miércoles, 23 de julio de 2014

II. El castillo de Somlya

El castillo de Somlya poseía una fama no menor a la gente que lo habitó: Catalina Teledgy, esposa del fiel sirviente a la corona húngara Esteban Bàthory, había sido una mujer que profesó un amor sincero y sencillo por su marido, pues los dos, a pesar de las riquezas que ostentaban como aristócratas de una de las familias más importantes, no lo demostraban en absoluto. Ella era conocida, ante todo, por su gusto sencillo en joyas y vestidos, llevando trajes que no eran muy suntuosos y caros, pero igualmente hermosos, pues en su juventud había sido conocida por su explosiva belleza. Ahora su rostro estaba surcado por arrugas, sus cabellos habían pasado del castaño oscuro al blanco, pero sus ojos azules seguían emanando esa seguridad y esa vitalidad que antaño pegaba más con su cuerpo. Sus decisiones eran tomadas al pie de la letra, pues era clara y no dejaba nunca nada en el tintero -como dicen-, y todos la obedecían sin rechistar, nadie se atrevía a contradecirla por esa voz tan autoritaria y ese genio característico de su familia. Muchos chismosos decían que en realidad mi abuela era la que llevaba los asuntos en el castillo, y de ser así ¿qué problema había en ello? ¿Acaso una mujer no puede ser tanto o mejor administradora que el varón? De todas formas, es cierto que era una imagen de lo más atípica, y en el fondo una mentira, pues mi abuelo también tenía carácter y no dejaba a mi abuela meterse en asuntos que no la competían -y que ella, estaban seguros, no querría entrometerse en los asuntos de su marido-.



El anciano Esteban Bàthory, que había servido fielmente a la corona y fue incluso voivoda de la región de Transilvania para que esta zona fuera mejor controlada por el rey húngaro, hizo que alcanzara una fama en la Corte y entre los habitantes de esa escarpada región más que buena, siendo como una especie de noble perfecto, como lo sería su hijo mayor Esteban, piadoso con la religión y muy vengativo en cuestión de los enemigos para con la corona. No vivió para ver su descendencia, pero seguramente se sentiría orgulloso de ella, pues prácticamente todos eran personas respetables en el reino y aunque había habladurías de ellos -como todos los nobles y aristócratas que se precien-, pesaba más el honor íntegro que poseían. El anciano Esteban -para diferenciarlo de su joven hijo- era un hombre chapado en las más antiguas y tradicionales costumbres, que no admitía muchas novedades en su vida, y que por esa integridad y estar anclado en el pasado, fue uno de los favoritos del monarca -al que le convenía, claramente, mantener las cosas "como siempre habían estado"-. Su rostro siempre era severo, y no admitía más de las visitas requeridas en el castillo, pues consideraba a aquellos que vivían en la ciudad como hombres pervertidos por nuevas costumbres.

En medio de los más que típicos bosques y montañas transilvanas, donde el verde y el transparente caudal de agua llena la región, se encontraba altanero como su dueño el castillo, construido por familiares muy lejanos, como zona de descanso y residencia de todo aquel que llevara en su sangre los genes de los Bàthory -deseo expreso del último y difunto dueño -. Las cúspides de sus almenas parecían desafiar al mismísimo cielo, la piedra se podía ver por todas las zonas de la construcción, junto a la madera, dispuesto en una elevado risco para que, de haber una invasión o ataque enemigo, la llegada al mismo fuera más dura y no pudieran causar algún ataque sorpresa -aunque, de broma, mi padre decía que mis antepasados, como nosotros, no aguantábamos muy bien las visitas y por ello buscamos zonas tranquilas donde residir-. La verdad es que esto último pegaba muy bien con el carácter de mis abuelos, que no soportaba las visitas más de lo necesario, y que vivían con cierto desprecio hacia el mundo exterior, cosa que no entendíamos por la buena reputación que ostentaban en la región. Todos los campos que se extendían bajo el castillo les pertenecían también, donde pastaban sus ganados y vivían unos poblados de campesinos que servían a su señor arando las tierras y cuidando los animales. Sus cabañas, pues no se puede emplear otro nombre, eran de madera con techumbre de paja, algún que otro tenía suerte y podía poner en su casa unos sillares de piedra como zócalo, pero muy pocos podían permitirse eso -habían ahorrado toda su vida o mi abuelo como premio de su trabajo se lo había concedido-. Eran harapientos, sucios, siempre estaban cubiertos de barro, y llevaban las mismas ropas hechas con trapos. Para Elizabeth, que jamás en su corta edad había visto un campesino, la  dio una impresión de... repugnancia, de que ojalá todos ellos se murieran. No pena, ni compasión, sino simple asco. Una idea bastante aristocrática también.

Pero aquella anciana mujer murió sola, en una habitación de palacio, de forma apacible, como si hubiera entrado en un profundo sueño del que no despertaría ya nunca más. La lloraron todos, aunque con la edad se había vuelto cada vez más tacaña y huraña, pero se la quería igual por todo el bien que había hecho. De esta forma el castillo pasó a Esteban, hermano mayor de Jorge, que vivía como un auténtico soldado, fiel como su padre a la corona, y que aspiraba muy alto por su coraje en la batalla y su firme lealtad hacia el rey. Su fama le precedía en todas las regiones de Transilvania, era querido y envidiado a la vez, el pueblo lo veía como una reencarnación de San Jorge, temible con la espada y piadoso cristiano. Aunque los dos hermanos no se llevaran muy bien -pues Esteban era todo músculo y Jorge más bien se había acercado más al saber-, eran hermanos de sangre y cuando se veían no podían evitar sonreír y darse una cálida y fraternal palmada en la espalda; cuando Esteban recibió la carta de su hermano con lo sucedido, su curtido corazón de guerrero se apiadó de la muchacha, y de su hermano, que tenía que vivir con su amada esposa presa de la enfermedad y a su joven hija arrancada por obligación de la calidez del hogar. Por ello no se negó a recibir a su sobrina, pues eran familia, y el honor de cuidar de sus familiares pesaba más que cualquier otra cosa. Sería un duro guerrero, pero hasta los más aguerridos tienen su corazón, y su hermano Jorge supo alcanzar esa fibra sensible de su interior.

El trayecto duró una semana, pues a pesar de ir en una calesa tirada por caballos transilvanos ejercitados para ser rápidos y resistentes, los caminos por los que tenían que transitar eran de tierra, sinuosos, estrechos, y no era para nada recomendable viajar por los bosques en la noche, pues los bandidos y los animales salvajes eran peligrosos por igual. Ella iba con una de sus nodrizas, de nombre Sofía, la que más quería de todas las nodrizas y criadas que había tenido en la casa, a la que en algunas ocasiones incluso llamaba "mamá", pues la trataba más como una madre que aquella que la dio a luz, tristemente. Sofía era una mujer ya entrada en años, con alguna que otra cana, con arrugas en la faz y piel morena por el sol -la diferencia crucial entre una mujer de la nobleza y otra que no lo era-, con brazos fuertes por el trabajo en el campo y manos algo ásperas, pero que trataban de ser lo más cuidadosas posible. Era sencilla, con ese toque de sinceridad propio de las clases bajas, acrecentado por su edad, pues cuanto mayor eres menos pelos tienes en la lengua, pues ¿para qué cuidarse si ya uno tiene el pie en la tumba? Era lo que siempre decía a la joven Elizabeth, y que escandalizaba a su padre. Pero, a pesar de todo, había sido elegida por la niña para estar en ese castillo alejado de todo lo que ella conocía, por lo que el buen Jorge no podía haberla dicho que no podía llevar a Sofía consigo. Además, sabía muchos juegos e historias -que contó a sus hijos y nietos-, por lo que al final resultaba ser la candidata más idónea para entretener a la joven dama. 

Cuando llegaron a la entrada del castillo, solo había unos cuantos sirvientes que les esperaban, para guardar los caballos en el establo y llevar las pertenencias de la joven y su nodriza en el cuarto que ya les había sido asignado. La pobre Elizabeth, sola en esa inmensidad de patio en el que habían entrado, se sentía coartada por todo lo que la rodeaba; solo la presencia de Sofía conseguía darla algo de valor. Una vocecilla en su interior la decía "no seas cobarde, eres una Bàthory", pero estar en un lugar sin nadie conocido, con un familiar que nunca había visto, amedrentaba a cualquiera. Los sirvientes fueron diligentes, y casi sin mediar palabra bajaron sus maletas y entraron en el castillo; solo hicieron un ademán para que ambas mujeres les siguieran, pero no intercambiaron ni una sola palabra. Elizabeth y Sofía intercambiaron una mirada de perplejidad, pero no dijeron nada y siguieron a los sirvientes. La joven, que de algo conocía a su tío, sabía que era un meticuloso y frío guerrero criado en la batalla, por lo que en el fondo no le sorprendió que no hubiera recibimiento, ni que él mismo saliera del castillo para abrazarla; un guerrero siempre sería un guerrero, y no se les daba para nada bien aparentar.

El interior del castillo era muy austero, mucho más de lo que se esperaba de un lugar de residencia de una noble familia transilvana. Los muebles eran escasos, eso sí, de las mejores maderas que había en el mercado, pero escasísimos. El oro y la plata no estaban presentes, solo metales coloreados de dorado o plateado para aparentar que eran más lujosos, como forma de ahorrarse dinero en ello. Jorge decía, alguna que otra vez, que la condesa Catalina se había vuelto bastante tacaña hasta el día de su muerte, sin razón aparente, cosa que preocupaba a sus hijos, porque podía significar algún tipo de enfermedad mental propia de la vejez o por la pérdida de su marido. El olor a antiguo estaba suspendido en el ambiente, y Esteban no se había preocupado de renovar un poco el castillo, pues había heredado los gustos sencillos de sus padres, así que no se iban a encontrar nada de lo que tenían en su verdadera casa, nada de lujos innecesarios, de ostentación, nada salvo el castillo demostraba que eran aristócratas sus moradores. La sala de estudio, donde se encontraba su tío solucionando papeleo -cosa que los guerreros detestaban más que cualquier cosa en el mundo- era igual de austera, solo que con una hermosa chimenea para los crudos inviernos, con un escudo de la familia, labrado en una tabla de cedro: sobre un fondo blanco, una serie de triángulos más o menos equiláteros y a una misma distancia. En una alta mesa de roble, se encontraba Esteban, y cuando el sirviente se acercó para avisar de nuestra llegada, pues tan absorto estaba con sus papeles, alzó la vista y se clavó en nosotras, como si por un momento nos lanzara una mirada de odio por haberle importunado. Solo fueron unos segundos. Se levantó pesadamente, con sus músculos de acero por todo su cuerpo.

- Bienvenida, querida sobrina, a mi palacio. Espero que la estancia aquí te sea muy agradable -parecía que con eso quería dar por finalizada la presentación, pues tampoco tenía ganas de seguir con la charla insulsa de las presentaciones. Apenas conocía a su sobrina, y si la había acogido era por hacerle un favor a su hermano. Hablaba con prepotencia, como buen soldado y general que era, y no consideraba a la niña más que eso, una niña pequeña de la ciudad, mimada en los lujos y que hacía lo que la daba la gana-.

- Querido tío, querría daros las gracias por haberme recibido y poder ser vuestra huésped -e hizo una profunda reverencia, ante lo que el hombre no se inmutó-. Espero poder seguir con una vida similar a la que tenía en mi casa...

- Hasta lo que se pueda, sí. Nada más, ni nada menos.

- Pero no veo niños por aquí -dijo en un tono casi más de burla que de tristeza-. ¿Cómo pensáis que me divertiré?

- Tendrás que aprender a vivir en la paz del bosque. Así no se te pegarán los malos comportamientos de la ciudad. Y hay muchos libros que puedes leer, para que no seas una analfabeta como los campesinos que nos rodean. Es el deseo de tu padre.

- Sé perfectamente cuál es el deseo de mi padre -siguió la conversación con voz fría, cortante-, y no es precisamente ese. No me tratéis como una niña, no lo soy. Al menos sed sincero y decid que no habéis preparado nada para mi estancia, porque no os importo absolutamente nada.

- Te trataré como lo que eres, una mocosa malcriada -respondió Esteban alzando la voz, profunda y grave, para atemorizar a la muchacha. Sin embargo, esta no se movió ni un ápice, ni parpadeó, simplemente permaneció en su sitio mirándole fijamente. Por un segundo, notó un escalofrío por su espalda. ¿Cómo una simple niña le había causado eso?-. Ahora iros a vuestro cuarto, ya hablaremos de las normas en este sitio más tarde, cuando tu nodriza y tú estéis ya acomodadas. Solo os advertiré una cosa... mi palabra es la ley en este castillo, y vos sois una invitada y una niña. Recordad eso.

Claro que lo recordaré, maldito soldado prepotente pensó Elizabeth mientras hacía una nueva reverencia y salía de la habitación. Sabía que iba a recibir una reprimenda de Sofía, y no tardó en hacerlo cuando llegamos a la habitación.

- Señora, no debéis alzar el tono, ni lo más mínimo, a su tío. Encima que os ha acogido aquí, no tenéis que haceros la valiente y orgullosa. Sois una invitada y por agradecimiento os portaréis bien en este lugar el tiempo que haga falta.

- A mí nadie me trata con esa prepotencia, Sofía, y lo sabes.

- Pero, por una vez en vuestra vida, os vais a tragar ese orgullo y seréis una perfecta señorita. ¿Entendido?

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