miércoles, 28 de mayo de 2014

XII. Planes de boda

La sala de recepción del señor de los dioses era sin duda la más hermosa construcción de todo el universo. De inmensas dimensiones, hacia cualquier lado que uno mirase se encontraría con algo que lo maravillaría e impresionaría, hasta a los mismísimos dioses, acostumbrados a estar rodeados de lo más hermoso y perfecto de la creación. Tras la entrada porticada por columnas dóricas, en las que se enroscaban delicadas enredaderas desde su base hasta el capitel, se abría una enorme sala, custodiaba en ambas partes por esculturas de todos los dioses del Olimpo, con sus respectivos atributos. El suelo, de un mármol pulido y brillante, era una superficie perfecta, lisa e inmaculada. Cada una de las esculturas de los dioses, crisoelefantinas, estaban sobre un pedestal en el cual, con una cuidada caligrafía en letras griegas, aparecían su nombre y al campo al que protegían y se dedicaban. No había ni una sola apertura en los anchos muros que conformaban la estancia, pero la luminosidad se conseguía gracias al techo: sobre una cubierta plana, del mismo material que el suelo, aparecía un cielo de un azul oscuro repleto de estrellas que brillaban como un millar de focos luminiscentes. Una hermosa representación de la bóveda celeste.


Avanzando en la estancia, uno llegaba a la parte más recóndita, donde se alzaba el imponente trono del señor de los dioses. De oro puro, con algunas incrustaciones de plata y de piedras preciosas, brillaba tanto como las estrellas del techo. En las patas delanteras del trono había representados dos águilas, una a cada lado, con las alas desplegadas. Sus cabezas servían de apoyo para las manos de Zeus, y con sus ojos de zafiro miraban desafiantes a todo aquel que se encontrara delante del trono. A su vez, para dejar claro que quien se sentara en el trono era superior, se encontraba sobre siete escalones, también de marfil.

En aquella estancia se encontraba Zeus hablando muy seriamente con Hades. El futuro de su hija Perséfone se decidiría en aquella conversación. Podría parecer que nunca se preocupaba por ella, ni por su madre, pero en el fondo era todo lo contrario. Sabía lo celosa que era Hera, de sus malévolos planes contra todas sus aventuras… que fuera una diosa no la exentaba del peligro, sino todo lo contrario: estaba mucho más cerca, y el daño que la hiciera sería eterno, no como las mortales. Por eso había encomendado la misión de protegerla a Hades, hasta que se dio cuenta de que su decisión tuviera una consecuencia de lo más extraña… algo que no se hubiera imaginado para nada. Ya le extrañaba que su hermano Hades se presentara allí en el Olimpo, y menos aún que le pidiera aquello.

- Si he entendido bien, Hades, quieres a Perséfone, mi hija, como tu esposa. ¿Lo he entendido bien?

- Sí

- Vaya… no sé qué decir. Jamás hubiera imaginado esta escena. Hades, quiero mucho a Perséfone, aunque no lo parezca, y por eso te encomendé su protección. Sé que eres uno de los dioses más poderosos, y que a pesar de tu fachada de dios frío y sin corazón tienes en alta estima el honor y los lazos familiares. Pero el matrimonio son palabras mayores.

- Hermano, a mi lado Perséfone estaría segura para siempre. La convertiría en la reina de mi mundo, y nadie osaría tocarla para hacerla daño.

- Tienes razón pero… no estoy muy seguro. Y aunque diera mi consentimiento, Deméter nunca lo permitiría. Quiere que su hija sea virgen, así que dudo que vea con buenos ojos y mucho menos consienta el casamiento.

- Si me das tu consentimiento, yo me responsabilizaré de lo demás. Si Deméter se enfada, que sea conmigo. No me importa. Pero Perséfone se quedará a mi lado. Irá a la superficie todas las veces que quiera y todo el tiempo que considere oportuno. Solo quiero hacerla mi reina, nada más, que comparta mi poder en el Inframundo y en cualquier otro lugar del universo.

- Jamás pensé verte así, Hades, me sorprende. Por mi parte, tienes mi consentimiento. Pero como padre debo advertirte: no se te ocurra hacer nada malo a mi hija, porque sufrirás mi cólera.

- No esperaba una respuesta de otro tipo, hermano… o debería decir cuñado, ¿no? Debo marcharme, pues los asuntos del Inframundo me llaman. Mañana transmitiré las buenas noticias a Perséfone, y arreglaré todo para que nos marchemos juntos al Inframundo, donde nos casaremos.

Dicho eso, y dando por finalizada la conversación, Hades realizó una reverencia, casi más de agradecimiento que de respeto, y dio la espalda a su hermano mientras comenzaba a realizar sus pasos hacia la salida. Todo estaba saliendo como él esperaba. Su hermano estaba, literalmente, entre la espalda y la pared. Si quería a su hermosa y querida hija protegida, ¿quién mejor que Hades, el señor de los muertos, que junto a Zeus y Poseidón eran los más poderosos? Si Zeus se negaba, era por dos cosas: o bien le odiaba profundamente y no quería para nada su felicidad, o en el fondo no le importaba nada la joven diosa. Y ambos dioses sabían que ninguna de las dos opciones era la correcta.

Cuando Zeus se quedó completamente solo con sus pensamientos, y el sonido rítmico de las pisadas de Hades se había extinguido, frunció el entrecejo mientras cruzaba sus manos a la altura de su prominente mentón, con los codos anclados en los reposa brazos de su trono. No le desagradaba la idea de que Hades se casara, porque de esa forma asentaría la cabeza y no tendría extrañas ideas de expansión de sus dominios a la superficie en su cabeza atormentada. Desde hacía mucho tiempo pensaba en buscar una buena candidata para su hermano, pero como Hades era tan especial había decidido esperar a que ocurriera todo de forma natural. Y, pese a sus cálculos, había pasado. El poder de Afrodita era tan poderoso que hasta el señor de los muertos se había doblegado a sus encantos e influjos. Cuando todo aquello se propagara por el Olimpo, sería la comidilla de todos ellos durante bastante tiempo, no por la importancia que solo unos pocos dioses entenderían, sino por la novedad y la sorpresa que conllevaría todo ello.

Pero no podía hacer nada para evitarlo, porque si su hermano de verdad estaba enamorado de su hija haría lo que fuera para llevarla a su reino. Pero era mejor no pensar en ello. Había algo que le preocupaba más aún: la reacción de Deméter. Desde que había nacido, Perséfone había pasado bajo la total y absoluta tutela de la diosa de la agricultura, había alejado a la joven diosa de forma deliberada del mundo de los dioses, del Olimpo, y tenía unas ideas muy claras sobre ella. No permitiría por nada del mundo que se casara, pues quería que permaneciera virgen como otras diosas, tales como Atenea o Ártemis. Y así también podría asegurarse que estuviera a su lado para siempre, por toda la eternidad, alejada de su presencia. Desde aquel momento, no había cruzado más que dos o tres palabras cuando se veían en las esporádicas asambleas de los dioses, y notaba que su mirada estaba cargada de odio y de reproche. Tendría que hablar con ella. Llevaba mucho tiempo planeando hablar con Deméter, y la providencia le otorgaba una situación idónea para ello.
Zeus seguía cavilando dichos pensamientos, y Hades no cabía en sí de gozo. Caminaba como en un sueño, pensando en la eternidad de felicidad que tendría en adelante. Ya no sería el dios frío y distante, sino que cambiaría, y todo gracias a los dones del amor, a los regalos de Afrodita. Las Moiras deparaban inesperados caminos a todos los seres, y los dioses aunque fueran muy poderosos seguían atados a sus designios. No quiso encontrarse con ninguno de sus compañeros inmortales, y seguía manteniendo su habitual mirada llena de misterio y de tristeza, a pesar de que un sentimiento cálido iba asentándose en su corazón. Tenía unas ganas inmensas de ir a Eleusis, al encuentro de su amada diosa, pero su razón le indicaba lo contrario. Era tarde, y no quería asustarla visitándola a esas horas. La eternidad era larga, podría esperar un día más.

Mientras Hades se acercaba a su reino, al Inframundo, Pandora estaba de pie, frente al trono de su señor Hades, jugueteando con uno de sus largos mechones violáceos. En su mirada se podía apreciar una mezcla de preocupación y de satisfacción. Sabía que se estaba jugando muchas cosas con todo aquello, pero tenía que hacerlo. Los humanos, aunque fueran sirvientes personales de los dioses y por ello tuvieran ciertos privilegios con respecto a los demás humanos, seguían albergando en su interior los mismos sentimientos que perdían a la raza humana, como el dolor, el rencor o la envidia. No podía permitir que le "robaran" a su señor, y se lo llevaran de su lado. No pudo evitar acercarse al trono del dios y tocarlo suavemente, como si de una mascota se tratara, y cerrar los ojos. Sí, estaba haciendo lo correcto. El trono de Hades no podía ser compartido por una diosa tan débil y delicada como Perséfone, iba contra la naturaleza misma de aquel lugar lleno de muerte y de tristeza. ¿Qué pintaba una diosa de la naturaleza, y por lo tanto de la vida, en un lugar así? Era, sencillamente, inconcebible.

Sus pensamientos se detuvieron de pronto, y su mano se separó como si hubiera recibido un calambre. Se giró en redondo, dirigiendo su mirada hacia la puerta de entrada, que acababa de abrirse para dejar paso a Hades. Por fin había regresado a su reino, a su hogar. Pandora no pudo evitar mostrar una sonrisa de complacencia que permaneció solo unos segundos en sus labios. Su señor avanzaba rápidamente, con su habitual porte divino y autoritario. Ella realizó una profunda reverencia, hincando su rodilla derecha al suelo, mientras su mirada estaba anclada en el suelo. Como siempre solía hacer, a modo de completa obediencia y respeto, permanecía de esa forma hasta que el dios la ordenara que podía levantarse. Hades pasó a su lado, colocándose a su derecha, mientras su mirada se perdía en el trono, con una mirada parecida a la que ella había tenido unos segundos antes. Suspiró, como si no se diera cuenta de que ella estaba allí. Después de unos segundos, que la parecieron eternos a ella, además de incómodos por el pesado silencio que reinaba el lugar, Hades ordenó a Pandora que se levantara. Ella lo hizo sin vacilar y de forma rápida, esperando que la mandara alguna tarea.

- Pandora, he estado pensando, y creo que es hora de encargar a Hefesto un nuevo trono –empezó a decir Hades, más hablando consigo mismo que con su fiel espectro -. Uno más vivo, de plata con incrustaciones de piedras preciosas, ¿qué te parece la idea?

- Es un trono que no va con vuestro carácter, mi señor –respondía Pandora, empleando su tono más cortés –si se me permite la observación, por supuesto –al ver que Hades no la detenía, continuó -. Y no veo que tengáis que cambiar de aposento, es muy hermoso el que tenéis. Y si seguís empeñado en cambiarlo, yo pediría a Hefesto que empleara un material con una tonalidad más oscura, como por ejemplo la diorita. Quizá no es más valiosa que la plata, pero va más acorde con el espacio que nos rodea –y con una mano señaló el lugar en el que se encontraban -.

- No pensaba que el trono nuevo fuera para mí, Pandora. Creo recordar que no te lo he dicho.

- Lo he supuesto, señor. ¿Acaso el nuevo trono que planeáis traer aquí es para algún espectro, a modo de premio? –la pregunta estaba llena de arrogancia, porque Pandora pensaba en ella misma. Es posible que todos sus esfuerzos por ser fiel y diligente iban a verse recompensados, aunque fuera de una forma que tampoco la agradara en demasía. Pero si con ello demostraba a todos los habitantes del Hades su importancia y peso en aquel reino, se sentiría satisfecha. Ya nadie osaría tocarla, por miedo a las represalias. Sería la segunda al mando en el Inframundo y… quién sabe, puede que pronto ascendiera a algo más…-.

- En absoluto, Pandora. No estaba pensando en ti –y clavó sus ojos azul claro en los de Pandora. Esta bajó la mirada, avergonzada por su atrevimiento. Pero Hades, que se sentía magnánimo por los sentimientos que bullían en su interior, no tenía ganas de reprenderla -. Te lo diré a ti primero, pues te has ganado mi confianza a pulso. Dentro de poco compartiré mi reino, el Inframundo. Ya no seré un rey sin reina. Ya no estaré nunca solo aquí abajo.

- ¿En serio, mi señor? Son muy buenas noticias –Pandora forzó una sonrisa, pues tenía ganas de muchas cosas, menos de reírse. Sus temores más profundos se estaban llevando a cabo, y estaba furiosa, realmente furiosa. Ya no solo tendría que soportar no tener el afecto de Hades jamás, sino que tenía que aguantar que su señor se lo diera a otra mujer, a una diosa que no se lo merecía. ¿Qué había hecho ella por Hades? ¿Acaso se va a encargar de dirigir a los espectros, a aquellas almas oscuras y con pasados que la harían temblar de miedo? ¿Pensaba Hades que Perséfone querría permanecer encerrada en un mundo sin luz, sin vida, por el amor que le profesaba? Qué equivocado estaba Hades. En el fondo, sentía lástima por él, porque estaba tan ciego que no apreciaba la realidad de las cosas -. ¿Ya lo sabe la afortunada?

- Todavía no, pero lo sabrá en breve. Y no dirá que no, de eso estoy seguro.

- Si aceptáis mi humilde consejo, creo que deberíais de ir mañana mismo para dar las nuevas buenas a la afortunada. Cuanto antes lo sepa, mejor. Dejad que duerma plácidamente hoy, y mañana la alegraréis con la noticia. Al ser dioses, un día no es nada, se pasa muy rápido.

- Buen consejo, Pandora. De todas formas, ya pensaba ir mañana, porque no quiero sobresaltarla. Demasiadas emociones en un día, y hay que ir poco a poco. Puedes retirarte, ya no te necesito. Terminaré el trabajo que tengo pendiente por mi cuenta.

- Como deseéis, mi señor.

Con una nueva reverencia, Pandora dejó la sala. Se encaminó a sus aposentos, que se encontraban en un edificio aparte de la sala del trono. Un edificio solo para ella misma, un templo donde podía estar en paz y descansando de su agotador trabajo. Mientras caminaba hacia allí, no podía dejar de pensar en una sola cosa: aquel horrible matrimonio que supuestamente iba a producirse, entre ni más ni menos que el señor de la muerte y la señora de la vida y la naturaleza. ¿Acaso no era un matrimonio en contra del orden lógico? Era su deber hacer ver a su señor el error que estaba cometiendo; quería protegerlo de su ceguera. Era su manera de auto convencerse de que todo lo que estaba haciendo era correcto, porque en el fondo su conciencia la decía a gritos que tenía que parar. Pero aunque quisiera, no podría. Era una marioneta en manos de fuerzas más poderosas, de los dioses, que podrían eliminarla con un solo giro de sus muñecas o una simple mirada.

No me puedo creer que esto esté pasando. Mis peores pesadillas se están haciendo realidad. ¿No será todo esto un mal sueño, una mala jugada de Icelos? Creo que no, esto no es un sueño… es real. Por mucho que me esfuerce, jamás veré lo que Hades ha visto en ella. ¿Qué tiene que no tenga yo, a parte de la inmortalidad? Y encima es una enamorada de las plantas, no pinta nada en este mundo. ¿Acaso es que posee una doble personalidad o ha empleado extraños fármacos para que Hades caiga rendido a sus pies? Puede que no sea tan tonta e inocente como parece, y que todo lo que está ocurriendo lo tenga planeado en su cabeza. ¿Y si aspira a ser algo más que una simple diosa de segunda fila? Si llegara a casarse con Hades, sería la reina del Inframundo, y su poder y estatus dentro de la jerarquía divina aumentaría considerablemente. Sí, eso debe de estar planeando, ya no hay duda alguna. Es más astuta de lo que yo pensaba, pero ya no me engaña.
Pero estoy entre la espalda y la pared. Debo obedecer y seguir el plan de Afrodita, por el bien de mi señor. En el fondo me lo agradecerá, y puede que el trono que pretende pedir a Hefesto acabe siendo mío. No pasa nada malo por soñar. Puede que llegue el día en que mis esfuerzos se vean recompensados, y que Hades consiga verme no como una simple humana y sirviente suya, sino como algo más. 

En el pasado ha habido humanas que han llegado a la categoría de divinidades gracias a la intervención del señor de los dioses y, si prometo controlar a Hades y mantenerlo en el oscuro mundo del Inframundo para siempre, Zeus no se opondrá a nada de lo que le pida. Al final estará comiendo de mi mano, porque ha quedado demostrado en el pasado que Hades es un dios peligroso, y que Zeus tiene una obsesión conque va a derrocarlo del poder. Sea como fuere, Perséfone no debe acabar aquí, porque me relegaría a un segundo plano, estaría desplazada y todos los logros conseguidos se evaporarían en un abrir y cerrar de ojos. Además, si lo pienso de otra forma, estoy protegiendo los intereses de la justa Deméter, pues quiere que su hija permanezca virgen como otras diosas. No sé qué piensa hacer Hades con ese impedimento, pues está claro que Deméter no entregará a su hija sin luchar por ella, pues era su compañía y la adoraba. Está claro que Hades es demasiado confiado, y cree que su destino es brillante y que le sonríe. Pero lo dudo mucho. 

Mañana todo se decidirá. Hades acabará destrozado, con el corazón hecho pedazos, sin saber qué hacer. Y es en ese momento cuando yo entro en escena. Si consigo aplacar sus males, si consigo consolarlo y borrarle de la mente la figura de Perséfone, se rendirá a mis pies, aunque sea un dios y yo una sencilla mortal. Los humanos tenemos muchos defectos, pero también virtudes. Tenemos el don de la paciencia y de la astucia, sabemos actuar en los momentos más oportunos, y nunca desistimos de lo que creemos más justo o conveniente para nosotros, sin pensar en los demás en muchos casos. Pero estoy harta de pensar en los dioses que me rodean, en su bienestar y sus caprichos pasajeros; a partir de ahora me preocuparé por conseguir mis objetivos, por ser feliz… aunque ello conlleve destruir la felicidad de los demás. 

Espero que el cinturón de Afrodita haga bien su trabajo, porque si no ocurre así estaré en graves apuros. Perséfone se pondrá aquella joya divina, no lo dudo. Cuando le dices a una enamorada que con algo sorprenderás al amado y mejorarás la relación, la tentación y los sentimientos son más fuertes que cualquier pensamiento racional. Palabras hermosas son aquellas que dicen "la belleza está en el interior", pero... ¿quién puede resistirse a ser más bella ante el amado, a ser agradable a la vista y tener su aprobación? Pues así es el amor a veces: la obsesión de tener la aprobación del otro, porque de no ser así uno piensa que las cosas no están saliendo bien. Pobre Perséfone. Estás jugando con fuego y no te estás dando cuenta.

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