domingo, 18 de mayo de 2014

I. El comienzo


-Mi señora Anna -decía la matrona, mientras acomodaba su almohada-, necesitáis descansar. El parto ha sido duro y habéis sido muy valiente y decidida. Os merecéis un largo descanso.

-Necesito ver a mi hija... -dijo en un susurro de voz, y abrió más los ojos, dos cuencas de tonalidades marrones que dirigían una mirada de cansancio infinito al dintel de la cama-. Quiero verla, dádmela...

-Mi señora, debéis descansar...

-¡Dádmela de una vez, te lo ordeno! -empleó las últimas fuerzas que le quedaban para exigir con su autoritaria voz que le entregaran a su hija. Sus ojos se cerraron, respiraba tranquilamente, con su pecho alzándose y cayendo pesadamente, mientras levantaba el brazo derecho para que le acercaran aquello que exigía. La matrona, temiendo la ira de su señora, decidió tomar a la delicada recién criatura que acababa de nacer, para tendérsela en sus brazos-.

-Es una niña muy hermosa y sana -dijo la matrona mientras la depositaba en sus brazos-. Es una digna descendiente de vuestra familia.

-Eso tendré que juzgarlo yo -dijo secamente Anna Báthory, con la niña ya en sus brazos, un trozo de carne rosado, que no paraba de moverse, que lloraba y chillaba estridentemente, envuelta en una capa de lana para mantenerla en calor-. Pues no es gran cosa -dijo, con un tono de dejadez-, espero que cuando crezca sea una digna descendiente de nuestro linaje. Toma -y se la tendió a la matrona, visiblemente decepcionada-. Prefería un varón, pero tampoco vamos a pedirle caprichos a nuestro señor Dios. 


Retiraron a la niña a una habitación, ya preparada para el futuro bebé que iba a nacer bajo esos techos engalanados de la familia Báthory. La madre miró con rabia contenida al bebé que se alejaba de ella, mientras su cuerpo estaba agotado por el esfuerzo realizado, deforme, imperfecto, feo... No puedo creer que haya dado todos mis esfuerzos para que me nazca una hija, y además tan imperfecta e impura. ¿He cometido algún pecado terrible, mi amado Dios, y este es el castigo por ello? Yo solo pedía un hijo varón, alguien que pueda tener los inmensos dominios y riquezas de nuestra familia; pero no, nos ha tenido que salir una mujer, una niña indefensa que no sabrá cómo enfrentarse a un mundo donde si no vuelas, te matan; un mundo donde el horror se manifiesta cada día. ¿Qué le diré yo ahora a Jorge? ¿Qué cara se le pondrá cuando le cuente la noticia? Nada más cesó en esos pensamientos, escuchó cómo se abrían las puertas de la habitación, y una figura engalanada con sedosas vestiduras, todas de tonalidades oscuras, pelo oscuro también como la noche más cerrada, y ojos azules que parecían congelar con la mirada, se acercaba en grandes zancadas a la cama donde Anna se encontraba. Su corazón dio un vuelco, por unos sengundos la pareció que no latía, su respiración se entrecortó, al ver en el lado derecho la figura de su amado esposo y primo. Este, con una rapidez increíble, se quitó el guante de seda de su mano, sostuvo la mano de su esposa, y la besó con una gentileza que poco pegaba a un hombre de armas.

-Mi amor, he venido en cuanto he podido -dijo, casi en un susurro. Jorge era un hombre de armas, como todos los nobles de una familia que se respetara, ágil con la espada y mortífero en la guerra, pero a la vez era delicado cuando la ocasión lo requería, uno de los aspectos que más encantaban a Anna-. ¿Cómo te encuentras? ¿Puedo ver a nuestro retoño?

-Jorge... lo siento mucho.

-¿Sentirlo? ¿Qué ha pasado Anna? ¿No me dirás que ha muerto...?

-No, no, no ha muerto... -pero quizá hubiera sido mejor así pensó la mujer, pero nada de eso salió de sus labios-. Es una niña, Jorge, una simple niña. Creo que Dios nos ha lanzado una maldición.

-No digas estupideces -la reprimió el noble, aunque de forma cariñosa-, sea una niña o niño, es una Báthory, una aristócrata poderosa aquí en Hungría. ¿Acaso crees que por ser mujer no va a tener una buena vida? ¿Que no heredará todo esto? -y con una mano abarcó toda la habitación, con muebles de las más exquistas maderas, cortinas de terciopelo, cuencos de oro y plata-. No te afligas, mujer, que no la deparará un mal futuro; será una doncella alta y distinguida y, por muy mala suerte que tenga, conque saque la mitad de la belleza que tú posees, la será más que suficiente -y sonrió-.

-Pero...

-No digas más, mi dulce Anna, tienes que descansar -y dándole un beso en la frente, la arropó para que se sintiera más cómoda y apagó la vela que estaba en la mesita, al lado de la cama-. Buenas noches. Ya hablaremos mejor cuando estés recuperada del todo.

Una semana pasó, hasta que la condesa Anna Báthory se recuperara del parto, comiendo ingentes cantidades de comida para recuperar fuerzas, bebiendo como si no hubiera un mañana, y despidiendo miradas recelosas hacia la criatura que había salido de su vientre, que solo montaba algo de escándalo cuando quería comer, siendo silenciosa en casi todo momento. Las sirvientas se ocupaban de ella la mayor parte del tiempo, pues Anna, no se sabía muy bien por qué, había desarrollado una especie deodio indiscriminado hacia su hija. La echaba la culpa, entre otras cosas, de haber desfigurado su antes bien contorneada figura, que había sido la envidia de todas las damas de las familias más pudientes de la ciudad; ahora, la miraban con la risa en los ojos, cuchicheaban sobre ella, se reían tapando sus ponzoñosos labios tras un oropel de sedas o de plumas de sus abanicos. Estaba empezando a desarrollar una paranoia en todo su esplendor, escuchando voces a sus espaldas, siempre riéndose de ella por su belleza perdida, siempre mofándose de su cuerpo, y metiéndola la idea en la cabeza de que su marido ya no la veía atractiva, y saciaría sus apetitos sexuales con otras mujeres. Por todo ello, se mostraba arisca, huraña y amargada con todo el mundo, en especial con su propia hija, la sangre de su sangre. Puede que también aquí entrara en juego la belleza que estaba desarrollando la pequeña Elizabeth: una piel blanca como la más pura nieve de los Cárpatos, aquella que era inaccesible para toda vida en la Tierra; unos labios carnosos, de un tono carmín natural que no necesitaban cosmético alguno; unos cabellos negros como los suyos, largos y sedosos, que caían en cascadas de brillo sobre sus hombros y espalda, tan suaves como el terciopelo; y el cuerpo, aunque aún en edad de desarrollo, ya apuntaba a las formas sinuosas que bien gustaban a los hombres.

Fuera lo que fuese, el desagrado conque la madre trataba a la hija era digno de una representación teatral. Hasta las damas de compañía y sirvientas, al apreciar la actitud hostil de la noble Anna, empezaron a pensar que en realidad su joven señora no era más que un vástago, una prueba andante de las infidelidades de la señora, y esta tenía que soportar verla cada día, a todas horas, ese recuerdo de un pecado que jamás podrá quitarse del cuerpo. Había rumores sobre sus posibles amantes y la gente, que tiene el placer de meterse en la vida de los demás y distorsionar la realidad para fines más mórbidos, cuchicheaban si tendría varios amantes, si celebraba orgías aprovechándose de que su marido estuviera ausente de la casa... y la joven Báthory, ¡pobre su alma y cuerpo! Condenada por un pecado que no era el suyo, el de pertenecer a una relación en contra de todo lo estrictamente correcto. ¿Qué sería de ella cuando se descubriera todo? Eso era lo que se comentaba por la casa, y que al poco rato de haber nacido el rumor entre esas paredes de piedra se extendió con fuerza por la calle, traspasando muros, puertas, ventanas, todo lo que se le pusiera por delante.

Cuando Anna Báthory se enteró de todo aquello, desató una furia sin igual. Empezó a romper cosas por doquier, a insultar y gritar a las sirvientas que se encontraba por su camino, las cuales retrocedían muy amedrentadas por los ojos, encendidos como dos ascuas por la cólera, de su señora. Pero ella, presa de sus sentimientos, no sabía cómo desahogarse. Acabó llegando al salón principal, donde se encontraban su hija y su marido que su marido intentando enseñarla las nociones básicas de lectura del latín y de su lengua, para que de esa forma pudiera leer las Sagradas Escrituras. Jorge se levantó, sobresaltado, pues Anna entró abriendo las puertas de forma estruendosa. Su respiración era entrecortada, por la furia que recorría sus miembros y por los pasos desenfrenados que había hecho; miraba el salón algo confundida, como si no supiera donde estaba, y entonces se derrumbó en el suelo, entre sollozos. Jorge acudió corriendo, ordenando a su hija que partiera rauda a su habitación, no tenía que ver a su madre totalmente derrumbada por los pensamientos que rondaban por su cabeza. Elizabeth parecía que no escuchaba la voz de su padre, sino que simplemente clavaba su mirada en el cuerpo debilitado de su madre, cómo sus sollozos taladraban sus oídos, y el remordimiento en su mente, pinchándola sin piedad: mi madre se encuentra así por mi culpa, no sé por qué razón no me quería tener, no me ha dado nunca amor de madre, ni nada parecido. ¿Acaso mi existencia es una carga para ella, es un castigo enviado por Dios, o simplemente siente odio hacia mi persona, sin motivo alguno? 

- Anna... ¡Anna! -decía Jorge, golpeando gentilmente la mejilla de su amada para despertarla, pues parecía haber entrado en shock-. ¿Qué te ocurre? ¿Alguien te ha hecho algo, has visto algo fuera de toda razón? Por favor, contéstame...

-Uhm... -gimió ella, intentando despertarse de su sopor-, Jorge... mi querido Jorge... tú no crees esas historias, ¿verdad? Son mentiras, infamias, calumnias, difamaciones -su voz se iba alzando más y más, como si su enfado la diera fuerzas de nuevo-. Son los demás, que me tienen envidia, no soportan que yo sea la más bella de esta ciudad, no soportan que la vida me sonría. Esas furcias que se visten con telas sedosas, carísimas, con maridos ricos que no las aprecian en absoluto, esas que se aburren y no tienen cosa mejor que hacer que insultarme, decir esas cosas tan horribles de mí... pero me vengaré, no quedará esto sin venganza...

-Anna, creo que estás delirando. Debes calmarte, siéntate y...

-¡No puedo calmarme! -y como movida por un resorte, se levantó, como si estuviera poseída por un ser infernal-. ¡Cómo voy a calmarme, cuándo el mundo está en mi contra! ¿No lo oyes? Son esos murmullos que no cesan, esos rumores de que he sido infiel... que Dios me perdone... -y entonces, sus ojos se posaron en la figura inerte, sin habla, de su hija, que la miraba fijamente-. Tú... tú eres la culpable -y la señaló con el dedo-. Eres la causa de mi desgracia. ¿Crees que no me he dado cuenta? Con esa belleza floreciendo, esos rasgos de los que yo disfrutaba hasta hace nada... ¿Ves? Jorge, mi amado Jorge, no contesta a mis preguntas. Hemos estado ciegos todo este tiempo... no es nuestra hija, ella no me causaría tal repugnancia, pues la llevé en mi vientre nueve meses seguidos... no, ella es la reencarnación del Demonio, de un ser infernal que ha venido a arruinarnos, a destruir mi cabeza, mi razón, mi cordura...

-Anna, cálmate, o tendré que tomar medidas -dijo de forma autoritaria su marido. Su voz era grave, potente, como cuando mandaba a sus criados, una voz que dejaba bien claro que no admitía réplica alguna-. Creo que es necesario que te vayas a acostar; puede que hayas estado leyendo demasiado textos sagrados y tu mente esté susceptible a temas como seres infernales...

-No me crees... ella te ha lavado el cerebro... pero sé la forma de solucionarlo...

Sin previo aviso, y deshaciéndose rápidamente de los brazos de su marido, veloz como el rayo centelleante, se dirigió hacia su hija, con las manos extendidas, deseando apresar en sus garras a su presa. Fue todo tan rápido, que Elizabeth no se dio cuenta de casi nada, su mente borró esa escena de su cerebro. Las manos de Anna se aferraron a la garganta de su hija, con una fuerza hercúlea, como si quisiera partir una rama; fue poco tiempo, porque Jorge tuvo buenos reflejos y solo fueron unos segundos, pero con una fuerza tan impresionante que dejó una horrible marca en el cuello de la muchacha, mientras su madre gritaba "¡demonio, demonio, sal de mi casa!" o "¡me ha robado mi juventud, mi hermosa juventud! Me chupará hasta la última gota de ella, y me consumiré en el polvo de mis huesos", frases que helaron la sangre a todos los sirvientes de la mansión. La llevaron a sus aposentos, ella se resistía frenéticamente, mirando a todos lados, gritando todo tipo de imprecaciones. Tuvieron que atarla a la cama para asegurarse de que no se moviera de allí, pues estaba bastante claro que iría directamente a matar a su hija. La drogaron para tranquilizarla, y los gritos poco a poco se extinguieron en la casa, dando paso a un silencio tenso.

Los días, semanas y meses pasaron, hasta llegar a un año después de los acontecimientos tan traumáticos que cubrieron a la casa Bàthory de una fama que pendía de la cuerda floja; unos decían que Anna había sido poseída por un demonio, lo que daba pie a toda una serie de chismorreos sobre las prácticas de brujería o de magia negra que se llevaban a cabo en la casa; las mismas sirvientas, asustadas por lo ocurrido, decían que escuchaban los lamentos de su señora, entre las drogas y los calmantes, mientras no paraba de mencionar el nombre de su hija y la maldecía, culpándola de su estado; y, por supuesto, los miembros de las casas más nobles, que se reían a sus espaldas, que se escandalizaban de lo ocurrido, mientras de cara a los demás o ante el propio Jorge se apenaban por su situación y le daban el consuelo más hipócrita del mundo. En verdad, el pobre Jorge no sabía muy bien qué hacer, pues ya no solo tenía que proteger su propio honor de familia, de mantener el talante y la buena fama que poseía su familia -hasta lo que cabía-, pero también tenía que ser un buen padre, y evitar en todo lo que pudiera que su hija se viera perjudicada por los delirios espantosos de su madre. Entonces, tomó una terrible decisión para un padre: la envió al castillo de su abuelo, el conde Esteban Bàthory de Somlya, que vivía apartado de todas las excentricidades de las ciudades o núcleos urbanos, en un castillo un poco alejado de la ciudad, pero que serviría para que su hija estuviera con la familia, esperara a que pasara el temporal, y luego regresar.

Un triste día de octubre, lluvioso y frío, la joven Bàthory estaba haciendo sus maletas en la habitación. Ella solo sabía de su padre que tendría que vivir un tiempo con su abuelo, que la vendría bien cambiar de aires y conocer más a la familia, pero ella, que no era estúpida, conocía la verdadera razón: no podían estar las dos, madre e hija, en una misma casa. Y su padre, bueno de alma y corazón, había tomado la decisión menos dolorosa. La propia Elizabeth pensó en matar a su propia madre, y no se horrorizaba o se sentía mal porque ese pensamiento cruzara su mente; simplemente una noche, antes de dormir, le vino a la mente, sonrió de forma algo extraña e incluso se sintió bien, como si esa fuese la solución a todo. Pero no iba a hacerlo, no porque fuera un acto horrible, sino porque simplemente los demás no iban a entenderla, iban a juzgarla, y no quería causar más problemas de los que ya sufría su pobre padre. Cuando vio por la ventanilla del carruaje los ojos desolados de su padre, cuando vio sus cuencas llenas de lágrimas que malamente podía reprimir, cuando sintió la desolación y el dolor que afloraban en su rostro, no notó el menos atisbo de tristeza, como sentimiento aunque fuera de reciprocidad; por el contrario, sentía una oscura y perversa satisfacción.

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