta distancia. Quería estar solo, y poner en orden sus pensamientos. Las cosas se habían torcido de una forma que jamás hubiera podido adivinar, y apretaba los dientes con rabia. Maldecía a su madre, maldecía a Zeus, maldecía a Deméter, maldecía a Hades… y también a Perséfone. Por haber sido tan amable con él.

Mientras, en el Olimpo, Hera lo observaba todo muy divertida a través de un espejo mágico que le servía como ventana al mundo de los mortales. Las cosas habían salido como ella había planeado, incluso mejor de lo que pensaba.

Ares, has sido un buen hijo y has cumplido con los deseos de tu madre. Solo espero que no te hagas ilusiones… porque cuando consiga mi objetivo, no te haré partícipe de él. Eres mi hijo, pero el poder corrompe hasta los lazos familiares más profundos.

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