martes, 25 de febrero de 2014

VI. Yo soy la legítima emperatriz


 Cada mañana era un infierno, vivía en una casa sucia y destartalada, pequeña y llena de cacharros desparramados por el escaso y roñoso mobiliario que había... ¿por qué Dios me había castigado con ese nacimiento? De una madre que se dedicaba a vender su cuerpo, qué vergonzosa me sentía por mi sucia y oscura procedencia. Odiaba a mi madre, aunque me hubiera dado la vida, porque en esos momentos solo pensaba en las desgracias que se iban cebando con mi persona, una tras otra, viendo en mi porvenir un futuro como el de mi madre, vendiendo mi cuerpo por unas cuantas monedas, mientras observaba a los cortesanos del emperador de Constantinopla, con sus sedas púrpuras y rojizas cubriendo sus cuerpos, las damas con aquellas joyas que engalanaban sus figuras, el dorado y el plateado brillaban por doquier. Y yo... ¿por qué se me había negado eso? ¿Qué tenían ellas que yo no tuviera? A pesar de mis orígenes, tenía una belleza propia, como una flor que crece entre los excrementos, intentando sobrevivir y alzándose entre lo demás, pero siendo despreciada por las otras flores. Así me sentía yo, mas ya estaba planeando mi futuro, la forma de salir de ese agujero que yo llamaba "hogar".


Pasaban los años, y mi belleza me consiguió unas cuantas amistades entre los jóvenes de muy diversas edades, pero ninguno se decidía a pedirme la mano, pues no podía darles una pingüe dote, sino mis vestidos andrajosos y algo que mi madre guardara para ello, que no podía ser mucho. Me imaginaba una boda por todo lo alto, con espesos tapices, una concurrida audiencia, y mi vestido como el más espléndido y bello que pudiera crear la mente humana. Y en la situación en la que me encontraba, solo podía pensar que llevaría uno de los vestidos de mi madre, que algún hombre de poca monta habría sobado, y encima me iría grande, pues ella es de anchas caderas y yo las tengo mucho más estilizadas y curvadas, mucho más simétrica y perfecta que la que me dio a luz. 

Yo nací con un ingenio desmesurado, mi mente desde la más tierna infancia creaba los planes más astutos y enrevesados, con los cuales conseguía todo lo que me proponía, todo lo que quisiera acababa en mis manos. Tenía una idea en la cabeza que me obsesionaba, que nublaba mis ojos, que era el anhelo de mi existencia: formar parte de la corte, de ese lujo y excentricidad que la caracterizaba, ese poder... ese poder con el que me convertiría en la mujer más poderosa de la Tierra, que todos me vitorearían y que me llamarían como emperatriz. Cada vez que pensaba eso, mis ojos brillaban como dos luceros, un brillo febril de aquella que se está consumiendo por la avaricia y el deseo. Dicen que eso es malo, pero yo nunca lo vi desde ese punto de vista; ¿qué hay de malo en crearse un objetivo, y hacer todo lo posible para llegar a él? Se juzga demasiado rápido a aquellos que dejan todo elemento moral o ético para llegar a la meta, pero se exagera y no se piensa en lo que ha tenido que pasar esa persona para conseguirlo. 

Usando mis dotes naturales, las que Dios me concedió, para llegar a la corte del emperador. Recuerdo muy bien ese día, entrando en la sala principal del palacio, con todo hermosamente engalanado con imágenes de culto que todos venerábamos con devoción. Cada paso que daba causaba rumores entre la multitud, de asombro, de crítica, de dudas... pero no me importaba nada. Estaba ya más cerca de mi objetivo, ¿qué me importaba que cuchichearan unas envidiosas sobre mi persona? Esos cuchicheos no hacían sino aumentar mi orgullo, sentirme más importante, ser el objeto de todas las miradas y cotilleos. Era el centro de atención, los tenía comiendo en la palma de mi mano. Me sentía tan poderosa... tan imponente... que no pude evitar sonreír de orgullo, aunque me enseñaran que era un pecado. ¿Cómo una sensación más maravillosa podía ser un pecado? 

El tiempo pasaba, y poco a poco me hacía mi hueco en la corte de Bizancio. Alguna que otra mujer, de calaña inferior a la mía, tuve que quitarme de mi camino empleando otro de los dones que Dios me otorgó: la virtud de la palabra. Me recordaba a Odiseo en la Odisea, que para sobrevivir tenía que usar su astucia y su pericia como orador para salir de todos los enredos. Yo no decía nada directamente, simplemente dejaba caer de forma sutil algunas cosas, incitaba hasta al mismo emperador para que investigara sobre algunas mujeres que eran sospechosas por sus acciones misteriosas. Pero también me lo ponían fácil, pues muchas de ellas mostraban sus cuerpos untados en aceite y gordos por el exceso de comida a cualquier hombre que se presentara con dinero, quizá buscando nuevas emociones, quizá huyendo de sus aburridos maridos. Poco me importaban sus razones, si con ello despejaba mi camino. 

Y llegó el hermoso día, aquel que cambiaría mi vida completamente. El emperador León IV me escogió a mí, a mí, para ser su legítima esposa. Claro, era la más bella, lista, destacaba en todos los aspectos, era la perfecta devota de las imágenes, recatada y sumisa, que solo hablaba cuando me lo ordenaban; yo odiaba esa fachada, pues nadie, absolutamente nadie, podía decirme lo que debía o no debía hacer, pero todo formaba parte de mi plan, así que me aguantaba lo más que podía. Ser una mujer en aquella época no era fácil, y había que sacrificar ciertas cosas para llegar a las metas que una se proponía. Pero conseguí lo que me propuse, y así todos me vitoreaban como emperatriz de bizancio. Yo pensaba que ya conocía el lujo, pero no tenía nada que ver con la realidad de dicha palabra: camas de ébano, vestidos con bordados en oro y piedras preciosas, suaves como la caricia de un recién nacido, de las sedas más hermosas y caras del mundo conocido; salones llenos de objetos preciosos, el dorados y el plateado brillaba por doquier, la ostentación de riqueza era un elemento muy importante, que ambos llevábamos con orgullo. Miraba por encima del hombro a todo el mundo, porque yo era una diosa que estaba por encima de los demás... incluso de mi propio marido. 

Las malas lenguas dicen que yo fui la causa de su muerte, pero no tuve nada que ver en ella. Dios se adelantó a mis propósitos, y me arrepiento de no haberlo hecho yo antes, puesto que así habría adquirido más práctica. ¿Os sorprende que diga esto? ¿Por qué? ¿Acaso no tenéis ganas de matar a alguien y queréis tener la oportunidad para cometerlo? ¿En serio que no? No soy culpable de nada, yo solo quería ser la emperatriz con poder absoluto, cosa que es negada a toda mujer por muy divina o consorte del emperador que sea. Si de verdad Dios no me quería en el trono de Bizancio, ¿por qué me dio el deseo de gobernar sola? 

Nunca me ha gustado matar, es un trabajo bastante sucio, y no me apetecía manchar mis hermosas manos níveas con sangre impura de aquel que creía amarme con locura. ¿Acaso los hombres son tan bobos, tan ciegos, que no distinguen un amor puro de uno que no lo es? ¿O su orgullo les impide ver la realidad? Yo creo que es lo segundo, porque el emperador hasta su último aliento pensó que yo le amaba. ¿Qué le amaba? Una mujer que quiere gobernar no puede amar, es imposible. Sacrifica muchas cosas por el camino, y una de ellas es ese sentimiento humano del amor. Pero todo cambió cuando yo estaba en el poder, sentada en el trono, diciéndome a mí misma: "ya estoy donde Dios me ha predestinado". Es cierto, Dios me colocó allí, ese era su deseo y el mío, pero no todo el mundo lo entendía mi propio hijo, la sangre de mi sangre, al que di la mejor educación y me esmeré porque fuera un buen noble, con dinero suficiente para vivir más que cómodamente en un palacio de mi territorio, se alzó contra su madre, ¡su propia madre! ¡Aquella que le dio la vida y que sin ella no sería nada! Con qué descaron se alzan los hijos creyendo que tienen la razón.

Que quería tener las riendas del poder, me decía, ¡qué estúpido! Un mocoso como él jamás podía tener en cintura un territorio como lo es Bizancio, si hice lo que hice fue claramente por su bien. Estaba curada de espanto, me deleité viendo las torturas a las doncellas que yo mismo delataba, y me agradaba en demasía ver la sangre -que no tocarla-, sus gritos de dolor, y sus súplicas eran como música para mis oídos. En todo eso pensaba cuando, adormecido con unas hierbas que bien conocía de mi oscuro origen, te tumbé entre sedosas sábanas y, con mis propios dedos pulgares, apreté hasta que tus ojos extallaron en tus órbitas, mientras tú lo sentías pero tu cuerpo estaba tan adormecido que no podías hacer nada, pero sí sentirlo. Te lo merecías, ibas a quitarme lo que más me había costado en la vida, mi razón de existencia, la energía que me hacía revivir cada día. ¿Y tú te lo tienes que quedar cuando has venido después que yo y no has hecho nada para merecerlo? Por encima de mi frío e inerte cuerpo. Sabía que ibas a realizar una conjuración para derrotarme, pero fui más lista y te vencí, te dejé sin eso que todo ser humano aprecia más que nada: la vista. Yo te di la vida, ¿acaso no tengo derecho a modificar mi propia creación? Dios me daría el don de tenerte, pero yo te llevé y decido sobre ti, tu cuerpo y pensamientos, porque soy tu madre.

Pero esto no lo entienden los hombres, que no tienen hijos, y se confabularon todos contra mí. ¡Qué cruel puede llegar a ser el ser humano cuando quiere! Yo al menos tenía un buen motivo, ¡pero ellos no! ¿Qué les hice yo? Solo reclamé lo que era mío por derecho, no me iba a ir sin luchar, iba en contra de mis principios. Por la fuerza me echaron del trono, al que me aferré con fuerza, y me desterraron a una isla salvaje, que tenía poca civilización, alejada del lujo y de la ostentación del palacio y de la capital. ¿Cómo se puede ser más cruel? Seguro que mi marido, desde el Más Allá, se estaba vengando de mí pero, ¿de qué? Yo solo sé que soñaba con matarlo porque se interponía en mis planes, pero pensar no es ningún pecado siempre que no pase de la mera ilusión, ¿no? 

Ahora escribo esta carta, como último testimonio de mi vida. Si alguien la lee, espero que no la rompa y me recuerde, y de esa forma seré inmortal. Por mucho que hayan hecho, que me hayan echado, yo siempre diré lo mismo por los siglos de los siglos hasta el Juicio Final:

Yo soy la legítima emperatriz

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