miércoles, 1 de enero de 2014

La razón de mi existencia


Soy un escritor consagrado, he dedicado toda mi vida a mi madre Literatura, le he dado los más hermosos y perfectos nietos que puede llegar a imaginar, mis queridos hijos han causado placer en gentes de todo el mundo. Mi fama es mundial, todo el mundo me conoce, soy reconocido en todo el globo terráqueo, no hay nadie que no me conozca, o al menos muy pocas personas. He dedicado toda mi vida a esto, horas y horas, días enteros, encerrado en mi casa, rodeado de diccionarios, libros para informarme, para ser más preciso en mi trabajo, para llegar a la perfección. Vaya... cuántos días me quedé atascado en un pasaje, tachando una y otra y otra vez, mi cabeza bloqueada, mis nervios a flor de piel, porque mi nuevo retoño no era "perfecto". "Debo buscar y encontrar la perfección, es lo que se espera de mí", me decía a mí mismo, era mi credo, mi pan de cada día. Me repetía incesantemente que si no era perfecto, todos acabarían dándome la espalda, ya no sería el modelo a seguir, ya no sería nada. La fama conlleva una carga muy pesada, mantenerte en las alturas del éxito es agotador, y he tenido que sacrificar demasiado.

¡Cuántas noches en mi fría cama, llorando! ¡Cuántos días sin sentir la brisa en mi rostro, mis cabellos ondulando al viento, entablar una conversación con seres iguales que yo! Estoy solo, rodeado de libros, de mis queridos hijos, con los que no puedo hablar, solo enfrascarme en su lectura para evadirme del mundo. Se siente uno tan bien... parece que estás en una mecedora, mientras alguien te canta una agradable canción, y cierro mis ojos para dejarme llevar por ese dulce sonido, como si volviera a mi infancia, al regazo de mi madre... sí que uno se siente bien. Pero, al abrir los ojos de nuevo, vuelvo a la triste realidad: un apartamento enorme, solo para mí, sin nadie que me haga compañía. Recuerdo a mi querida Sara, una amiga de la infancia en la que surgió la chispa del amor, y con el pasar de los años hasta llegamos a plantearnos vivir juntos. Yo me negaba, no quería que estuviera allí cuando algo no se salía bien, no quería que viera la "bestia" que se escondía tras mi rostro afable. Pero no podía decirla que no, o sospecharía cosas peores como infidelidad y todo lo que pasa por la cabeza de una mujer.

Solo una noche, y todo se torció. Estaba en mi estudio, escribiendo, inspirado por las ideas que surcaban mi mente sin cesar, estaba extasiado por el torrente de imaginación, estaba a punto de acabar el capítulo... pero tuvieron que interrumpirme. Eso no se puede hacer, nadie tiene el "derecho" de interrumpir mis pensamientos, soy un genio creativo, romper mi hilo supone otro día intentando buscar de nuevo la inspiración. La bestia, por desgracia, salió. No recuerdo mucho lo que pasó, solo que a la mañana siguiente estaba acostado, en mi cama, y a mi lado un cuerpo ensangrentado y sin vida, el de aquella persona con la que había compartido tantas cosas. Mis ojos se llenaros de lágrimas, mi cabeza era un mar de confusión, no podía creer lo que estaba ante mis ojos. El miedo se apoderó de mí, una vocecita me decía que era todo su culpa, que me interrumpió cuando estaba en mi momento de "creación", y que ese era el castigo por interponerse en mi trabajo. Ella nunca entendió por qué escribía, quería que lo dejara, quería que solo pensara en ella; sí, eso era, ella era la culpable por meterse donde no la llamaban. Quería mi fama, mi dinero, mi éxito... las mujeres son así, y ella no era una excepción.

Los días pasaban, y cada vez tenía menos noción del tiempo. Solo me imponía un deber: realizar mi trabajo, hacer aquello que se esperaba de mí, porque la gente no me conocía por otra cosa, porque si no era así defraudaría. Me imaginaba sus caras de decepción, sus cuchicheos llenos de veneno, sus miradas burlonas ante alguien que estaba acabado. No, me negaba a ello, no podía acabar así. Tanto sacrificio, tanto esfuerzo... ¿para nada? No podía quedarme de brazos cruzados. 

Escribía cada día, si de noche me despertaba con una nueva idea, no la apuntaba e iba a dormirme, a sumergirme en el mundo de Morfeo, sino que me levantaba y me ponía a escribir, raudo y veloz, sintiendo cómo los pensamientos se traspasaban de mi mente al papel. Un brillo de admiración aparecía en mis ojos, me sentía "orgulloso" de mi obra, veía cómo iba tomando forma y sentido. Pero a la mañana siguiente... era todo lo contrario. Leía lo que había escrito, y me daban arcada. ¿Cómo he podido yo, escritor consagrado, realizar tamaña porquería? Si los grandes escritores del pasado leyeran eso, se reirían en mi cara, me dirían que no soy digno de nuestra madre común Literatura, que lloraría ante un nieto tan imperfecto. Arrugaba las hojas, las echaba en la papelera, mientras mis dientes rechinaban de rabia. "Imperfecto, imperfecto, imperfecto, imperfecto..." todo lo que me rodeaba era imperfecto, apestaba a imperfección. Claro, ahí estaba el problema, ¿cómo demonios voy a crear algo magnífico si todo lo que me rodeaba era lo contrario? ¿Cómo podía tener inspiración? 

Tiré todos los muebles, todas las plantas, todas las habitaciones quedaron vacías, todas las paredes quedaron lisas y perfectas. No había objetos mundanos que me distrajeran, no había nada que me causara esa imperfección que me perseguía. Ya estaba todo preparado para lo que yo había titulado como "mi mayor obra", la que me llevaría directo a la cumbre de los escritores, a la cima, donde se encontraban los mejores, los venerados hijos predilectos de Literatura... y yo formaría parte de ese selecto grupo, lo sentía en mis entrañas, todo estaba dispuesto para ello. Pero tenía que sacrificar muchas cosas, por un bien mayor, pero sacrificar al fin y al cabo. Ya no existían amigos, ni familiares, ni mujeres, ni nada; solo mi papel, mi ordenador, y mis queridos libros. Ellos nunca me traicionarían, ni tampoco me engañarían, son los amigos más fieles que un ser vivo con inteligencia puede tener. 

De vez en cuando venía la policía, pues decían que habían encontrado el cuerpo sin vida de mi compañera sentimental en el río, en una zona de acumulación de barro y restos, con el cuerpo lleno de golpes y en muy mal estado. Me dieron sus más sinceras disculpas, y me preguntaron muchas cosas, que yo ya había previsto e imaginado las respuestas -¿o acaso no soy un escritor y tengo imaginación?-. No volvieron a llamarme, ni tampoco a visitarme, y no pude ver su preocupación en sus ojos, porque vieran mi casa completamente vacía. "Es una nueva moda entre los escritores", les decía, "y no puedo resistirme a la moda". Debo decir que me sentía estúpido mientras lo decía, pero era el papel que tenía que hacer. No iba a descansar hasta ver terminado mi objetivo. Cumpleaños, días importantes, ya nada me importaba; corté el teléfono, no quería interrupciones, además ahorraba en gastos. Usaba velas, algo mucho más sencillo y práctico, más acorde con la atmósfera de inspiración que quería.

Mis mejores amigos, aquellos con los que compartía extensas charlas literarias, acudían al principio en masa a llevarme de bares, a charlas conmigo, a sacarme de ese hermetismo en el que me encontraba. Pero desde que les chillé alegando que lo único que querían era sacarme de mi entorno de trabajo, que sentían envidia hacia mi nuevo libro y mi talento, y por ello querían sacarme de allí. Estaba claro lo que pretendían, estaba todo tan claro como el agua. Lleno de rabia, comencé a lanzarles puñetazos y patadas, salía espuma de mi boca, estaba rabioso ante la cruel situación que se presentaba a mis ojos: traicionado por mis propios amigos, aquellos a los que habría dado mi vida si era necesario, y me lo pagaban de esa forma. Desagradecidos, traidores, calaña, desvergonzados... no tenía palabras suficientes para describirlos. Cerré la puerta con fuerza, les dejé bien claro que no quería su visita, no quería verlos y mucho menos hablar con ellos, por lo que ya no sé qué es de ellos. Ni me importa.

En el cálido silencio, donde solo se escucha mi respiración acompasada, estoy terminando los últimos retoques a mi libro. Es mi obra maestra, la más perfecta e impoluta que haya leído jamás, siendo además humilde conmigo mismo. De vez en cuando, escucho un grito lejano, o más cercano, pero las paredes lo detienen bastante bien. Estoy con mi libro, con mi hijo más predilecto, siendo todos los demás pálidas imitaciones suyas, meros hermanos que no son más que ensayos de lo que sería el final más apoteósico de todos, más sublime. Me sentía como Virgilio cuando terminó su Eneida, solo que no quiero quemar mi obra, no, claro que no, sino que todos puedan leer con agrado y admiración mi trabajo. Yo, con toda mi buena intención, llevé el libro original a mi editor, persona en la que más confiaba y lo consideraba con buen criterio. Vi su cara de insatisfacción, de cómo leía los primeros capítulos y dejaba el libro de lado, mientras chasqueaba la lengua contra sus labios y esbozaba una sonrisa de nerviosismo. "Esperaba más de ti, la verdad", me decía, "verás, las modas cambian, y este libro... no va a enganchar a un sector amplio de población. Buscamos algo más sencillo, más acorde con el público que hay, y no podemos permitirnos pérdidas, ¿entiendes? Ya tu último libro causó pérdidas a la editorial, y no voy a permitirlo de nuevo. Lo siento". 

¿De verdad lo sintió? ¿De verdad me decía eso con el corazón en el pecho? Lo dudo mucho. Lo que yo no sentí fue clavar su abrecartas en su pecho, sentir cómo su sangre emanaba de la herida a borbotones, y ver cómo su alma se alejaba rápidamente de su cuerpo. Podría haberme marchado de allí sin más, pero no había forma de salvarme de aquello, por muy bueno que fuera mintiendo. En el juicio me diagnosticaron locura irrefrenable, y que tenían que encerrarme en un manicomio casi de por vida, porque no veían ningún arreglo a mi cabeza. Pero yo sigo sin ver lo que he hecho mal, porque simplemente estaba defendiendo a mi hijo, es si eso homicidio involuntario, pero nada más. ¿Acaso una madre hace todo lo que esté en su mano para proteger a sus hijos? Yo soy como una madre, no puedo evitar proteger lo que tanto amo. Y, en todo caso, es su culpa. ¿Quién les manda entrometerse en mi trabajo, en mi camino a la cumbre? ¿Por qué tienen que hacerme daño, cuando yo no lo he hecho? Me obligan a ello, y yo no puedo evitarlo, me obligan a ello, me obligan a ello...

Pero no pasa nada, estoy con mi querido hijo, y si estoy con él siento que nada malo me puede pasar. Estoy encerrado en esta jaula de paredes acolchadas, pero no me importa; todos me consideran un asesino y me dan la espalda, no me importa; mis amigos y familiares no quieren oír ni siquiera mi nombre, no me importa. ¿Qué más me da ya, cuando tengo en mis manos este libro que es la razón de mi existencia?

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