viernes, 31 de enero de 2014

III. Aumenta el misterio


Veía mis esperanzas renacidas, sentía que poco a poco me estaba acercando a mi meta final: averiguar de una vez por todas quién era esa misteriosa mujer que cada luna llena estaba en el puente, observando a la luna, como si de ella esperara la solución a todos sus problemas. Un terror preternatural invadía mis pensamientos sobre aquella doncella, porque de repente todo parecía encajar en mi cabeza: una mujer misteriosa, que vestía de una forma “pasada de moda”, que solo aparecía en las noches de luna llena, y cuya muerte fue la comidilla de las chismosas del momento, incluso todavía se transmitía de boca en boca. Pero tampoco podía ser posible, por dos simples razones: primero, porque no creía en fantasmas, esos seres que plagaban la imaginación de los pueblerinos, apareciendo en todo tipo de historias y de cuentos, como si fuera lo más normal ver uno de esos espíritus. Yo no creía en ellos, no entendía por qué un espíritu se encuentra en nuestro mundo, no consideraba que fuera divertido quedarse en este mundo, y aunque fuera un alma atormentada, para eso se encontraba el Infierno o el Cielo, y siempre los monjes nos contaban que el descanso eterno llega con la muerte; por otro lado, la había tocado, era un ser corpóreo con masa, huesos, músculos, tenía consistencia. ¿Desde cuándo un fantasma podía tener eso? Al menos en las historias que circulaban sobre ellos se mostraban como figuras incorpóreas, un pasado de lo que fueron, una pálida sombra de lo que en realidad fueron en vida.   


Con esos pensamientos calmé mi ánimo, y se templaron mis nervios. Me repetía, una y otra vez, que aquella figura no podía ser un fantasma… había leído en muchas novelas que algunas personas sufrían una extraña enfermedad, en la que adoptaban todas las características de un ser que había dejado este mundo para adentrarse en el Más Allá, con la piel pálida, la respiración prácticamente inexistente, el corazón dejando de latir… para despertar de nuevo en unos días, como si resucitaran por alguna razón, y causar el estupor entre los conciudadanos, familiares y amigos. Incluso había oído de la boca de médicos casos reales, que ellos mismos habían presenciado. ¿Y si se la consideró como muerta, despertó en un frío y desolado ataúd, todos sus amigos considerándola como pasto de la tierra y los gusanos, y no atreviéndose a presentarse de nuevo por la desgracia acontecida a la familia, decidiendo tomar esos macabros votos de vivir en la soledad de un cementerio abandonado? Pero conservaba una apariencia muy joven, como si los años no hubieran pasado sobre ella… cada vez que pensaba algo, nuevas ideas surcaban su mente, y daba vueltas y vueltas sobre lo mismo, encontrando no una, sino miles de soluciones, con sus correspondientes contradicciones y pegas.

Pero no podía, ni debía, pensar en esas cosas, pues no estaban acordes con pensamientos racionales. Su misión ahora era, sencillamente, hablar con la hermana que había quedado viva, para ver si ella podía alumbrar su mente, dar un poco de luz a este misterio. Estaba sumido en mis pensamientos, observando la lluvia tras el cristal del salón de estar de la casa, un chapoteo agradable que era música para mis oídos, el mejor calmante que mi cuerpo pudiera poseer en ese preciso momento. Su amor, tan puro y desinteresado, por aquella extraña muchacha lo habían llevado a una resolución: daba igual si era un ser vivo, espíritu, ángel o ser infernal; él la amaba, por cómo era, siendo lo importante su “alma”, su forma de ser, y no la forma carnal en la que se presenta. Apoyada mi cabeza sobre mi puño cerrado, mi hombro hincándose en el pequeño resquicio de la ventana, cuando unos pasos sonaron a sus espaldas. Eran como un eco lejano, una reminiscencia de un recuerdo, tan alejado de todo lo que bullía en su mente al considerarlo muchísimo más importante. Una voz, harto desagradable para él, lo sacó de sus pensamientos, como si alguien sacara, de forma deliberada, a alguien de un hermoso sueño. 

-Llevas muchos días pensativo… espero que estés pensando en mí –dijo Alejandra, en un tono de cortesía y también de orgullo herido, porque sabía que algo no iba precisamente bien-.

-Hay muchas cosas en mi mente que debo solucionar, nada más –dije en tono seco, dando a entender que no quería seguir con la conversación. Pero ella, que era de todo menos derrotista, continuó con su intento-.

-¿Qué cosas son? –preguntó mientras se sentaba a mi lado, clavando sus ojos castaños en mi figura, como si intentara emplear algún tipo de hechizo con su mirada. Le funcionaría con los demás jóvenes nobles, pero no funciona con un corazón verdaderamente enamorado, teniendo un armazón que lo protegía de todos esos ataques-. ¿No me lo puedes contar?

-Son cosas personales que quiero tener solo yo en mi mente.

-¿No confías en mí?

-No –lo dije de una forma tan sincera, tan directa, que ella no pudo menos que ruborizarse de rabia-.

-¿¡Cómo te atreves a tratarme así, a tu futura esposa!?

-Ya veremos si voy a ser tu marido, no cantes victoria.

-¿En serio? No quiero alarmarte, pero yo sé lo que haces ciertas noches –una sombra de horror surcó mi rostro-, sí, ahora me prestas “verdadera” atención. ¿Crees que soy tonta? Siento decepcionarte, pero no tengo un pelo de eso. Sé que estás quedando con una muchacha de una belleza sin igual, tú, que estás ya comprometido con alguien –y se abanicó un poco con la mano, en una clara señal de indignación. Pero lo que estaba en juego era su orgullo, su reputación como doncella a la que todos los jóvenes deseaban con ferviente pasión-. ¡Cómo puedes engañarme! ¡Yo, que he intentado ser una mujer ejemplar, amable, simpática, dulce y adorable!

-No sé a dónde quieres llegar –comencé a decir, cortando su monólogo lastimero y sensiblero-, ni a lo que te refieres. Solo te pido que no te hagas la víctima.

-Por supuesto que soy la víctima –dijo cada palabra con la mayor ira y desprecio posible, como si escupiera cada una de ellas-. Me estás engañando con otra, y yo lo he visto. Te he seguido de noche, una sirvienta a la que pagué bastante bien me comentó que te vio salir una noche de luna llena, solo, con tu abrigo negro, y con bastante excitación. ¡Claro! Los amantes buscan el amparo de la noche para realizar sus actos deshonrosos, actuáis exactamente como ellos… ¿qué he hecho para merecer esto?

-Siento decepcionarte, pero te encuentras así por simple orgullo. Tienes la costumbre de que los hombres anden a tus pies, besen el suelo que pisas, te siente la reina del mundo, colmada de atenciones. Escucha, y escúchame bien: no te quiero, si soy tu esposo es por simple y pura obligación. Nada más. Seré un esposo respetable, decente, no te maltrataré, pues ese no es mi espíritu. Pero no me pidas fingir algo que, lo siento mucho, no puedo darte. Di lo que quieras, delátame si quieres, pero no conseguirás nada. Yo me casaré, estaré contigo porque las circunstancias me obligan, y así no tendrán nada que reprocharme, ni siquiera tú –su mirada cada vez era más furiosa, despidiendo mil y un destellos de rabia casi incontenible-. Además… ¿crees que yo soy estúpido? ¿Acaso no sé lo que tú también llevas a cabo de forma licenciosa, coqueteando con el hijo de la familia de los Moncada? –su rostro palideció por la sorpresa-. Ah, claro, no lo sabías… tú tienes tus formas de conseguir información, y yo las mías. ¿Me quieres decir algo? Enmudeces, no emites sonido, unos segundos antes chillabas como una demente. Te escucho.

-Te arrepentirás de lo que has hecho –dijo, a la vez que se levantó de forma brusca, dejando a un lado toda cortesía o movimiento grácil, para lanzarme una última mirada de odio. Yo lo aguanté con entereza, hasta con indiferencia, para demostrarla que mi corazón jamás, pasara lo que pasase, sería suyo. Un ataque deliberado y directo a su orgullo femenino-. 

Jamás me sentí más lleno de rabia, parecía el Vesubio a punto de estallar en un mar de cenizas, lava y piedras que sepultó la ciudad de Pompeya, como bien aparecen en los cuadros y en los libros que leo para completar una educación que se considere “óptima” para un noble de España. Aquella mujer tenía la valentía de encararse con él, de amenazarle con contar su supuesta “aventura” con la doncella de la luna llena –como la gustaba llamarla ahora, la daba un toque aún más misterioso y fantástico-. ¿Acaso no se puede ser más estúpida? ¿Qué gana contando eso? ¿De verdad cree que van a tener en consideración sus palabras, cuando esta unión va a conllevar pingües beneficios? Harán oídos sordos a cualquier cosa, les da igual, saben que este matrimonio no es por amor, solo están cegados por las riquezas, como los españoles cuando saquearon las ciudades llenas de tesoros de Sudamérica. 

Fui a la biblioteca de la casa, donde estaban reunidos los libros más maravillosos y curiosos que se pueden encontrar en una casa española. Una cosa buena que tiene mi querido padre –gracias al cual tengo un gusto especial por la historia antigua-, es el gusto por la lectura, el ir recopilando copias de los libros más exquisitos, hasta papiros del puño y letra de los antiguos sabios, donde se puede aspirar el aroma de la Antigüedad. Podía pasarme allí horas y horas, perdido entre los libros, y aunque no entendía gran cosa del griego y latín –cosas muy básicas que me enseñó mi querido abuelo, versado en las lenguas del pasado, descanse en paz junto al Señor- me deleitaba intentando desentrañar el significado que había allí plasmado. Mis padres, aunque hubieran querido que me versara más en las artes de la caza, mucho más aceptado por los nobles de todas las edades, también era un elemento de prestigio tener un hijo que dominara el mundo del latín, o al menos aparentara tener un control de esos temas. 

Allí, sentada en una mesa y pasando las hojas de forma un tanto desinteresada, se encontraba mi amada abuela, Amalia, que poseía sangre de cristiano viejo en sus venas, siempre que podía explicaba cómo sus antepasados pelearon contra los moros –símbolo por excelencia del mal en tierras españolas-, y consiguieron siempre el favor de los reyes por su intachable linaje. Era, por tanto, una mujer altanera, orgullosa, aunque amable y dispuesta a ayudarte en todo lo que quisieras y estuviera a su alcance. Quería a mi abuelo de una forma increíble, lo adoraba, y su pérdida cayó en ella aletargándola, produciéndola una especie de estado de sopor del que no parecía despertar del todo. Seguía siendo amable y orgullosa, pero de una forma más apagada, como si hubiera perdido en parte las ganas de vivir. Me acerqué a ella, la saludé calurosamente, y su abrazo fue tan sincero y lleno de ternura como el mío.

-Querido, discúlpame, estaba distraída con estas letras, intentando entenderlas un poco –y se rio un poco; su risa siempre era melodía para mis oídos-. Entre mis ojos, ya viejos y cansados, junto con los pocos conocimientos que poseo, me enfrasco demasiado en la lectura. Tu abuelo me enseñó algunas letras, pero se fue demasiado pronto…

-Ya sabes que siempre puedes contar conmigo para ayudarte a entenderlo mejor.

-Gracias querido, pero una anciana como yo jamás molestaría a un joven en plena flor de la vida.

-He visto a tu prometida rondando por la casa, ¿venía a visitarte?

-Sí, por desgracia sí.

-Ay, cuánto te compadezco –e hizo ademán con una de sus manos, arrugada pero de movimiento firme y sin temblores -. Mira que intenté convencer a tus padres de que no lo hicieran, es un error monumental… ¡nosotros, una familia noble y antigua, unidos ahora con esa panda de obreros con dinero! –y alzó sus manos al cielo, como si intentara implorar la ayuda de la divinidad-. Pero la codicia es poderosa, y corrompe a todos los humanos por igual. 

Comenzamos a hablar de muchas cosas, bebía de sus palabras y enseñanzas, al igual que anécdotas graciosas de su vida con el abuelo, una vida tranquila y apacible, hermosa y envidiable… “ojalá yo pudiera vivir esa vida”, al menos eso me decía en aquel momento. Entonces, me vino una idea a la mente… mi abuela era ya anciana, tenía muchos años a sus espaldas, y ha vivido en Madrid prácticamente desde que se casó con mi abuelo, que fue cuando ella tenía unos 12 años. ¿Acaso podría saber algo de mi misteriosa dama? No perdía nada por preguntar.

-Abuela, tengo una pregunta que hacerte.

-Dime lo que quieras, yo intentaré contestarte.

-¿Conoces algún rumor de una importante familia de Madrid, de hace relativamente poco?

-Oh, querido, como no seas más específico con la familia o con algún dato más, no puedo contestarte. Existen tantos rumores como estrellas se ven en el cielo, y cada día aumentan más y más.

-Uhm… el hombre no quiso decirme el nombre de la familia… pero eran bastante caritativos, cuyo cabeza de familia era Alonso, y tuvo dos hijas antes de que la familia cayera en desgracia…

-¿Te refieres a la familia Olivares? –dijo su abuela, con un semblante serio e interrogante-. Si me dices que tuvo dos hijas, y que cayeron en desgracia sin volver a resaltar en la sociedad, ya nada se habla de ellos… sí, yo creo que te refieres a ellos.

-Puede ser. ¿Sabes algo de ellos?

-Claro, yo era una gran amiga de su esposa, Catalina. Pobre mujer, tener que suicidarse por el dolor de perder a su amada hija…

-¿En serio que la conociste? ¿Y a sus hijas, las viste? ¿Me podrías contar algo sobre ellos, sobre la extraña muerte de su hija Aurora?

-Muchacho, ¿cómo sabes eso? –preguntó la anciana con el ceño fruncido-. Es un cuento de chismosas, que un joven madrileño en estos días no debería ni le interesaría creer.

-Es que… ya sabes, soy muy curioso. Y un hombre muy amable me contó una historia sobre esa familia… los Olivares, ¿no? No me dijo su apellido.

-No me extraña, el pueblo considera que solo nombrarlos causa mala suerte. Es un nombre maldito, aunque no se merecieron ese final, la verdad…

-¿Me lo podrías contar, por favor? Me gustaría escuchar tu historia. 

-Bueno, jamás pensé que volvería a hablar de la familia Olivares, pero puedo considerarlo como un pequeño homenaje a mi buena y querida amiga.

“Cuando yo estaba casada ya durante unos cuantos años con tu abuelo, como sabrás, yo tenía muchos problemas para tener hijos. Murieron los tres retoños que di a luz –que Dios los tenga en su gloria-, y estaba sumida en un terrible momento de tristeza del que parecía no recuperarme. Encontraba mi único divertimento en acudir a la iglesia, rezar fervientemente al Señor para poder dar un digno descendiente a tu abuelo, me sentía totalmente impotente. Y los rumores que giraban a nuestro alrededor no me ayudaban en absoluto, sino que me sumían aún más en ese bucle infinito de tristeza y de malestar interior. Uno de los días que acudía a la iglesia, me encontré con una mujer algo más joven que yo, con un vestido de encaje blanco hermoso, de sedas finas y delicadas, pero modesto para lo que ella podría comprar con sus riquezas. Estaba yo de rodillas, con las lágrimas corriendo por mis mejillas, cuando me dirigió unas palabras:

-¿Qué os ocurre, buena cristiana? Dudo que Dios permita que una de sus adeptas tenga el corazón tan descompuesto como el tuyo.

-Un gran problema me corroe y me destroza la vida –contesté, todavía con alguna lágrima deslizándose por sus mejillas-, y vengo todos los días para ver si mis plegarias son escuchadas.
-¿Podría hacer algo para ayudaros? –dijo, mientras se sentaba a mi lado-.

-A no ser que tengáis poderes sobrenaturales, lo dudo mucho.

Es cierto que no pudo ayudarme en su problema –acabó sonriéndome la Fortuna con un hermoso hijo que sobrevivió-, pero que se sentara a mi lado, que me escuchara y que me reconfortara con palabras suaves y llenas de ternura era todo lo que necesitaba y nadie me había dado. Me salvó del abismo de la tristeza, me ayudó cuando me caí y nadie podía levantarme. Cuando salimos de allí, su porte y maneras de andar eran gráciles a la par que orgullosos, delicados al igual que decididos, y no pude sino pensar que era una especie de ángel que estaba atrapado en un cuerpo mortal. Sus facciones, blancas y finas, parecían de una escultura de mármol recién sacada de un taller; sus cabellos, finos y largos, alcanzando la cintura, tan cuidadosamente peinados y recogidos en un moño a media altura, con destellos dorados a la luz del sol, eran la envidia de todas las mujeres, independientemente de la edad; ninguna arruga surcaba su rostro, aparentaba mucha menos edad de la que debía tener. En resumen: se convirtió, en muy poco tiempo, en mi mejor amiga y modelo a seguir. Cómo trataba a los pobres, con cariño y ternura, como una verdadera cristiana –y no de esos que aparentan ser cristianos hechos y derechos sin ayudar al prójimo, sino haciéndole la vida imposible-. Además, también me reconfortó la idea de que no tuvieran tampoco hijos, aunque no parecía que la asustase, es más, la reconfortaba la idea. 

En una ocasión, cuando paseábamos por los jardines colindantes al Palacio Real, con sombrillas para protegernos nuestras pieles no acostumbradas a la luz del sol, me comentó una cosa muy extraña…

-Veo a las mujeres con niños y se me enternece el corazón, pero yo jamás podré tener uno.

-¿Y eso? ¿Tienes algún problema? ¿O tu marido? 

No contestó, simplemente se quedó callada, mirando al infinito, al bosque que se abría ante nosotras, y me pareció que una sola lágrima corría por su mejilla, mientras apretaba un poco sus labios. Claramente estaba conteniendo las ganas de llorar, por orgullo, por mantener un talante, por vergüenza… eso no lo sabía, al menos en ese preciso momento. Tampoco sabía qué decir, porque era tan extraña la frase, con un tono tan solemne, como si fuera su destino, algo totalmente inevitable, no me atreví a decir nada. Solo cuando ella volvió a romper el silencio, de nuevo con su voz de siempre, alegre y melodiosa, como si nada hubiera pasado. Sinceramente, ahora recuerdo esa frase, en toda mi vida volví a recordarla, porque me pareció tan extraña que mi memoria debió de introducirla en el fondo más recóndito de mi alma. 

Los años pasaron, y hubo un hecho que lo cambió absolutamente todo. Para mí fue lo mejor que me ha pasado en la vida, pero para Catalina… digamos que fue el principio de sus desgracias. Por fin Dios había escuchado nuestras plegarias, la alegría entró de nuevo a nuestra casa, nos habían bendecido con un bebé que aún estaba en mis entrañas. Yo estaba bastante preocupada, no quería que volviera a pasar lo mismo que con los otros –que en paz descansen-, pero tu abuelo me apoyó tanto en estos momentos,  yo creo que gracias a ello pude sacar adelante al que ahora es tu padre. Iba a contarle la gran noticia a Catalina, cuando la encontré saliendo de su casa. Fui corriendo hacia ella, mientras gritaba su nombre para que me prestara atención, y ella giró su cabeza; jamás vi un ser con el rostro tan lleno de tristeza y de espanto. Me acerqué a ella asustada, intenté averiguar lo que la pasaba, y me respondió de una forma lacónica y sin ganas:

-Estoy embarazada.

No entendía por qué ella se encontraba así, cuando por lo general tener un bebé, y más si es el primero –pues tener más de dos sí que es un problema, por la herencia-, me dejó desconcertada. Nada más decirme eso, se introdujo en un carruaje cercano, sin hacerme el menor caso, como si no me oyera, como si fuera un fantasma errante, sin ver ni escuchar ni tampoco hablar. Fue la penúltima vez que la vi. Fui a su casa, quise hablar con ella, comentarla mis cosas y saber de las suyas, al igual que quería saber lo que la pasaba y si podía ayudarla –como ella había hecho conmigo-. Siempre me contestaban la misma frase: “no se encuentra disponible” y cerraban las enormes puertas de madera, con el sonido chirriante de los goznes, como si ya descuidaran su cuidado. 

Empezaba a preocuparme más y más, porque no salía a la calle, estaba encerrada en casa, lo rumores sobre su persona iban en aumento, como en las reuniones de sociedad, en donde las mujeres –y también los hombres, son tan chismosos como sus esposas- comentaban acerca del misterio que giraba en torno a Catalina, diciendo todo tipo de disparates: si había hecho un pacto con el Diablo para tener un hijo, si había abortado y tan avergonzada por ello no quería salir, que había perdido el niño… y mientras lo decían, se reían de su desgracia, disfrutando de cada palabra, regodeándose en la desgracia ajena. Y esas mujeres se consideraban cristianas de pura sangre. Yo no podía escucharlas, me daban ganas de vomitar –y no por el embarazo-, y alguna que otra vez discrepé sobre sus conversaciones, intentando defender a Catalina y su familia. Entre sonrisas y miradas despectivas, recordaban que yo era muy amiga del objeto de sus burlas y cotilleos, e intentaban sacarme información sobre ella, pero yo no decía absolutamente nada. ¿Pensaban de verdad que iba a contarlas algo? Siento lástima por ellas, acabarán en el Infierno por esa actitud.

Llegó el feliz día del nacimiento de tu padre, que fue el más maravilloso de mi vida. Nació sano, fuerte, llorando con energía, y una tez rosada pero llena de buena salud. Tanto tu abuelo como yo no pudimos contener nuestras lágrimas de alegría, porque ya se había cumplido nuestro sueño. No pedíamos nada más… bueno, yo sí, pedía que Catalina pudiera ser tan feliz como yo lo era en ese preciso instante. Si mis cálculos eran correctos, ella tendría que haber dado a luz a la vez, o en unos pocos días más, así que esperé dos semanas antes de volver a presentarme en su casa. Cuando volví a intentarlo de nuevo, me sorprendió que me aceptaran y me llevaran ante su señora, que se encontrada sentada en un sillón mirando fijamente un cuadro de la habitación. Su tez, antaño lisa y delicada, estaba surcada con alguna de otra arruga y había perdido el color de la salud y de la juventud que tanto la había caracterizado; estaba cadavérica, con las mejillas hundidas, con los ojos cansados como si no hubiera dormido en meses, y toda la energía que emanaba de su cuerpo no estaba, como si nunca hubiese existido. Giró su cabeza para verme, y no pudo evitar sonreír cuando me vio, pero era una sonrisa vaga y sin ganas, como si lo hiciera porque era lo que se pedía en ese momento. 

-Catalina, ¿qué te ha pasado? –dije con voz trémula-, no eres ni la sombra de lo que yo recordaba de ti.

-He estado enferma mucho tiempo… -comenzó a decir, con voz monótona y sin ganas. Nada que ver con la alegría y melodía que emanaban de sus labios años atrás-. Pero creo que ya ha pasado, aunque sea solo el principio…

-¿Puedo hacer algo por ti?

-Sí si puedes cambiar el pasado –me quedé muda, porque no sabía qué responderla -. Siéntate, por favor, no quiero ser una mala anfitriona –y me indicó con su huesuda mano, la cual me provocó un escalofrío que recorrió mi espalda, era como la mano de un muerto-. ¿Quieres algo de beber o comer?

-N-no gracias… Catalina, has estado así desde que me dijiste que estaban embarazada. ¿Acaso has perdido el niño de tus entrañas? Sabes que puedes contar conmigo.

-No, no “las” he perdido. Están arriba, en la habitación, durmiendo.

-¿Las? ¿Acaso has tenido dos niñas? ¡Eso es maravilloso!

-Sí, claro que lo es… 

-¿No estás contenta por el milagro del nacimiento? ¡Dios te ha bendecido con dos retoños a la vez! Lo que yo daría por estar en tu situación.

-Yo no te lo recomiendo –dijo con voz grave y profunda, como si no fuera ella-. No veo la bendición por ningún lado…

-Catalina, por Dios y su Santa Iglesia, dime lo que te pasa. Y si eso no mueve tu corazón, dímelo por la amistad que tuvimos en el pasado.

-Uhm… -parecía que dudaba, parecía que estaba pensando seriamente decírmelo o no. Por sus ojos pasó una sombra de desesperación, deseaba de verdad contar todo lo que oprimía su corazón. Pero fue superior su secretismo-. No es buena idea, de verdad. No puedo decírtelo. Lo siento. 

-Veo que no vas a decirme nada más –y me levanté del sillón-, y también no parece que vayas a hablar. Si quieres algo, sabes dónde encontrarme.

Y me marché, con el dolor en mis ojos, las lágrimas luchando por salir, mi cuerpo se sentía destrozado, porque había perdido a mi mejor amiga, a aquella que me había ayudado a salir de mi tristeza… y yo no sabía ni podía hacer nada para ayudarla”. 

Y comenzó a llorar, se notaba que aún se arrepentía de ello. Había guardado esa historia en su corazón, a saber si se lo había contado a mi abuelo o no. La abracé para consolarla, mientras seguía balbuciendo palabras inconexas entre sí, susurraba cosas que yo apenas entendí. Lo único que pude descifrar fue una frase:

-Y años después, sin perdonarla ni tampoco hablar con ella, murió suicidándose, suicidándose… si hubiera sido una buena amiga, si no la hubiera dejado a un lado, ella seguiría aquí. A veces, en sueños, me la imagino abrasándose en los fuegos del Infierno, mientras extiende uno de sus brazos, con la mano abierta, hacia mí, mientras me pide ayuda a la vez que se va ahogando en los vapores sulfurosos del reino de Satanás…

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