El Olimpo, la
residencia de los dioses. Un lugar al que los mortales no podían ni
siquiera imaginar, ni mucho menos alcanzar, reservado para los seres
inmortales, las divinidades. Rodeado de nubes, en la cumbre de esta
montaña se encontraban las sus residencias, con unas construcciones
sencillas pero espectaculares, pues daba la sensación de que las
edificaciones levitaban directamente en los cielos, suspendidas en el
aire. Todas ellas poseían patios porticados, con numerosos jardines,
fuentes de aguas cristalinas, plantas desconocidas para los humanos que
se reservaban para el disfrute de los inmortales, calles impolutas y
enlosadas de mármol, tan pulidas que se podían ver los reflejos de los
viandantes. Todas las residencias se encontraban articuladas en base a
la sala central, donde se guardan las sillas de los 12 dioses más
importantes, los olímpicos, dispuestas en círculo rodeando una
representación del mundo mortal. Sentados en sus aposentos, los dioses
omnipresentes podían ver cualquier obra que se realizara en la tierra,
además de enviar, con un simple movimiento de la mano, las plagas o las
mejoras a la vida de los mortales. Perséfone no era una diosa mayor, por
lo que no tenía trono propio en ese espacio, pero su madre sí que era
una de las diosas más importantes, y por ello estaba allí.