sábado, 26 de abril de 2014

V. Atrapado en la oscuridad


Estuve en mi casa muchos días pensando, agitando en mis pensamientos los últimos acontecimientos, que cada vez se estaban escondiendo más en ese velo de misterio y de incertidumbre. Eran pocas las ocasiones en las que me sentía impotente, pues mi sentido aventurero y, ante todo, mi edad -la juventud es el momento que te otorga la vida de ser intrépido y osado en las situaciones- me impedían rendirme ante las cosas, tenía que solucionar todo costase lo que me costase. Pero esto... me sentía como los protagonistas de algunas historias románticas, de hombres que acababan luchando con fuerzas oscuras y que iban más allá del entendimiento humano, enfrentarse a hechos sobrenaturales que podían minar tu cordura y razón. Me sentía como Don Álvaro, siendo arrastrado por mi inevitable sino, marcado por Dios y por las leyes de la naturaleza, pudiéndose resistir todo cuando quisiese, que nadie iba a poder salvarme. Me sentía como Don Juan Tenorio ante el espectro de su amada Doña Inés, pues cada vez mi mente racional caía en el pensamiento de que Selene era un fantasma; todo cuadraba, claramente, pero siempre mi cabeza se aferraba a lo mínimo para mantenerse en la realidad. ¿Por qué, entonces, podía tocarla como si fuera de carne y hueso? ¿Por qué no veía a través de ella? ¿Por qué no me asustaba su presencia, sino todo lo contrario: una sensación de paz, de quietud... e incluso de familiaridad? 



Estaba nervioso, no podía evitarlo, sentía que tenía que hacer algo, pero no sabía el qué. ¿Por qué no recibía una señal, como les pasaba a los protagonistas de las historias que había leído? Ciertamente, se creía inmerso en uno de esos relatos, que era un caballero de blanca armadura destinado a salvar a una bella dama, pues sus destinos estaban unidos; pensaba que compondría odas en honor a su amor, que era hermoso y bello, y que la rueda del Destino se giraría para favorecerlos, al igual que eliminar a todos sus enemigos... Pero eso no eran más que vanas ilusiones, imágenes que se agolpaban en su mente para hacerle creer algo que no era. Estaba en el mundo real, no había actos de caballerosidad, solo cruel y frío compromiso, de hacer lo que uno debe, y no contradecir para nada los mandatos de tus padres; así era la sociedad del momento -y en el fondo siempre fue así, con algún supérfluo arreglo, pero con la misma base-, y esta pequeña aventura que se me había presentado a los ojos, a mi vida, me hacia revivir de nuevo. Era joven, sí, pero no tenía ninguna aspiración en la vida, todo me lo daban hecho, no podía salir de la rutina, y eso me ahogaba, me arrastraba a un torbellino de malestar y de compromisos sociales. "Haz esto", "haz lo otro", "como eres el primogénito de la familia, tus deberes son...", siempre con una mirada recriminadora en el rostro, pues por muy poco que te alejaras de lo políticamente correcto, ya estabas en un aprieto.

Tenía que tomar una rápida solución. La persona en la que había depositado todas mis esperanzas se había ido, había exhalado su último suspiro y se encontraba al amparo de Dios, que en paz y gloria descanse. Pobre mujer, que encontró ya su final, pero después de una larga y próspera vida, de eso podía sentirse orgullosa.

Siempre había agitado en sus mientes hacer una pequeña excursión a ese famoso cementerio, que días atrás había intentado penetrar pero cuyas circunstancias no fueron propicias para ello. Su espíritu aventurero le había recriminado, cada día que pasaba, el por qué no había ido a esa zona, por qué no había investigado un poco como buen hombre "de la razón" que decía ser. En gran medida era por miedo, no le causaba vergüenza admitirlo, pues cuando el ser humano se encuentra a las puertas de descubrir algo que puede cambiar toda su forma de ver el mundo, o que sabe que ahí va a encontrar una mala noticia, hace todo lo posible por evitar encontrarse con ello, con sus temores. Puede llamarse cobardía, pero yo lo denomino simple supervivencia; deseos de vivir un día más, deseos de proteger tu cuerpo y mente de algo que sabes te va a herir o causar una seria impresión en ti. Respiraba hondo mientras las fuerzas y la valentía se alojaban en mis extremidades y en mi cabeza, convenciéndome a mí mismo de que debía ir allí a investigar. Pero, ¿y si me encontraba con una terrible verdad? ¿Y si estuve todas esas noches hablando con un espectro, en vez de con un ser humano? La impresión de esos pensamientos me hacía temblar de terror, un sudor frío recorría mi frente, pero no podía demorarlo más.

El aire era fresco, propio de la primavera, con un cielo despejado de nubes y lleno del trino de un millar de pájaros, como si cada uno de ellos intentara competir y destacar entre sus demás compañeros de canto. El camino estaba despejado, no se veía ni un alma, puede que por las horas intempestivas a las que caminaba. Si de verdad fuera un caballero de las novelas que leía, tendría que haber salido por la noche y no a las cuatro de la tarde, con todo el calor del astro sol clavándose en su nuca, pero era lo suficientemente listo como para no hacer eso, pues ¿en qué mente cabe salir a un cementerio por la noche, donde la mente es mucho más proclive a "ver cosas" o, mejor dicho, "imaginarlas? Quería mantener su vida a salvo, y no temía más a los muertos que a los vivos, forajidos que se agazaparan y se sirvieran de la maleza para atacar a los viandantes despistados que se perdían en el bosque, como leones en la sabana esperando escondidos a su presa. 

El cementerio que se alzaba entre los árboles frondosos era un espectáculo de lo más mágico y tenebroso a la vez. Un lugar donde la maleza había colonizado todo cuanto había en el suelo, con enredaderas que se agarraban a cuanto hubiera en su camino, de tonalidades verdáceas, junto a las hojas caídas de los árboles que se alzaban en líneas rectas e impresionantes. El silencio era absoluto, no había ni trinos ni tampoco crujidos de ninguna clase, como si estuviera protegido aquel lugar por una capa protectora de algún tipo, haciendo que el espacio fuera más especial aún de lo que ya era por lo que uno podía percibir con los ojos. Caminaba entre montones de hojas y de tierra, cuando vi que en el terreno empezaba a avistarse, como luchando por salir de la maleza, restos de piedras bien pulidas, hechas sin duda por la mano del hombre: fragmentos de esculturas, de lápidas, de restosde escritura de personas que ya no se encontraban en este mundo... un verdadero escenario de la desolación más absoluta, una prueba indiscutible de la fugacidad de la vida, de que el ser humano, por mucho que se empeñe, no es inmortal y tiene los días contados.

Me embargaba un sentimiento de melancolía, no podía evocar en mi mente algún recuerdo feliz que me ayudara a combatir esa atmósfera tan triste que se sentía, que se colaba por mis poros, que me hacía sentir así. Andaba sin un rumbo fijo, entre tumbas derruidas y carcomidas por el tiempo, erosionadas por la lluvia, por las plantas, por la Naturaleza en su estado más puro. Vagaba... hasta toparme con una tumba intacta, una escultura que se erguía orgullosa y limpia -en comparación con el desorden que reinaba en el lugar-, en cuya superficie se reflejaba el poco sol que podía colarse entre las copas de los árboles; de silueta ondulante, casi perfecta, me sorprendía que no pareciera sufrir casi ningún desperfecto, aunque como me encontraba algo lejos, podía ser un simple efecto óptico. No sabía muy bien por qué, pero mi corazón empezó a descontrolarse en mi pecho, un latido desenfrenado, sintiendo que alguien me seguía, mi cerebro me sugestionaba más y más a cada paso que daba. Estabaya cerca de lo único que estaba en pie en aquel desamparado lugar, con las ruinas de una iglesia en el fondo, camuflándose con el paisaje, como si ya formara parte de la Naturaleza y fuera uno con Ella. 

Cuando estaba a unos pasos de eso, vio que tenía unas formas muy sinuosas, perfectas, como si llevara un vestido o túnica muy larga que le llegaba a los pies; su superficie estaba un poco mohosa, verdosa, por la humedad predominante y el abandono, pero denotaba que, por alguna extraña razón, estaba relativamente cuidada -algo curioso cuanto menos teniendo en cuenta el lugar en el que se encontraba-. Entonces se dio la vuelta, y sus ojos se abrieron como platos: ante él se encontraba la figura erguida y bien proporcionada de una muchacha, más o menos de su edad, con un vestido largo que tapaba sus pies, de pliegues ondulantes muy bien conseguidos; sus brazos caían delicados, etéreos, a ambos lados de sus caderas perfectas, simétricas, y su delicado cuello dejaba entrever las marcas de las venas que por allí dentro se encontraban, notando así el cuidado con el que se realizó dicha talla. Sus cabellos, sin recoger -algo extraño en una dama de alta cuna como parecía-, caían despampanantes, lisos, tan naturalmente tallados que uno sentía que debía tocarlos para asegurarse que eran de piedra y no cabello de verdad. Su mirada, tan sincera y profunda, denotaba la chispa de la inteligencia, de la razón. 

Tan absorto estaba de todo aquello, que no notaba que el día iba declinando poco a poco. Estaba acercando su mano al brazo de aquella estatua, tenía la sensación de que la conocía de algo, le sonaba su cara. Pasaba con una caricia llena de delicadeza por su mano... cuando, de repente, vio que se movió. Como si hubiera sentido un calambre, apartó la mano, dirigió su mirada al rostro de la talla, y lo que vio le provocó un desmayo, se le fue la sangre de la cabeza: sus ojos, ya no dos cuencas de piedra sin color alguno, sino dos cuencas oculares de un azul intenso, estaban dirigidas hacia él con terrible mirada. 

Cayó pesadamente en el suelo, todo se volvió negro a su alrededor, y su mente se alejaba de su cuerpo, de aquel paraje, como si emprendiera un lejano viaje y no fuera a regresar...

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