sábado, 21 de junio de 2014

VII. La historia de Selene


Como supongo que habrás adivinado, o te habrán contado -pues mi familia tiene una curiosa reputación en la Villa-, yo nací en la noble familia de los Alcubierre, que como ya sabrás hasta nuestro nacimiento no había familia con un nombre más noble y honorable que el nuestro; hasta el monarca, y sus sucesores, guardaban un gran respeto por esta nuestra casa, debido a los grandes servicios que nuestro primer antepasado, Alonso de Alcubierre, había realizado para la Corona. De generación en generación se iba contando a todos sus descendientes las hazañas, más ancladas en la fantasía que en la realidad, de aquel Alonso primer integrante de la casa Alcubierre, y una extraña historia sobre su muerte, a la edad de 90 años. Se decía que era muy supersticioso, y a partir de los 80 años, ya presa de la demencia senil propia de la edad, que Dios le había dado, en virtud a su comportamiento como buen soldado y piadoso creyente, el don de ver el futuro de su familia en un sueño. Cuando contaba esa historia, en sus ojos se podía ver el éxtasis que lo embargaba, y se negaba en redondo a describir la figura del Altísimo, pues no quería desvelar el verdadero rostro de Dios -que Él mismo se lo había pedido-. Lo más curioso de esta historia, que llegó hasta mi hermana y a mí, era que en aquel sueño premonitorio aquel hombre había visto el final de su familia, cómo caía en desgracia su linaje, muy atrás en el tiempo, pero que ocurriría al fin y al cabo. Aunque de forma muy borrosa, dijo antes de morir que a todos sus descendientes les contaran solo unas breves señales de que ese futuro se cumpliría mientras ellos vivieran: primero, el nacimiento de dos niñas gemelas; segundo, el amor que lo estropeaba todo, y tercero, las malas decisiones causadas para ponerle remedio. 


Debo señalar que mi familia tenía muy buena fama, pero era más bien porque era discreta, no porque hubiese hecho nada malo. En el extenso árbol genealógico de los Alcubierre, hay miembros que han sido borrados del mapa, correspondiendo con aquellos ancestros míos que se obsesionaron tanto con aquella extraña profecía, que llevaron al pie de la letra sus directrices, y se encargaron de eliminar todo aspecto sospechoso que encajara, aunque mínimamente, con las palabras de Alonso. Uno de ellos, simplemente para ponerlo como ejemplo, es Juan de Alcubierre, que llegó a matar a sus dos hijas gemelas para evitar que aquella especie de maldición -pues la consideraban ya eso más que una advertencia- le tocara a él. Fingiendo que las dos niñas estaban enfermas, que habían nacido débiles, a la semana siguiente al nacimiento se las encontró durmiendo plácidamente en sus camitas... ahogadas en su propia sangre. Juan no derramó ni una sola lágrima, todos pensaron que era por su entereza y porque un hombre de armas nunca llora, por estar su corazón endurecido a causa de la guerra, pero conociendo la historia al completo se puede atribuir a otras cosas. Después de ese acontecimiento, su segunda esposa -pues la madre de aquellas pobres criaturas murió de pena- le dio a mi antepasado un niño y más tarde una niña, por lo que no había problemas de que la maldición hiciera efecto en su vida. Murió, sin embargo, entre tormentos terribles de su conciencia, pues justo el día del asesinato de sus propias hijas se le aparecían en sueños, jóvenes lozanas de juventud, como una estela de lo que podrían haber sido. Cuando una está muerta y como alma en pena, se entera de muchas cosas.

El caso es que, paradójicamente, con el paso de los siglos la maldición era cada vez más patente en las cabezas de los padres de familia, pues pensaban que con el paso del tiempo todo se debilitaba y, como con la llegada del Apocalipsis, cada día era un acercamiento a ese final común a todos. Los hubo que nada temieron de ella, pues renegaban de todas esas "creencias y supersticiones", pero en el fondo todos estaban preocupados por ello; por ejemplo, algunos de ellos tuvieron un especial interés por las ciencias ocultas, por saber todo aquello que se alejaba de la lógica y la razón humana. Obviamente, esto era llevado con el más estricto secreto, nadie con el paso del tiempo llegó a saber que esta casa tenía una extraña atracción hacia lo sobrenatural -incluso se realizaron sesiones de espiritismo cuando aún no estaban de moda como ahora-, no por vergüenza, sino por no perder la buena fama que los ancestros habían ido forjando con el paso del tiempo. Mi padre, sin ir más lejos, no se separaba de un grimorio supuestamente escrito por un famoso mago o hechicero, en el que escribió una serie de fórmulas para convocar demonios, espíritus o... incluso resucitar a personas. Mi padre desarrolló hasta el último extremo la obsesión por aquella sentencia de nuestro primer antepasado, más aún cuando nacimos las dos. 

Mi madre conocía aquella maldición, creía firmemente en esas cosas, mientras que mi padre era de aquellos hombres ilustrados, versados en la razón y el conocimiento, que se negaba a aceptar aquello que no podía ver con sus propios ojos. Además, mi madre tenía extrañas ideas en la cabeza, sobre que su nombre coincidía con el de su primer antepasado -la verdad es que casi todos los hombres de la familia se llamaban Alonso-, y que ya había pasado el suficiente tiempo para que la profecía se hiciera eco en sus vidas; que las malas lenguas empezaban a afectar la buena reputación de la casa, y mil cosas más. Aunque mi madre era piadosa, una cristiana ejemplar, no podía evitar creer en ese tipo de cosas, pues las mujeres nos pasamos la mayor parte del tiempo encerradas en casa leyendo la Biblia o escuchando historias fantásticas -no muchos más divertimentos teníamos en la casa-, por lo que es normal que ella acabara obsesionada con ese tema. Además, mi pobre madre tenía un problema mental, y todo lo que se hacía mal en la casa se lo atribuía a ella: si una sirvienta rompía un plato, era culpa suya por haberle encargado eso; si Alonso se le olvidaba algún papel importante, era su fallo por no habérselo llevado... es cierto que mi madre, al ser despistada, se le olvidaban algunas cosas, pero no para llegar a ese punto. 

El fatídico momento en el que supo que estaba embarazada, las reacciones fueron bastante diferentes: mi padre estuvo orgulloso de nosotras hasta que ocurrieron nefastos acontecimientos, mientras que la paranoia de mi madre iba cada vez más en aumento. No pensaba en otra cosa: casi no comía, ni dormía, ni salía de casa, se dedicaba a leer la Biblia, como si encontrara un consuelo en la palabra del Señor, cosía y se dedicaba a mirar por la ventana. No quería recibir visitas, a no ser que fueran importantes o la pillaran en un momento de alegría transitoria, que en alguna ocasión le daba. Y sí, a la única persona que aceptó ver, que aún estaba en sus pensamientos como una amiga,, era tu amada abuela, una persona que seguro estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera necesario para ayudar a mi madre a salir de ese pozo de tristeza y desesperación. Sin embargo, eso no fue suficiente para solucionar el problema, pues cada vez estaba más ahogada por sus propios pensamientos, que la acosaban eternamente en todas sus tareas de la casa, durmiendo, haciendo cualquier cosa, y que la estaban volviendo loca. Hasta que nacimos nosotras, cuando la explosión de su locura se hizo patente. Nada más nacer, por ejemplo, intentó ahogarnos con una almohada, pero mi padre, que se temía una calamidad sobre la casa, supo frenarlo a tiempo e intentar convencer a mi madre de que nada había que temer, que era solo unas frases pronunciadas por un viejo que murió hace mucho tiempo, tanto que ya era imposible que sus palabras tuvieran efecto en el presente que ellos vivían. 

A pesar de todo lo que hizo nuestro padre, ella nunca nos vio con buenos ojos, y siempre nos criticaba y nos intentaba destruir psicológicamente, para que nosotras mismas nos encargáramos de destruirnos y no tener ella ya que mancharse las manos con nuestra sangre. La infancia que tuvimos no es que fuera la peor, porque vivíamos rodeadas de lujo y de comodidades -si nos despistábamos un poco ya no teníamos por qué ver a nuestra madre-, pero envidio a aquellos, como tú, que tienen una familia que a pesar de ser estricta te quiere con locura; no puedo decir que ese fuera nuestro caso. Alonso, nuestro padre, hacía todo lo posible por cubrir ese hueco lo más que pudiera, engalanándonos con los vestidos más hermosos, con las joyas más finas, y los juguetes más divertidos que hubiera en las tiendas. Se esforzaba en verdad por hacernos felices, aunque al final de su vida el Destino le tenía guardado una carta fatal para él que lo condenaría al Infierno. El caso es que, con el paso del tiempo, fuimos creciendo, convirtiéndonos en muchachas de buen ver, intrépidas y sobre todo, curiosas, como cualquier niño a esa edad. Mirábamos con ansias lo que había tras la ventana, porque apenas salíamos al exterior -si eso al patio trasero, pero poco más-, y de nuestra educación se encargaba nuestro padre, muy culto, sobre todo para la lectura de textos latinos. De ahí que me encantara el pequeño obsequio que me hiciste...

Pero bueno, hasta ese momento se puede decir que gozamos de "días felices", si se puede decir de alguna forma, pues nuestra vida era apacible y, como no teníamos con quién jugar, creamos un vínculo entre las dos muy fuerte, considerándonos ya no tanto como hermanas, sino como mejores amigas para siempre. Mi hermana Celia era callada, toda una dama, que amaba las tareas del hogar y que no daba ningún problema, no contradecía nunca a nuestros padres, ni se planteaba casi el por qué no podíamos salir a la calle; yo, por el contrario, era todo lo contrario: no podía estar quieta ni dos segundos, no sabía coser bien y tampoco era muy creyente -aunque ahora sé lo que existe y lo que no-, y siempre intentaba escaparme de casa. Nuestra madre estaba desesperada conmigo, pues sabía que no podía detenerme mucho tiempo, mientras que nuestro padre solo sonreía ante mis intentos, pues era tan intempestiva como él a esa misma edad, así que me regañaba pero dentro del cariño que sentía por mí. Madre estaba convencida de que no saliéramos de casa, que en ese caserío enorme tendríamos todas las diversiones que quisiéramos y que el mundo exterior estaba lleno de pecado y de peligros a los que dos muchachas no sabrían defenderse. Actuaba aparentemente como una madre protectora y celosa de lo suyo, pero solo quería reducir los riesgos a exponerse a problemas que pudieran desencadenar aquella famosísima maldición. Para dormir, cuando éramos pequeñas, ella se dedicaba a relatarnos horribles pasajes del Infierno y que si no éramos buenas caeríamos en él, a raíz de aquellas palabras de nuestro antepasado que nos acompañaron todas las noches de nuestra infancia. Mi hermana Celia era fácilmente sugestionable, pero yo tampoco me tragaba del todo esos "cuentos de viejas", como los llamaba padre, cháchara de las amas de casa aburridas y de las criadas muy curiosas. 

Cuando cumplimos unos 12 años, era el momento en que las jóvenes eran presentadas formalmente a la sociedad, pues era la edad idónea para los pretendientes, empezar a formar pactos matrimoniales y fortalecer los lazos entre familias ya con vínculos, o quitar tensión con tus enemigos con una unión entre los dos herederos. A Celia eso la fascinaba, pues por los libros de princesas que nuestra nodriza nos leía, ella pensaba que todo eso era real, aunque yo sabía e intentaba hacerla ver que no era más que fantasía. Ella simplemente me decía "pobre hermana mía, que no sabe lo que es la ilusión". Bueno, como pensaba que no iba a cometer ninguna locura, por su mesura y sus comportamientos acordes con una muchacha de noble cuna, no me preocupé por ella, pues sabía que más cabeza tenía que yo. Sin embargo, nuestros padres estaban más que preocupados conmigo, pues ellos ya sabían que mi alocada mente podía elegir como enamorado hasta al limpiador de las botas, el ayudante del lechero, o un noble de la más distinguida casa, así de grande era mi franja de elección, coincidiendo con la enorme preocupación de mis progenitores. Recuerdo la fiesta a la que fuimos por primera vez, en la casa de los Gutiérrez. Era un derroche de lujo y de apariencia, cosas que yo en el fondo no entendía para nada, pues aquella casa se sabía que no andaban precisamente bien de dinero, pero decidieron tirar la casa por la ventana -mi madre siempre recriminaba mi lenguaje, pues según ella empleaba "las frases de los pobres"- para dar a entender que no tenían ningún problema. Allí, entre los vaporosos vestidos y el sonido de las faldas desplegándose entre los pasos de baile y los suaves giros, mi hermana se sentía en el Paraíso. Hablaba con todos, con una gracia y una educación exquisitas, y no pocos muchachos se fueron dispusiendo a su alrededor para ver quién era el afortunado. Pero ninguno fue el elegido aquella noche. Es más, podría afirmar que ella

Pasó el tiempo, y percibí que mi hermana había cambiado su actitud: estaba más despistada que de costumbre, no atendía a las labores del hogar y dedicaba las horas a mirar por la ventana y suspirar. Cuando la pregunté el motivo de ese cambio, ella se ponía muy nerviosa y esquivaba mis preguntas, obviamente sabía lo que la pasaba, pero no quería contármelo a mí, a aquella a la que le confiaba hasta los más profundos secretos... eso me hizo sospechar bastante. Un día, además, me preguntó cómo conseguía escaparme algunas noches, pues yo se lo había contado, para admirar el silencio de las calles y la luz de la luna derramándose por los edificios de la ciudad. Eso me hizo fruncir el ceño, y me negué a contárselo a menos que ella me dijera por qué quería hacer una escapada nocturna. Pillada por mi reacción, me contó que había conocido a un chico, el mozo que trae la carne a la cocina, y que irremediablemente había quedado prendada de su talante, que no se parecía para nada al de un plebeyo, sino al de todo un noble sacado de los cuentos de hadas; que el pobre diablo había nacido en una casa muy distinguida pero, a causa de la guerra en tierras lejanas, su casa ardió hasta que se derrumbó por su propio peso y fue tomado como esclavo y vendido en España, donde aprendió rápidamente el idioma para poder servir bien a su "amo". La verdad es que la historia era más que disparatada, pero los ojos de mi hermana tenían un brillo especial, propio de el de una enamorada, así que no pude decirla que no...

Así, de forma clandestina, pudieron verse una semana pero la desgracia, que como un buitre revolotea sobre las presas moribundas para abalanzarse sobre ellas en el justo momento, así la calma vivida dio paso a la calamidad. Nuestra madre, que no era despistada, había percibido también aquel cambio, y se preocupó en demasía. Andaba espiándonos a todas horas, e incluso cuando se desvelaba, pensando que era una señal divina que la presagiaba algo malo, iba a nuestra habitación a ver si estábamos en ella. Sospechaba, me percaté de ello y se lo comenté a Celia, que la Fortuna la había sonreído, pero si algo había aprendido del Carmina Burana es que la Rueda del Destino se puede girar en cualquier momento para mal. Pero ella no me hizo caso, así que una noche en que ella iba a salir amparada por la oscuridad de la noche, la seguí para detenerla de una vez por todas... con la mala suerte de que nuestra madre estaba tras nosotras también. Llegamos hasta el puente, el famoso puente donde nos vimos la primera vez... todo fue demasiado rápido, la verdad, tampoco me acuerdo del todo... mi madre, escandalizada por lo que estaba viendo, presa del terror supersticioso y de la ira, dirigió sus manos al cuello de mi hermana, en un ademán de matarla allí mismo. Yo, que no iba a permitirlo, la agarré de las manos y la detuve, pero como la rabia da fuerza sobrehumana a aquellos que posee, canalizó su odio hacia mí, espetándome que yo sabía de todo eso, que lo había permitido... y mi último recuerdo fue tropezar con el borde del puente y... caer.

Cuando abrí mis ojos, me encontraba en un lugar que no podría llamarse ni Cielo ni Infierno, un lugar donde había muchas personas, deambulando de un lado a otro, unas murmurando cosas, otras simplemente caminando, y otras gritando como desquiciados que debían ser. Mi cuerpo, si se puede decir que eso era cuerpo -por ser una masa inconsistente- era presa del pánico, pues no sabía dónde estaba ni cómo podía salir de allí, porque quería ir al lado de mi hermana. Era una tierra llana, grisácea, con un cielo algo más oscuro que la tierra, pero todo exactamente igual, una llanura que parecía no tener fin. De repente, se me apareció un espíritu, un ser luminoso que me dio la mano y que me calmó al instante. Me explicó que eso era el Limbo, era una tierra de nadie en la que vagaban las almas que habían dejado algo atrás en la tierra, asuntos que atender o que no querían despegarse del lugar donde habían vivido y muerto, por lo que su nexo con los vivos no estaba roto del todo y no podían vivir en el Cielo o Infierno, o incluso estaban a la espera de su juicio, al ser almas que no se tenía muy claro donde podían ir -y con la cantidad que se recibe, podías estar allí desde un día a mil años si tenías mala suerte o no sabían dónde colocarte-. Y yo estaba allí... por una mezcla de ambas, pues me dijo que yo iría al Cielo, sin duda alguna, que Dios me había visto como buena cristiana a pesar de mis deslices, y que me perdonaba todo para acogerme en su Reino. 

Hice un pacto con ese ser, pues quería cumplir con mis objetivos, que claros los tenía, y me concedió poder estar en la Tierra por las noches en calidad de mujer de carne y hueso, pero solo cuando había luna llena -la que había en el momento de mi muerte-, y que mi alma se depositaría en la escultura que me retrataba y que se utilizó como decoración de mi tumba. De esta forma así he vivido mucho tiempo, lo primero que quería hacer era ir a mi casa, para ver si las cosas iban bien... pero no era así. Madre se suicidó, por el acto cometido hacia mi persona, pues en el fondo nos quería y era una criminal, y mi padre... mi padre se encerró en su casa, no sin antes encerrar a mi hermana en su habitación para que así no sufriera ningún mal, alimentándola mal e incluso pegándola, pues también la veía como la causa de mi muerte. Una noche, acudí a la casa, entré como lo hice otras muchas veces, y me presenté a mi hermana, que ante mi visión no pudo cuanto menos que gritar de forma ahogada. Yo la calmé, la expliqué mi situación y pareció que su respiración era más tranquila, pausada, y se acercó a mí llorando, echándose la culpa de lo sucedido. Yo la consolé, pues no fue culpa suya, y de ella supe que padre se había vuelto loco. Mucha pena me dio, aunque mis órganos ya no funcionaran. Antes de marcharme, la aconsejé que lo mejor que podía hacer era irse a un convento, vivir en oración y amor a Dios, pues esta casa estaba destruida y condenada a desaparecer. 

Al parecer ella me hizo caso, y nuestro padre... bueno, murió en aquella casa, solo y desamparado, sin recibir ayuda de nadie. Yo le vi en el Limbo, pero su destino, al igual que el de su esposa, no fue precisamente bueno... Dios es compasivo, pero a la vez implacable con aquellos que han cometido actos atroces hacia su propia familia... 

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