jueves, 2 de enero de 2014

I. El comienzo

En esta sección iré colgando mis historias de Fanfiction. De momento comenzaré con mi historia favorita, El otro lado del mito, de Hades x Perséfone.


El sol se alzaba como todos los días a través de un claro y puro cielo azul. Las pocas nubes que lo surcaban movidas lentamente por el invisible impulso del viento, que a su vez hacía que las ramas de los árboles y arbustos se mecieran suavemente. Los campos, llenos de extensas alfombras de flores de todos los colores existentes, junto con la hierba y una pequeña corriente de agua que formaba un humilde estanque de aguas cristalinas. Este paraje, idílico en todos los sentidos, era una obra de los dioses. El ser humano no sería capaz de conservar tanta belleza y equilibrio de la naturaleza en un mismo lugar.


Unos pajarillos, con sus trinos alegres y llenos de frescura se esparcían en este paraje. De plumajes azulados y negros, que parecían tener brillo propio por los efectos del sol, se posaron ligeramente en una mano blanquecina, frágil, claramente no perteneciente a un mortal. Una vez que uno de esos pajarillos se posó en aquella mano, poco a poco la dueña de la mano lo acercó a su rostro, sonriendo por la belleza del ave, y acto seguido le dio un delicado beso, lo que provocó que el ave huyera causa de aquel contacto inesperado. La mirada de la muchacha, de un color verde como la naturaleza que la rodeaba, siguió al pajarillo hasta que se perdió en el horizonte. Un sencillo vestido blanco cubría su cuerpo, que ondulaba ligeramente a causa del suave viento, y un elegante colgante de fino oro y plata le rodeaba el cuello. Su pelo, de un castaño claro con destellos dorados, estaba finamente recogido en una coleta alta.

Era una muchacha muy bella, casi se podría decir que irradiaba una luz propia; era una diosa. Sentada al lado del pequeño estanque, disfrutaba de la creación de sus hermanos los dioses. Pensativa, con la mirada perdida, la joven diosa se aburría. La inmortalidad no es para tanto, siempre se decía, puesto que es inmensamente aburrida. Ves como los humanos cometen siempre los mismos errores, el mundo muere y se regenera por la fuerza de los dioses, y se sentía terriblemente sola. A ella le gustaba pasear por los bosques, vivir en paz y armonía con el mundo, sin guerras o conflictos. Pero no había encontrado a nadie que tuviera esas mismas metas; entre unos que eran las reencarnaciones de los conceptos de guerra, fuerzas destructivas de la naturaleza, unido a su propio carácter inestable y destructivo, no encajaba en ese mundo al que pertenecía. Por ello decidió vivir fuera del Olimpo.

Tampoco le gustaban los hombres. Le parecían los seres de la creación más bipolares y engañosos que podían existir. Amables, sinceros y buenos de corazón, a su vez podían ser viles y rastreros, causando el dolor y el sufrimiento a sus semejantes, con una sangre fría que la sorprendía y la horrorizaba. A pesar de ello, sentía mucha curiosidad por ellos, puesto que en ocasiones llegaban a impresionarla con las obras que realizaban: escritos donde, mediante las letras, eran capaces de que nacieran los más íntimos y variados sentimientos en una persona; el arte en la arquitectura, pintura y escultura, producidas en honor a los dioses como intento de acercarse a su perfección, esforzándose por alcanzar el cielo donde ellos creían, y en cierta manera era cierto, vivían los dioses. Largas tardes se entretenía leyendo y contemplando sus obras, siempre al abrigo de las miradas de los humanos, pues no era recomendable que vieran las figuras de sus divinidades.

Hoy va a ser un día caluroso, se decía, pero con el frescor del agua y la sombra de estos árboles puedo quedarme aquí todo el día. Y dicho eso se tumbó ligeramente en la hierba, tomando en sus manos varias flores, que arrancó con delicadeza, admirando su color y belleza. Entonces se le ocurrió una idea: podría hacer coronas de flores para matar el tiempo, pues en unas horas tenía que subir al Olimpo a una de las muchas reuniones convocadas por su padre, el gran Zeus, se sentó y comenzó con su labor. Cuando terminó la primera sintió una presencia detrás de ella, y se giró. En ese momento había aparecido su hermana, Atenea.

-Suponía que ibas a estar aquí, Perséfone – respondió la diosa de la sabiduría y la astucia guerrera, Atenea.

-Bueno, no me gusta la residencia del Olimpo, ni tampoco la presencia de humanos, así que este es el mejor lugar para mí –contestó la joven diosa-.

-Tu madre te estaba buscando. Debía de ser importante.

-Solo me busca para tenerme controlada. Odio que esté detrás de mí todo el rato.

-Las madres son así, siempre se preocupan por sus hijas y para ellas la edad no importa: siempre serás su hija, eso es lo importante.

-Pues qué bien –dijo Perséfone con un tono entre cansancio y enfado-.

-Atenea sonrió- no te enfades con ella, si se preocupa es porque te quiere. –dicho eso, se acercó a ella y se sentó a su lado-, ¿qué haces?

-Unas coronas de flores, para matar el tiempo antes de la reunión. ¿Quieres ayudarme?

-Por supuesto.

Las dos diosas se pusieron manos a la obra. Perséfone, sin poder evitarlo, se quedó mirando fijamente a Atenea. Era una diosa muy hermosa: cabello largo que caía casi hasta los tobillos, de un color morado claro muy hermoso; un vestido blanco con un elaborado pectoral de oro, propio de su condición como diosa de la guerra; y unos ojos claros y del mismo color que el cielo que se encontraba sobre sus cabezas.

Atenea, dándose cuenta de la atenta mirada de Perséfone la preguntó -¿Pasa algo?

-No nada –sonrojándose ligeramente Perséfone-, es que estaba pensando… que eres muy hermosa, y que en parte tengo envidia…

-¿Envidia? –en ese momento, Atenea empezó a reír inocentemente-, no deberías tenerla, porque no tienes nada que envidiarme.

En ese momento, se levantó e hizo que Perséfone se levantara. Entonces, tomando la corona de flores más bonita que habían hecho, se la colocó en la cabeza.

-Nunca digas que no eres bella, Perséfone, porque eres una de las diosas más hermosas del Olimpo. Por algo encarnas la primavera, la estación más bella del año, ¿no?

-Gracias, Atenea, pero tampoco me veo tan hermosa. Digamos que soy normalita, pero así soy feliz.

En ese momento, se separó de Atenea y comenzó a cantar. La canción que entonaba era hermosa y suave. Con ella, empezó a su vez a bailar, con una danza propia de las ninfas de los bosques, con una cara llena de felicidad. Atenea la miraba contenta, viendo como la joven diosa era pura y amaba las cosas sencillas, más o menos como ella. Si amara a los humanos como yo… se decía Atenea, la diría que viniera al Santuario conmigo. Pero sé que a ella le gusta la soledad de los bosques, no por nada es una diosa de la naturaleza, como su madre.

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