viernes, 1 de septiembre de 2017

XVIII. Un paraíso en las tinieblas



Su cuerpo estaba relajado, en calma. Sus músculos, sus articulaciones, todo su ser tenía una tranquilidad que en muy pocas ocasiones había vivido. Su mente, además, estaba en blanco, ningún pensamiento salvo aquella serenidad que la invadía ocupaba sus pensamientos. Y en el fondo, por esa sensación, sentía una felicidad absoluta. Poco a poco, recuperó el movimiento de sus brazos, de sus piernas, de su cuello y de su cuerpo en general; sus dedos, finos y delicados, realizaban una débil pero continua y rítmica ascensión y descendimiento de los mismos, como si con ello pretendiera devolver la vida a su cuerpo, que la sangre corriera de nuevo por sus venas. Movía la cabeza de un lado a otro, como si alguien la estuviera despertando y ella no quisiera levantarse. Esta calma… ojalá la tuviera eternamente. Pensaba para sí misma, un pensamiento que se hundía en la inmensidad de su mente.

Entonces abrió los ojos, lentamente, como si tuviera que realizar dicha acción con un esfuerzo sobrehumano. Sus ojos verdosos al principio solo captaban formas difusas, de contornos no muy claros, hasta que poco a poco se acostumbraron a la luz. Aquella luz, clara y a la vez potente, que parecía abarcar todo el lugar en el que se encontrara, fuera el que fuese. Ante sus ojos, un cielo de azul claro, tan limpio de nubes y claro que parecía imposible que fuera real, demasiado perfecto como para existir en el mundo, incluso en el de los dioses. Una ligera brisa movía suavemente sus cabellos, haciendo que la sensación de calor fuera nimia, y además lo sintiera como una caricia que recorría su cuello y mejillas, sus brazos y cabellos. Cuando tuvo los ojos bien abiertos, cuando sus pupilas se adaptaron a la luminosidad del lugar, pasó a recostarse para tener una mejor vista del paraje.

Y lo que vio la dejó sin respiración: una extensión infinita de verdes prados, en los que se alternaban hermosas alfombras de flores, de todo tipo de colores y formas; junto a todo esto, no muy lejos de donde se encontraba ella, había un río que resplandecía como si tuviera luz propia. Si prestaba atención, podía escuchar un rumor continuo, apacible, el arrullo del agua. Cerró los ojos durante unos segundos para percibirlo, y una sonrisa afloró en sus labios. No había sonido más relajante que ese, el más hermoso de toda la naturaleza junto al trino de los pájaros. Entonces se percató: el lugar era maravilloso, de eso no cabía ninguna duda, pero había algo que no encajaba… no había ningún sonido de ser vivo, de animal correteando por la hierba o del ruiseñor con cuyo canto se proclamaba como el indiscutible mejor cantante entre las aves. Solo había un silencio perpetuo, interrumpido por el agua que discurría apaciblemente, pero nada más. Un silencio tan pesado, tan inmutable, que provocó un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. ¿Por qué, en un lugar tan maravilloso y perfecto, no había más que vida vegetal? Todo lo veía con una panorámica perfecta, pues se encontraba en una especie de zona elevada, hecha con sillería de mármol blanco y pulido, y sobre este un lecho de telas suaves y casi transparentes, en el que se encontraba recostada. Cuatro columnas arrancaban de esa plataforma, repartidas de forma equidistante, con hojas de acanto en la parte superior y enredaderas enroscándose en el fuste, sujetando una cubierta a dos aguas.

Sintió que la energía volvía a sus piernas, y comenzó a levantarse, poco a poco, pues todavía sentía que su cuerpo no estaba pleno de energías. Se acomodó el sencillo vestido blanco que llevaba, arrugado por el tiempo que debía de haber estado dormida, y por la posición. Estiró sus brazos y piernas, dispuesta a explorar ese nuevo lugar; su curiosidad era mucho mayor que el miedo a lo desconocido o los peligros que pudiera haber por allí. No podía evitarlo. Respiró profundamente, y se dispuso a dar un agradable paseo, reteniendo en su memoria y retinas todo lo que pasara a su lado. Además, por muy bello que fuera el lugar, tenía que salir de allí, reencontrarse con su madre, la cual estaría muy preocupada, volver a su agradable y tranquila vida en Eleusis, pues no sería tan hermoso como aquel paisaje, pero era su hogar, y tenía un lugar más que especial en su corazón. Su mente iba inundándose de recuerdos, de los hechos que habían pasado recientemente, pero algunos de ellos los mantuvo alejados, por temor a dejarse llevar por el pánico o por los sentimientos contradictorios que seguían anidando en su corazón… solo podía pensar en un nombre, pero temía decirlo en voz alta, pues tenía la estúpida idea de que solo nombrarlo lo atraería hacia ella.

No sabría decir cuánto tiempo pasó caminando, pero era tan hermoso el paraje que para ella parecían unas pocas horas, cuando alomejor había pasado casi un día, o unos minutos, o unas horas… era difícil saberlo, pues la luminosidad ni aumentaba ni disminuía, sino que se mantenía en un estado invariable, otro elemento bastante extraño como para dejarlo pasar desapercibido. Había árboles, más curiosas plataformas como en la que había dormido, así como ramificaciones de aquel río que había visto antes en la lejanía, seguramente para canalizar el agua por toda la pradera. Entonces, hubo algo que cambió la monotonía del paisaje: ante ella, pero todavía lejos, se perfilaba una silueta muy diferente a las demás, un elemento alto, algo puntiagudo, y de grandes dimensiones, porque desde donde se encontraba ya parecía grande. Y como no tenía tampoco nada mejor que hacer, podría ser que allí encontrara alguna respuesta.

Lo que había visto era un enorme templo, construido con una decoración y elementos sencillos y básicos pero que, debido a su gran tamaño, daba la sensación de ser más importante de lo que podría ser. Su portada estaba conformada por una fila de columnas dóricas, seis en total, dispuestas en perfecta colocación; sobre las mismas, se alzaba una serie de recuadros donde había esculturas de diferentes personajes, con ropajes y acciones distintas, dando la sensación de que cada recuadro era una escena, pero que estaban ligadas entre sí. Por encima, para rematar aquella entrada monumental, se encontraba un tímpano en cuyo interior se representaban a los dioses más importantes, a los que los demás incluida ella consideraban como los más poderosos: Zeus, el portador de la égida y el rayo, señor del cielo, en el centro, sentado y sosteniendo una estatuilla de Niké, con una barba incipiente y mirando directamente al espectador; en cada uno de los lados, se encontraban sus hermanos, Posidón, señor del mar, sentado en un trono algo menor sosteniendo un hermoso tridente de plata en su mano derecha, y un oleaje espumeante por detrás del respaldo. Finalmente, en el lado izquierdo, Hades, señor del Inframundo, sosteniendo un cetro como símbolo de su mando y Cerbero, el terrible guardián de su reino, sentado en el lado derecho, con las tres cabezas mirando fijamente al espectador con sus horripilantes ojos, potenciados por los rubíes que los conformaban.
Perséfone se quedó atentamente mirando, sobrecogida por el realismo de todas las tallas, dando la sensación de que en cualquier momento bajarían y comenzarían a hablar con ella. Pero tampoco tenía mucho tiempo que perder, tenía curiosidad de ver el interior, que seguro sería tan sobrecogedor como el exterior.

Sus pasos resonaban en una única sala, inundada por la penumbra, pues no había ninguna ventana a través de la cual pudiera entrar algo de luz, proviniendo exclusivamente de la entrada. El suelo, de mármol oscuro, marcaba un punto de diferencia con el resto, y la sala estaba rodeada de una fila de columnas, exactamente iguales a las de fuera. No había estatuas, ni altares de ofrenda, ni ningún tipo de objeto… todo estaba extrañamente vacío. Solo había, en medio de aquella enorme sala, una especie de estela, de gran tamaño, donde se representaba en bajorrelieve una única escena: a un lado, seres monstruosos, de tamaño desmesurado, representados con fealdad e imperfección, teniendo el artista el objetivo de convertir a esos seres en los menos atractivos estéticamente, y por ello los malos. Relacionar belleza con virtud era algo muy común entre los humanos se decía a sí misma, mientras se acercaba para ver el detalle de las mismas. Algunos de ellos llevaban sus manos a la cabeza, como gesto de protección, unido a las expresiones de dolor y de rabia al no poder hacer nada por salvarse. Dos de esos seres estaban ya tendidos en el suelo, con los músculos agonizantes, a punto de perder la poca vida que había en ellos; y los que seguramente serían los más fuertes, medio encadenados, con las bocas abiertas en muecas de esfuerzo por deshacerse de esas ataduras, y utilizando todas sus fuerzas para alcanzar a sus perseguidores. En el otro lado de la escena, aparecen unas figuras más gráciles, no tan musculados como los otros, con ropajes más elaborados, expresiones de rabia o de dolor pero mucho más humanos, y posturas menos forzadas, sin escorzos muy exagerados. Uno de ellos, el que parecía ser el líder, llevaba un rayo en una de sus manos, a punto de lanzarlo contra el más fuerte de aquellos seres; a su lado, otra figura estaba sobre unas olas para sobresalir por encima del enemigo y atacarlo desde el aire; otro con unas cadenas extensibles, con las que iba encadenando a los seres que tenía más cerca. Todo parecía no tener ningún orden concreto, pero si se prestaba atención todo estaba mínimamente dispuesto y pensado.

-Es hermoso, ¿verdad? –una voz grave sonó tras ella, y se giró sorprendida. No había escuchado pasos detrás de ella, o bien porque estaba ensimismada con la estela, o porque aquella persona había sido extremadamente religiosa. Pero no necesitaba girarse para saber a quién pertenecía aquella voz. Un escalofrío recorrió su espalda, pero se mantuvo lo más firme que puedo -. Una mala época, pero gracias a nuestra determinación, pudimos sobrevivir e imponernos a ellos. ¿Sabes qué representa esto? –y señaló el relieve -.

-Supongo que la Titanomaquia –contestó la diosa, siguiendo la conversación. No tenía muchas ganas de ello, pero no quería hacerlo enfadar. Su vida dependía de que la dejara marchar, porque suponía que no estaba en su reino, pero si estaba allí era por su voluntad, no por la suya -. Mi madre me ha relatado muchas veces esa historia. Agradezco no haberla vivido.

-Si no hubiéramos ganado, no estarías aquí, ni yo tampoco. La historia sería muy diferente a lo que ahora entendemos y vivimos. Y por eso mismo, soy el señor del Inframundo –parecía que había hecho caso omiso a que la diosa supiera eso, era una información que todos los dioses, independientemente de a qué generación pertenecieran, conocían -.

-Pues podrías haber escogido un reino mejor, la verdad. No fuiste muy inteligente.

-Alguien tenía que quedarse con ello, y mi hermano Zeus no iba a ser el dueño de esto. No queda bien que el soberano de todos sea el señor del subsuelo. Quita prestigio, y los humanos te temen más de lo normal. Pero no nos vayamos del tema, ¿qué haces aquí?

-¿Acaso tengo que decirte lo que hago o dejo de hacer? –contestó Perséfone, enfadada. Parece mi madre, bueno, mi padre -. Solo quería dar una vuelta, y salir de aquí, quieras o no.

-Volverás a la superficie, pero cuando sea oportuno. No estarías a salvo allí arriba, tu vida corre peligro.

-¿Qué dices? –dijo sorprendida la diosa. Pensaba que eso era una excusa muy pobre para mantenerla allí retenida -. Estar al lado de mi madre, ese es el lugar más seguro. Ella es poderosa, sabia, y me ha cuidado hasta ahora. ¿Qué supuesto peligro puede haber allí arriba para tener que estar encerrada aquí contigo? –y señaló al techo, para enfatizar que estaba bajo tierra -. No me lo creo, lo siento mucho. Quiero salir de aquí, ahora mismo.

-De momento no puedo cumplir con tus caprichos, aunque seas tú quien me lo pides o mejor, me lo exiges. Repito que debes quedarte aquí, aguanta un poco. Este lugar no es tan terrible, creo que se parece a tu amada naturaleza.

-Es un lugar maravilloso, pero no puedo pensar en que es una bella jaula dorada. ¿Qué es este lugar? ¿Forma parte del Inframundo? Pensaba que todo tu reino era…

-¿Oscuro, tétrico, vacío de vida, tenebroso? –completó Hades.

-Sí…

-Bueno, puede resultar curioso que el lugar más bello de la tierra esté en mis dominios, pero así es. Te encuentras en el Elíseo, un sitio donde las almas de los justos, de los héroes, de todos los que han tenido una vida recta y justa, pasan su vida eterna. Es el premio por una vida ejemplar. La muerte siempre es justa, siempre –y comenzó a caminar al exterior -. ¿No quieres que te lo enseñe? –y ofreció su mano pálida, pero robusta y bien formada, a Perséfone -.

-Siempre y cuando luego me lleves a la superficie –Perséfone insistía en ello, pues quería salir de allí. Aunque, para su asombro, una parte de ella quería quedarse, quería estar al lado de aquel dios. Todavía lo amaba y eso, quizá, era lo que más miedo le daba -.

-No prometo nada –dijo Hades con una sonrisa. Pocas personas habrían conseguido que él sonriera, pero aquella diosa tenía esa capacidad o, mejor dicho, esa peculiaridad. No aceptó su mano, pero le acompañó a la luminosidad del Elíseo, dando a entender que aceptaba su ofrecimiento.

-¿Dónde se encuentra el señor Hades? –preguntó Pandora, claramente enfadada. El trabajo en el Inframundo era interminable, los muertos seguían llegando y los deberes de dios son eternos como su vida, no podían tomarse muchos descansos. Se temía la respuesta, pero nunca se podía estar enteramente segura -.

-Por supuesto que lo sé, Pandora –dijo, mientras la lanzaba una mirada llena de desafío. Nunca le había gustado aquella mujer, era demasiado altiva, el poder se le había subido a la cabeza, y tenía la extraña sensación de que planeaba ocupar el puesto de consorte del señor del Inframundo. Pobre ilusa, era lo que siempre pensaba de ella -. Está en los Campos Elíseos, casi seguro con la diosa a la que ha salvado. La pobre muchacha estará asustada, y le he aconsejado que vaya allí a hacerla algo de compañía.

-Un horrible consejo, Tánatos. ¿Sabes el trabajo que hay aquí?

-Los muertos no se van a mover de nuestro reino, dudo que resuciten mientras Hades se tome unas pocas horas de asueto. Creo que puedes dejarle tomar ese capricho, no por nada es un dios y tú no lo eres.

-Si no fuera la mano derecha de Hades, su consejero más amado, yo… pensaba Pandora, mientras cerraba el puño para contener su ira. Pero no podía lanzar una amenaza tan directa, no si quería mantener su puesto. Lo que más temía era que Tánatos dijera algo malo de ella a Hades, pues este siempre tomaba en consideración sus consejos o advertencias. Unas palabras de aquel consejero podían encumbrar o hundir a cualquiera en el Inframundo. Tenía que andarse con cuidado, mucho cuidado -. Eso es cierto, perdona mis modales. Debe ser el estrés… Cuando veas a nuestro señor, decidle que sus tareas le esperan, pero que me he encargado de todo.

-Se lo diré, no os preocupéis. ¡Ah!, y permíteme recordarte el rango que tienes aquí en el Inframundo. No eres una diosa, ni siquiera semidiosa, así que mide tus palabras. No querrás que me diga a Hades que has sido irrespetuosa, ¿no?

-Claro que no… -odiaba que la tuvieran entre la espada y la pared, pero no podía sino asentir y ser una buena chica. Pero pronto acabaría eso, muy pronto. Te arrepentirás de tus palabras, viejo. Podrás ser todo lo inmortal y poderoso que quieras, pero el fin le puede llegar a cualquiera… incluso a la personificación de la muerte -. Debo marcharme. Adiós.

Hizo una reverencia, por simple protocolo, pues no lo deseaba para nada, y se dirigió a sus aposentos. No tenía ganas de seguir con sus deberes, y tenía que ordenar sus pensamientos. Tánatos lo seguía con la mirada, algo preocupado. Nunca había confiado en ella, pero tenía la sensación de que nunca se podría hacer siquiera una idea de lo que sería capaz de hacer para conseguir sus objetivos.
Pandora llegó a sus aposentos, y se sentó en una sencilla silla de madera, bastante antigua, y posó sus manos en un tocador tan antiguo como la silla, un tanto húmedo y agrietado. Maldito sea, si no estuviera ese condenado de Tánatos mis planes se habrían cumplido hace mucho. La única que puede hacer feliz a Hades soy yo, YO soy la única que tiene derecho a acceder al trono del Inframundo, he estado a su lado todo el rato, lo he ayudado todo cuanto he podido, y no me he separado de él. Soy la persona más fiel que existe. Pero se ha tenido que fijar en una diosecilla, alguien que ni siquiera tiene el respeto y reconocimiento de los demás dioses. Tendría que estar muerta, todo estaba preparado para ello… pero no se puede confiar ya en nadie, ni siquiera en un dios. Tengo que hacerlo todo yo misma para que funcione… llamaron a la puerta, lo que provocó que la sacaran de sus pensamientos. Con un ligero adelante, la puerta se abrió y apareció su fiel sirviente en aquellos oscuros parajes, Kryptos.

-Aquí me tenéis, mi señora –dijo Kryptos con una respetuosa reverencia -. Habéis pedido mi presencia.

Así es, mi fiel sirviente –dijo Pandora, sin darse la vuelta. Tomó uno de sus collares de cuentas, y empezó a juguetear con él entre sus finos dedos -. Te necesito para una misión de vital importancia. Voy a convencer a Hades de que uno de vosotros, alguno de los que nos servís directamente, sea un sirviente personal de nuestra nueva huésped –no pudo decirlo con más desagrado aquella palabra -, ya me inventaré un motivo. Te ganarás su confianza, creerá que le eres fiel, y cuando todo esté dispuesto… la llevarás ante mi presencia, y la mataré con mis propias manos –y alzó una sonrisa llena de maldad -.

-Haré lo que ordenes, mi señora. Tus deseos son órdenes.

-Que no se te olvide. Nuestro éxito reside en que nadie debe saber que eres mi fiel mano derecha, Kryptos. De no ser así, Tánatos jamás pensaría en ofrecerte como sirviente personal de la diosa. No se fía de mí. Pero ya te he dicho suficiente, vete y sigue con tus cometidos.

-Como desees, mi señora.

Kryptos salió de la sala, y Pandora volvió a quedarse sola, sumida en sus pensamientos. Ya no podía permitirse más fallos. Solo quedaba hacer el siguiente movimiento, y para ello tenía que escabullirse durante un rato del Inframundo para realizar una visita diplomática a cierto lugar. Tenía que darse prisa, pues el tiempo jugaba en su contra. Disfruta los días que te quedan, diosa, porque esta vez nadie podrá salvarte.

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