sábado, 18 de enero de 2014

I. Primeros encuentros


¡Cuán pesado resulta a veces reprimir tus sentimientos, esconderlos en tu corazón, porque a nadie puedes decírselo!

Hoy he conocido a una mujer... la más hermosa criatura de Dios que haya visto, de una mirada tan tierna, de unos brazos tan delicados y blanquecinos, de unos cabellos tan ligeros que caían en cascada sobre sus hombros, alcanzado sus senos, tan perfectamente colocados en su cuerpo. Sí, es cierto que no es adecuado para un caballero fijarse en semejante parte, pero no pude evitarlo, porque su cuerpo era bello, igual al de una escultura griega, obra de los Grandes del pasado, como una Afrodita recién sacada del taller de Praxíteles, con sus formas sinuosas tapadas por ropajes tan bellos como su persona, pliegues que insinúan sus curvas femeninas, provocando la misma pasión que ver un cuerpo desnudo, como el relato del joven que, al ver la hermosa Afrodita de Praxíteles, no pudo refrenar su deseo para con la diosa; mi corazón se excita solo de pensar en ella, solo de imaginarme su aroma, solo de imaginar que puedo estar con ella, disfrutar de su melodiosa voz, de sus curiosos ojos azulados, que se clavan en los míos, con una mezcla de la ternura más inmensa y del amor más inocente. Su sonrisa es capaz de resucitar a un muerto, podría jurarlo sin perder un ápice de mi dignidad ni del valor de mi palabra.


El encuentro fue maravilloso, parecía que la Fortuna y el mismísimo Dios me habían sonreído. Estaba caminando cerca de las orillas del Manzanares, donde se encontraba el lavadero del populacho -el olor a jabón, las mujeres charlando, los chamizos de madera y otros materiales pobres con ventanas sucias, todo eso había desaparecido en favor de la serenidad de la noche-, pensando en mis cosas, lleno de rabia porque mis padres querían comprometerme con una doncella de alta cuna, de nombre Alejandra, que era la persona más desagradable en este mundo: ante mis padres, o cualquiera, era la persona más encantadora, cándida, decorosa, educada en las más exquisitas escuelas donde acudían los nobles madrileños... pero todo eso se evaporaba en la vida privada, pues era una mujer pérfida, que solo buscaba el dinero, que cuchicheaba de todo y todos, no le importaba crear un rumor verdadero o falso, era una aprovechada y no pensaba en los sentimientos de los demás, salvo en los suyos propios. Una sonrisa ponozoña, que cautivaba a todos los jóvenes... menos a mí. Quizá por eso, y porque pertenecía a una de las familias más acaudaladas, fueron los motivos por los que ella me escogió como su objetivo. Convenció a sus padres de casarnos, de unir las casas, de tal forma que dos de las familias más poderosas y prestigiosas de la castiza ciudad estarían en comunión, serían imparables. Y los padres, cuyos ojos también relucen por la codicia -así salió luego su hija-, que no dudaron en proponerlo, y mis padres en aceptarlo. Quería ir a estos parajes tan desolados por la noche, algo encharcados y llenos de naturaleza salvaje, porque jamás se imaginarían que podría ir a pensar a un lugar tan "pobre y resquicio del populacho", como decían ellos. El Palacio Real lo tenía a mis espaldas, me acerqué al puente de piedra, alzado en medio de la luz de la luna, posé mi mano en él, su superficie gélida y rugosa, mientras alzaba mis ojos a la luna, suplicante, mientras los recuerdos de hace unas horas se agolpaban en mi mente.

Acababa de salir de una reunión con mis padres, donde me anunciaron hasta la fecha de la boda. Me inundó una rabia inusitada, les recriminé que decidieran sobre mi propio futuro, mío y solo mío, además de escoger a una de las personas más desagradables para tener como esposa, no la quería, no iba a ser mi esposa... mi madre casi se desmayó por la forma en la que lo dije, mi padre montó en cólera y me amenazó con desheredarme si no cumplía con su decisión; "somos tus padres", dijo, "y sabemos lo que te conviene. Y por ello, acatarás nuestras órdenes". Salí con paso rápido, cada zancada era una transmisión de la rabia que fluía en mi interior, no podía pensar en otra cosa salvo en la mirada altiva y amenazante de mi padre, los llantos de mi madre, y mis gritos intentando librarme de ese horrible destino al que me estaban, literalmente, echando encima sin mi consentimiento. Cuando bajé mis ojos de nuevo... la vi por primera vez. Una figura recortándose entre los rayos de la luna, una figura ataviada con un sencillo vestido negro, que caía en capas ondulantes, de encaje, moviéndose un poco a merced del viento; sus cabellos, claros como los rayos del sol, caían en bucles dorados, perfectamente peinados; de sus manos podía verse que llevaba unos guantes cortos, de encaje, negros y suaves, que no dejaban ver su piel de porcelana; cuando giró y me dirigió sus ojos, casi me desmayo por ellos, pues eran tan claros, como las puras aguas de un manantial, tan encantadores, cándidos, interrogantes... podría hechizar a cualquier ser vivo con ellos.

Me acerqué a ella, las palabras se agolpaban en mi boca, mi corazón, desbocado, mi mirada no podía dirigirse a ningún otro sitio. Ella acaparaba toda mi atención, era tan hermosa, un cisne en medio de simples aves, una diosa en medio de mediocres humanos. 

- Es extraño encontrar a una dama tan bella en un lugar como este -dije, mientras realizaba una profunda reverencia como saludo-. Espero que no os moleste mi compañía, pero no creo que sea propio de un caballero dejar a una dama andar sola por aquí.

-Os lo agradezco. Suelo venir aquí para calmar mi mente, ver el reflejo de la luna hace que mi cuerpo... digamos que esté en paz -e hizo una delicada reverencia, tomando con sus finos dedos la tela de la falda de su vestido, inclinando la cabeza, dejando que sus rizos de oro cayeran por delante de su rostro-. Veo que sois un buen caballero, os agradeceré inmensamente vuestra compañía.

Así comenzamos a hablar, y cada palabra que expresaba con sus labios carnosos y perfectos era melodía celestial. Estaba bastante versada en artes, literatura y música; podía hablarte de las obras de los antiguos griegos, alabando su don de "insuflar vida a sus obras", como el estremecedor Réquiem de Mozart, al que ella catalogaba de "música que conmueve el alma". Era culta, educada, bella; sencillamente perfecta. No se podía pedir más en una mujer. Y, analizándola, por sus ademanes tendría que pertenecer a una casa de alta alcurnia, pues una simple campesina adinerada no podía poseer unas maneras tan delicadas y cuidadas, así como una piel tan blanca como el mármol de las esculturas del Vaticano. Pasó el tiempo, no sé si una hora, dos, las que fueran, yo solo me perdía en su voz y en sus ojos... De repente, su semblante cambió como la llegada de una tormenta de verano, tan rápido y sin previo aviso. De forma atropellada, comenzó a excusarse, decía que tenía que marcharse rápidamente, no podía entretenerse más. Se despidió apresuradamente, una ligera reverencia, mientras yo la imploraba que no se marchara. Ella no iba a echarse atrás, tenía la intención de marcharse, y entonces yo la pregunté "¿cuándo podré verte de nuevo?". Ella, con la ansiedad en sus ojos, simplemente respondió, "siempre que haya luna llena, me verás aquí". Y dicho eso, se marchó corriendo, con sus pliegues ondulando en el espacio, sus zapatos resonando en el silencio de la noche... como una ilusión que se desvanece de la imaginación.

La pasión que sentía por ella iba en aumento, cada día que pasaba sin verla, sin oírla, y sin aspirar su aroma era un tormento para mí; contaba las horas, minutos y segundos, mientras mi ánimo cuando no la veía se apagaba, se resentía. Me mostraba más apático, como si no prestara atención a lo que me rodeaba; prestaba menos atención que nunca a mi "prometida", pues no me importaba en absoluto: no podía compararse con mi verdadera amada, la perfección hecha carne y hueso; pero ella sentía que su orgullo estaba siendo ultrajado, porque yo no suspiraba por su amor, sino por el de otra mujer, su rival. No es que yo la gustara ni mucho menos, solo ocurría que "ella" tenía que ser el centro de atención, y si no lo era, nadie podía robarla protagonismo. Por eso, intentó sacarme la información que ella buscaba: pero nada consiguió, solo me arrancó más suspiros de amor, más odio se alojó en su corazón, más deseos de destruir a esa persona que rivalizaba con ella en belleza. Cuando el odio y el orgullo se alojan en el pecho de una mujer, sus ojos quedan cegados, y no hay nada que se pueda hacer, se dejan llevar por sus sentimientos, y no se detienen hasta eliminar a su objetivo, el motivo de todo lo que las pasa -según ellas-. 

Por fin, después de un tiempo que le resultó casi insoportable, volvió a verla de nuevo, tan radiante como la primera vez que la vio. La luna ejercía un especial efecto sobre la pálida figura de la mujer, ataviada exactamente de la misma manera. Estaba tan hermosa, que no le importaba ese detalle, es más, pensó que sería una mujer austera que no derrochaba el dinero en caras telas, sino que era de gustos más sencillos y "anclados en el pasado", como se decía a sí mismo. Eso también le provocaba un deseo mayor de conocerla más a fondo, era diferente a las demás damas que había conocido, esa aureola de misterio que la rodeaba le atraía cada vez más, como los marineros hacia los cantos de las sirenas. Sin embargo, el motivo de su embelesamiento no era nocivo, ni perjudicial: estaba atraído por un verdadero ángel, por un ser divino, fruto de Dios, ¿qué mal podía causarle un ser con tal gracia, sino los mejores y más grandes beneficios para su cuerpo impuro e imperfecto? Solo esperaba ser lo suficiente para aquella mujer, pues estaba locamente enamorado de ella, había sido un flechazo instantáneo. Cupido había enarbolado su arco, lo había tensado, y había disparado la flecha fatal a su corazón; solo esperaba que el sentimiento fuera recíproco, y no se convirtieran él en un Apolo, y ella en una Dafnis. 

La conversación de la segunda noche fue mucho más amplia, además ella me recibió con una sonrisa amplia, sincera, como si de verdad me estuviera esperando. Al menos, eso interpretó mi corazón, pero no hay que creer a un enamorado, donde ve cosas en las más sencillas acciones, sus sentidos se turban por el torrente de los sentimientos que emanan del corazón. 

- He tardado mucho en verte -dije, casi sin pensar-, solo he pensado en ti. 

-Tus palabras me halagan en demasía -dijo la muchacha, que hasta se ruborizaron algo sus mejillas-. No las merezco. 

-¿Dónde vivís? Nunca os había visto. Me acordaría, de eso no tengo duda -y sonreí-.

-No creo que queráis saber dónde vivo -respondió con un tono severo, frío, casi de ultratumba, que generó un escalofrío que recorrió mi espalda, desde la nuca hasta las caderas-. No es un lugar agradable.

- Una dama como vos no puede salir de un lugar tan terrible -dije para quitar algo de tensión en la conversación-, pero si no queréis decirme nada, no insistiré. Hablemos de otra cosa... -y metió su mano en la chaqueta de terciopelo que llevaba, para sacar un paquete cuidadosamente envuelto-. Os he traído un pequeño detalle, sin compromiso; solo quiero ser un buen galán.

-Oh... -llevó su delicada mano derecha, cubierta con un guante blanco, para tapar su boca. No podía esconder su sorpresa, y también alegría, no se lo esperaba en absoluto-. Apenas me conocéis... ¿de verdad queréis regalarme algo? No sé qué decir...

-Solo aceptadlo, por favor -y se lo tendió. Ella lo tomó entre sus manos, se quedó mirándolo durante unos segundos, mientras sus mejillas seguían encendidas y una sonrisa se esbozaba en su rostro. Despacio, tranquilamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo, y lo que vio la sorprendió muchísimo más... era un manuscrito, de tapa de cuero con letras doradas, donde se podía leer perfectamente en un latín sin mácula: "Epistulae ad Atticum", de Marco Tulio Cicerón -. Espero que os guste. Me hablasteis de esta obra con tanto fervor, es la favorita de vuestro padre, y me pareció que deberíais tener alguna copia más. Para que no tengáis que pedírsela a vuestro padre -.

-No sé qué decir... es un regalo maravilloso -incluso alguna lágrima cayó por sus labios-. Nadie se había comportado así conmigo. 

-Entonces no habéis conocido a muchos caballeros en vuestra vida, me parece a mí. 

-No, a ninguno en verdad.

Siguieron la conversación, ella le habló del libro con mayor fervor que el otro día, ojeando páginas, explicando todos aquellos puntos que la apasionaban, la candidez de las cartas de Cicerón, los problemas de la época -pues descubrí que dominaba a la perfección la historia clásica-, y bebí de sus palabras, como si fuera mi instructora. Entonces, de nuevo, la sombra del terror cruzó sus ojos cristalinos; su voz se apagó, el libro tembló de sus manos, y miró nerviosamente a la luna, que estaba describiendo su camino hacia su descanso, dando paso poco a poco al día. Ella se alarmó, como la otra noche, y empezó a disculparse atropelladamente, cerrando el libro y haciendo el ademán de marcharse. Yo la retuve tocando su brazo, tan suave y tan blanquecino, que me pareció un sacrilegio haber hecho ese movimiento. 

- Esperad. Al menos, me gustaría saber vuestro nombre. Yo me llano Juan, Juan Arias Dávila, pertenezco a una de las familias nobles de esta ciudad que conocemos por Madrid. ¿Cuál es vuestro nombre? Solo os pido eso antes de partir.

-Me... -miró a la luna, impaciente, meditando sobre si decirlo o no-. Llámame Selene, solo Selene.

-De acuerdo. Adiós Selene. ¿Volveré a verte en la siguiente luna llena?

-Sí, por supuesto.

Rápidamente partió, envolviéndose en la oscuridad del lugar. Era tan misteriosa, tan hermosa, tan atrayente... entonces, varias cosas pasaron por mi mente: "¿dónde vivirá?. Por allí no hay luces, no parece que haya casas o algún lugar habitable... ¿acaso es una de las descendientes de las familias "caídas en la desgracia" que había en Madrid?" Puede que fuera así, o no, y una idea cruzó por su mente, como un relámpago, pero que lo meditó como una muy buena idea: cuando la viera de nuevo, seguiría sigilosamente su rastro, para ver dónde vivía realmente, porque suponía que no se lo iba a contar; si se había planteado decir su nombre o no -además sin el apellido característico para conocer su linaje-, menos iba a contarle su hogar, y aún menos si lo unimos a que soy prácticamente desconocido para ella. Suspiró, mientras observó la luna, aportando sus últimos pálidos rayos a la superficie terrestre. 

¿Por qué, oh luna, mi amada esconde su bello rostro a los rayos del sol? ¿Por qué, oh luna, solo se muestra ante tu presencia? Ojalá pudieras contestarme, pero permaneces muda e impasible, conocedora de las respuestas a todas mis dudas, pero orgullosa te callas y me dejas consumirme en la incertidumbre. Pero no debo resignarme, lucharé por mi amor, y comenzaré mi investigación, nada ni nadie me podrán retener en mi empresa.


   

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