martes, 18 de febrero de 2014

IV. Un revés del destino



Ya no podía creerlo… ¡mi abuela conoció a la madre de mi amada! La gente que no cree en el destino ahora debe estar con los ojos abiertos como platos, con la boca abierta de la muda sorpresa, y pensando en todo lo que han escuchado acerca de ese destino que muchos consideran inexorable y que ellos tildan de simple charlatanería… ¿Coincidencia? Las coincidencias no existen, y mucho menos en situaciones donde el elemento sobrenatural está presente a cada paso que das. Sin embargo, mi maravilla se solapa con la tristeza que me embarga, pues siento mucha compasión por mi anciana abuela. Ese secreto tan arraigado en su corazón, esa carga de no haber perdonado a la amiga que la salvó de la desesperación e incluso soñar que se abrasa en el fuego del Infierno por el suicidio que se cometió... ojalá supiera qué decirla, pero las palabras no salen de mi boca, me quedo mudo; mi cerebro no reacciona, simplemente se queda en un estado de pausa, sin saber qué orden dar al resto del cuerpo. Y me hubiera gustado tanto ayudarla… es una de las pocas personas de mi familia a las que aprecio de verdad, y no me agrada en absoluto verla derrumbada, con el carácter y el porte que siempre ha tenido y ha cuidado de mantener. 


Al día siguiente me acerqué a ella para ver cómo se encontraba, y si necesitaba compañía, pero estaba como siempre, diciéndome mientras alargaba la mano que no la acompañara, que yo tenía que vivir mi vida y aventuras, era joven y la vida me abría un sinfín de posibilidades que ella también vivió. En el fondo de mi corazón, le agradecí ese gesto, pensando que era una de las personas más honestas que conocía en ese momento… obviamente sin olvidar a mi amada Selene, mi amor platónico, mi amor instantáneo, de la que aún no sabía apenas nada. Quedaba poco para la primera luna llena, y mi corazón se agitaba más en el pecho a medida que veía los días pasar, y se acercaba el dichoso día. Pero, como siempre ocurre, hay personas que se interponen en tu felicidad, una y otra vez, viniendo de las manos de mis padres en esta ocasión. Durante ese tiempo tuve muchos roces con ellos, pero el más sonado fue unos pocos días antes de la luna llena.

-Alonso, creo que tenemos que hablar –dijo mi padre acercándose con solemnidad-.

-¿Qué queréis, padre? –contesté con la mayor entereza que pude, aunque la figura de mi padre era más que imponente: de hombros anchos, mirada decidida, pasos amplios y solemnes… un auténtico aristócrata de noble cuna, de sangre azul, que considera a todos los demás inferiores a él y por eso los mira por debajo del hombro-.

-Creo que nos debes, a tu madre y a mí, una explicación –comenzó a decir-. ¿Qué es eso que dice tu prometida sobre una extraña mujer que ha aparecido, que si vas a verla por las noches… parecen divagaciones de una joven como ella, pero queremos asegurarnos que no hay ningún problema. ¿Lo hay?

-No padre, claro que no.

-Entonces, ¿quién esa extraña mujer?

-Nadie padre, no existe –cuando lo dije, creí que mi corazón daba un vuelco. Decir que mi amada no existía, que obviaba su existencia, me provocó un sentimiento de tristeza, sentía que la traicionaba negando que ella estaba en su vida -. Será que, estando cerca de la fecha señalada, se encuentre nerviosa y vea cosas donde no hay nada. Simplemente eso.

-Eso espero –e hizo una ligera pausa, mientras clavaba sus ojos marrones oscuro en los míos-. Hijo, no sé si es necesario que te explique lo importante que es este matrimonio para la familia. Sentimos que te veas obligado, pero…

-El honor conlleva realizar tareas que no nos agradan –respondí terminando su frase-. Lo sé perfectamente, y se lo dejé claro a Alejandra. Que me haya querido creer o no, es cosa suya. Yo me casaré con ella, y no hay más que hablar. 

-Me alegro que lo entiendas y acates de esta forma, hijo mío. Tu madre y yo estamos orgullosos.

Y se marchó para reunirse con mi madre. Yo apretaba los puños para evitar que mis lágrimas rodaran por mis mejillas, debido a la rabia que me embargaba. ¿Cómo pude actuar de una forma tan cobarde e hipócrita? Todo mi código moral, echado por tierra, todo mi coraje y mi valentía habían, literalmente, desaparecido. En ese momento, solo pensaba una cosa: “ojalá puedas perdonarme eso, Selene”. “Pero un verdadero caballero tiene que reponerse de esos embites” me dije a mí mismo para armarme de valor, “no debo dejarme llevar por este tipo de cosas. Lo he hecho para protegerla, para protegernos, y no hay nada de malo en eso”. Me repetía esas frases una y otra vez, intentando que cobraran sentido para mí mismo, creerme mis propias palabras, intentar que fueran una especie de bálsamo para mi corazón dolido. Y funcionó, aunque me llevó unos cuantos minutos, pero me repuse casi en mi totalidad. 

Seguía dándole vueltas sobre la hermana de Selene, que se encontraba en un convento de clausura, y lo complicado que podía resultar verla. Sabía que no sería imposible, pero un desconocido acercándose a un lugar sagrado para hablar de los muertos no tiene mucho sentido. Cada vez la idea de que Selene era un espectro cobraba mayor fuerza, ya estaba casi convencido. Pero no entendía una cosa… siempre me contaron que los espectros eran seres terribles, que solo buscaban calamidad para los mortales, atormentados por algo que no realizaron en su vida, o que por su nefasta muerte no consiguen descansar en paz. Incluso me llegaron a contar que Dios no los admitía en los jardines del Paraíso, y que los condenaba a vagar sin rumbo por la tierra de los vivos, pero sin serlo. ¿En verdad Selene, que rebosaba vitalidad y fuerza, podía ser uno de esos fantasmas que relatan en los cuentos para asustar a niños y adultos? ¿Esa fragancia que emanaba de su cuerpo, esos ojos que miraban con curiosidad e interés, brillando con un fulgor de inteligencia que pocos humanos podrían jactarse de poseer de verdad? Y su piel… ¿un espectro podía ser corpóreo, de piel delicada y suave, perfecta, limpia y deliciosamente nívea? Mi parte racional me gritaba que era imposible, mientras que mi parte irracional me susurraba que no estaba seguro del todo, y ante la duda, caben las posibilidades.

Esa noche había luna llena, por lo que andaba de un lado para otro de mi habitación, susurrando su nombre, sonriendo ante su solo recuerdo, aunque fuera una vaga evocación en mi mente. ¿Cómo una persona, fuera espectro o no, podía causarme tal sensación de felicidad? La hora llegó, y me embarqué a encontrarme con ella. 

Estaba en el mismo sitio de siempre, mirando a la luna, con su cuerpo refulgiendo como si fuera un rayo condensado del astro que se alzaba sobre ella. Cuando me acerqué, giró su fino cuello, y al verme una sonrisa de ternura se dibujó en sus labios. En ese momento, pensé que era un ángel que había bajado del cielo para darme su bendición. Un ser humano, de carne y hueso, no podía ser tan hermoso. Tenía que estar prohibido, a la fuerza. 

-Hola, Alonso.

-Hola, Selene.

-Puntual, como siempre. ¿No tienes problemas por venir a estas horas intempestivas? 

-No más de los que ya tengo –y diciendo eso, salté a la barandilla del puente, pues estaba algo cansado. Vi el miedo surcando sus ojos, un pánico irracional cubría ahora su rostro, y alzaba la mano como si quisiera impedirme que lo hiciera-. No te preocupes, estaré bien. 

-¿Seguro? No quiero que pase otra vez.

-¿Otra vez? ¿Qué pasó la otra vez?

-Nada, no es nada. Simplemente me preocupo por ti. ¿Acaso es raro que tu amiga quiera que estés a salvo? 

-No, claro que no, es normal, pero… lo siento, no puedo evitar sentirme intrigado por la frase que has dicho: “no quiero que pase otra vez”. 

-¿Qué tiene de raro?

-¿Estuviste hablando aquí con alguien, e hizo el mismo movimiento? ¿Se quedó sentado, frente a ti, admirando tu belleza? Le comprendo, y también siento ciertos celos… de que hayan admirado tu belleza antes que yo, que puedan arrebatarte de mi lado…

-Alonso, hay cosas que es mejor que no sepas –dijo, con un tono de voz monótono, triste, y con un ligero matiz de amenaza, aunque de forma muy velada-. Deja las cosas tal cual están, y no escarbes en el pasado. Nunca salen cosas buenas cuando se hace eso.

-¿Y me dices eso solo porque te he preguntado acerca de esa frase? Selene, no soy estúpido. Me estás ocultado algo. Bueno, algo no, todo. Me da la sensación de que no confías en mí.

-No es que “no confíe en ti” Alonso, simplemente hay cosas que no debes saber, por tu bien. 

-¿Eres Aurora, verdad? –y una mirada de desconcierto se dirigió a mis ojos-. Sé tu historia, al menos en parte. ¿Por qué no me lo has contado? Me has llamado amigo hace unos segundos; si de verdad fueras mi amiga, me lo contarías.

-A veces escondemos la verdad para proteger a aquellos que consideramos dignos de ello –dijo Selene, con un tono lastimero en su voz-. Y no quiero abrir viejas heridas que ya consideraba cerradas y desterradas de mi mente. 

-Por favor, Selene, o Aurora, me da igual. ¿Serás capaz de contarme algo de ti?

-No puedo. Lo siento.

-Bueno, pues si no puedes hacerlo, tendré que buscarlo yo. Y hazte esta pregunta, por favor, ¿de qué te sirve tener amigos si no confías en ellos?

Nada más decir eso, salté de la barandilla y me di la vuelta para marcharme a mi casa. Obviamente yo tenía más que perder, yo había sacrificado –aunque muy poco, pero algo-, cosas para estar allí con ella, mis pensamientos solo iban hacia su persona, estaba en las fronteras que dividen el amor de la obsesión. Y me lo pagaba con más secretos, con más mentiras al fin y al cabo. Mi enfado era tal, que no escuchaba a mi corazón, que se estaba desintegrando por lo que acababa de hacer. Dedicar duras palabras al ser amado nunca es agradable, y menos cuando nos dejamos llevar por los sentimientos de ira u odio, aunque pasajeros, pero que ejercen una fuerte influencia sobre nuestras palabras y actos. Luego sí que me arrepentí de mis palabras, porque ese recuerdo de su rostro, con las lágrimas comenzando a aflorar de sus cristalinos ojos, esa mirada propia de a los que se les ha roto el corazón… es desoladora. No hay día que no recuerde eso, y que mi corazón se encoja del dolor que causa esa imagen en mi ser. 

Pero volvamos a nuestra historia. Después de ese “incidente”, por llamarlo de alguna forma, me decidí a investigar por mi cuenta sobre la familia de Selene, sobre las hermanas Aurora y Celia, y todos los que han estado relacionados con ellas. Era una tarea bastante ardua, que llevaba más esfuerzos que recompensas posteriores, pero estaba tan animado por emprenderla, por tropezarme mil y una veces, soñando con llegar al final de aquel asunto, pues tenía la sensación de que Selene necesitaba mi ayuda, aunque no la hubiera pedido. 

A la semana siguiente, con el ánimo recobrado, las esperanzas renacidas en mi cuerpo, estaba dispuesto a dar mi primer paso serio. Me sentía como un niño cuando disfruta con un caramelo, pues me resultaba harto agradable esta aventura, no sabía muy bien por qué, pero era así. Por la mañana temprano me levanté, hice las cosas que debía hacer lo más rápido posible, movido por el entusiasmo de estar acercándose al final de una historia. Estaba claro para mí que todo se solucionaría preguntando a la hermana de Aurora, la que aún vivía, al menos no había contemplado la opción de que no fuera así. Después de un fugaz desayuno, pues la excitación me quitaba el apetito, caminé hasta el monasterio de las Descalzas, donde se encontraba en unión con Dios aquella mujer. No sabía muy bien cómo presentarse, si decir que era un familiar, o simplemente quería hablar con ella en nombre de mi abuela, que era una querida amiga de su madre. 

Divagando en esos pensamientos, me presenté en las puertas del monasterio. Había averiguado que era necesario, ante todo, mostrarse muy piadoso con la monja que se encargaba de las visitas del exterior, pues al ser de clausura solo se permitían visitas una vez al mes, como me enteré antes de acudir en el día que siempre se fijaba para las visitas. Al entrar por la augusta puerta de madera, sencilla pero imponente, una monja ataviada con la vestimenta propia de una persona de condición señaló una de las puertas del lado derecho del pasillo que se abría ante mí. Debía de estar acostumbrada a este día, pues ninguna palabra salió de sus labios. 

La sala estaba bastante llena, pues el monasterio, aunque no era muy grande, sí que estaban las principales hijas de las familias de Madrid, sobre todo las muchachas más jóvenes, pues no podían tener herencia y la dote que les pertenecía no era tan amplia como la de la primogénita; por cuestiones económicas y de honor, para preservarlas del contacto masculino, eran introducidas en monasterios, de clausura o no, para dar su vida a Dios y vivir en armonía con el silencio y con la Creación. Me senté en una silla, mientras iban saliendo las monjas una tras otra, acercándose a sus amados padres, hermanas y hermanos, sobrinos y sobrinas. Las lágrimas fluían por sus mejillas, estaban contentas por ver a sus familiares, a los que seguramente dedicaban todas sus oraciones.

Buscaba en vano, pues nunca la había visto, no sabía qué apariencia tenía. Había pensado en buscar a alguien que fuera igual a su amada Selene… pero con las vestimentas, la cantidad de gente que había, y la luz pálida que nacía en las lámparas a ambos lados de los muros de la sala, se tornaba una empresa imposible. Observando que una de las monjas más ancianas ya se despedía de sus familiares, decidí acercarme para preguntarla sobre Celia.

-Disculpe mi atrevimiento, pero quiero hacerla una pregunta. ¿Sabéis donde se encuentra una monja llamada Celia? Soy un lejano pariente, que ha estado muchos años viajando por el mundo hasta ahora, pudiendo descansar de nuevo en la ciudad que me vio nacer, Madrid. He venido expresamente para verla –dije, mintiendo de la forma más descabellada posible. Ya me había forjado esa historia, por si acaso, pues siempre hay que barajar lo que pueda ocurrir… o al menos casi todo-.

-Oh, querido –comenzó a decir la egregia dama-, siento que tu viaje haya sido en vano. Nuestra hermana Celia ahora se encuentra gozosamente en manos de nuestro Señor. Que descanse en paz –dijo mientras se consagraba-.

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