miércoles, 5 de febrero de 2014

VIII. El fin justifica los medios


 Desde aquel primer encuentro con Ares, la vida de la diosa se había desarrollado con perfecta tranquilidad. Todos los días, con puntualidad y responsabilidad, acudía Hades a su encuentro bajo aquel árbol que se había transformado en el símbolo de su amistad. Zeus veía con buenos ojos aquella relación cada vez más fuerte y estable, y no podía evitar pensar que dentro de poco Hades pediría la mano de Perséfone en matrimonio. Como padre no le gustaba la idea, pero la trataba tan bien y su hija era tan feliz, que no podía negarse. Pero en esos asuntos, el peso recaía mayoritariamente en Deméter, no en el señor del Olimpo, y ahí es donde comenzaban los problemas. La madre de la joven divinidad se había comprometido a preservar su virginidad, lo que significaba que una petición de matrimonio sería rechazado antes incluso de que finalizara la petición normal. Y si eso ocurría, las consecuencias podrían ser terribles: Hades enfadado era uno de los problemas más desagradables y peligrosos a los que podía enfrentarse, y la Tierra sería la más perjudicada. Y cono daño colateral, Atenea se vería seriamente perjudicada también, pues si la Tierra estaba en peligro, acudiría en su ayuda. Con lo tranquilo que estaba todo… aquella paz sería destruida por los influjos del amor. Vaya arma más terrible ese sentimiento, quizá hubiera sido mejor que jamás los dioses de las generaciones anteriores no lo hubieran creado. Todo sería más fácil, a la par que menos emocionante, todo había que decirlo.

Y hasta el amor había penetrado en el duro corazón del dios de la guerra. Como Hades, Ares estaba cada vez más embelesado con la presencia de la diosa, pues no huía ante su llegada, sino que lo animaba a sentarse; no lo miraba con desaprobación, sino que sentía una gran curiosidad y atracción por sus relatos de batallas, que endulzaba un poco para los oídos de la diosa; y ante todo, dejaba a un lado la fama del dios, por lo que estaba libre de prejuicios y lo veía como una persona un tanto hosca y bruta, pero en el fondo puro de corazón. Ares no creía que eso fuera cierto, acostumbrado a que le dijeran todo lo contrario, pero no le desagradaba. A pesar de ser su hermanastra, lo trataba mejor que su madre. Además, se compadecía de ella, por los planes tan perversos que su madre tenía reservados para ella, y una vocecita en su interior le animaba a boicotearlos a toda costa.

No acudía todos los días a visitar a Perséfone, para no despertar rumores y sospechas por parte de los demás dioses, pero al menos una vez a la semana sí acudía allí. Y tenía mucho cuidado con acudir antes o después de la llegada de Hades. Si algún día le descubría allí, las palabras no tendrían efecto sobre él. Desde que se conocen, hace ya muchos siglos, no podían ni aguantarse una simple mirada. Se odiaban profundamente. Y a ese odio primordial ahora se unía un elemento muy peligroso: el amor. Ares se negaba a sí mismo que sintiera eso (ni siquiera aceptaba los sentimientos que tenía por Afrodita), pero cada vez que pensaba que Perséfone también estaba con Hades, le hervía la sangre, apretaba los puños, y sus dientes chirriaban. Por suerte, o un capricho del destino, Hera no se había percatado del problema… aún. Si lo supiera, sus planes se simplificarían considerablemente.

Estaba reunido con Perséfone en una calurosa tarde de primavera. Ya había pasado un año desde que se conocieron, y aunque para los seres inmortales un año no era nada, lo importante era que había sido el año más entretenido de su inmortalidad. No temía el aburrimiento ni la monotonía al lado de la diosa. Y podía asegurar que Hades sentía lo mismo. El sol estaba todavía alto en el cielo, y los campos emitían un suave olor de todo tipo de flores. Los prados estaban cubiertos por una prominente y tupida alfombra de hierba, y hacia donde uno mirara, veía la naturaleza en su estado más hermoso. Y cuando te encontrabas al lado de la diosa de la primavera, la belleza se multiplicaba hasta el infinito. A su lado, las plantas crecían muchísimo más deprisa, y alcanzaban alturas inimaginables. El árbol que servía de punto de reunión estaba más tupido que nunca, y empezaba a plagarse de flores blancas y llenas de fragancia. Hasta que no conoció a Perséfone, Ares no se fijaba en ese tipo de cosas. Y las seguía considerando banales e innecesarias.

Al principio creía que no tendría temas de conversación con su hermanastra, pero descubrió que la interesaba mucho saber historias del Olimpo, de sus moradores y de aquellos territorios que no conocía, puesto que no había salido de Eleusis. Y él se las contaba encantado. Nada más terminar una historia, pues no la gustaba interrumpir el relato, realizaba una cascada de preguntas, a cada cual más complicada. Se notaba que la pobre diosa no salía de allí, y estaba entusiasmada por conocer cosas. Estaba encerrada en una jaula de oro y cristal, condenada a no poder ver más allá de los bosques sagrados del santuario de Eleusis. Una verdadera lástima. Y aquella tarde, la conversación fue más amplia que de costumbre.

Había estado, por causas de su rango como dios, muy ocupado durante dos semanas seguidas, lo que le había imposibilitado reunirse con su hermanastra en aquel paraje. Por eso, cuando había podido acudir en su compañía, la diosa sonreía sinceramente por volver a verlo. Incluso le había comunicado que lo echaba de menos. Y por ello, sin darse cuenta, había agotado el tiempo límite con Perséfone. Era el turno de Hades, pero no se había dado cuenta. Y cuando se percató de ello, era demasiado tarde. Estaba sentado al lado de la diosa, con una sonrisa en el rostro y levantado ante ella, mientras que con su espada estaba recreando una de las muchas historias de Ares peleando con los espartanos, aquellos mortales que le veneraban como a ningún otro dios. Es posible que desde lejos pareciera que el dios estaba amenazándola, o que los celos empezaron a hacer su efecto en el interior de Hades. Era la primera vez que Hades sufría algo parecido, y por la novedad, no sabía cómo contenerse. Por ello, los desató de forma incontrolada. Alzó su cosmos, amenazante, provocando que la naturaleza del lugar, pese a estar Perséfone allí también, empezó a marchitarse considerablemente. Tanto Ares como Perséfone se dieron cuenta de ello, y se giraron en redondo buscando la causa de aquel fenómeno. Ares ya lo temía, pero tenía que verlo con sus propios ojos. Suplicaba a las Moiras porque no fuera lo que estaba temiendo.

Hades se encaminaba con los ojos llameantes, llenos de rabia. A poco más, invocaría su armadura para entablar combate con Ares, con su enemigo. Pero no actuaba así movido exclusivamente por los celos, sino también por un instinto de protección hacia Perséfone. Ares estaba de pie ante ella, blandiendo su famosa espada de bronce, aquella que estaba tan manchada por crímenes y sangre. Un historial no muy alentador. Perséfone se acercó a Hades, reflejando en su rostro preocupación por la manera en la que estaba actuando Hades. Nunca lo había visto así. Creía que acercándose a él y calmándole, todo se arreglaría. No entendía por qué Ares no quería que estuviesen los tres juntos, e incluso la había obligado a prometer por la Estigia que no le contaría sus encuentros. Ella lo juró, pero no entendía la importancia de la promesa. No veía que pudiera ocurrir nada extraño… hasta que había visto la reacción de Hades. Las piezas comenzaban a encajar.

- Hades, por favor, tienes que tranquilizarte –empezó a decir Perséfone, son voz un tanto temblorosa por la temible figura de Hades –no es lo que parece…

- ¿Y qué debe parecer? –dijo Hades, con voz autoritaria, mirando directamente a Ares. Sabía que Perséfone no tenía la culpa; la única persona que sobraba era Ares. Nadie más –Has caído muy bajo Ares, amenazando con tu espada broncínea a una diosa. Es vergonzoso.

- Y lo dice aquel que se mantiene encerrado en el subsuelo –le espetó Ares -. Debe ser que no te has mirado en el espejo. Tratar con almas y muertos te ha hecho perder la noción de las cosas, Hades –daba la sensación de que había escupido su nombre, como si su sola mención le causara arcadas -.

- Al menos yo tengo mejor fama en el Olimpo. Tu sed de sangre también te traiciona, Ares. Es mejor que te marches, y no vuelvas más. No mancilles este lugar sagrado donde no ha sido derramada sangre alguna.

- Creo que tú estás provocando más destrozos que yo –y señaló la naturaleza medio muerta que los rodeaba -. Me gustaría saber qué es lo que está pensando Perséfone en este momento…

Hades, al ver lo que estaba causando en la naturaleza que tanto amaba Perséfone, se giró en redondo para observar a la diosa. Y lo que vio estuvo a punto de partirle el corazón. Perséfone estaba de rodillas, mientras tocaba con sus manos una planta mustia, doblada sobre sí misma, expirando sus últimos segundos de vida. Hades había concentrado tal cantidad de su cosmos en la zona, que la pobre diosa no podía hacer nada para impedir aquel desastre. Su rostro reflejaba una inmensa tristeza, y a poco más no salían lágrimas de sus ojos. En aquel preciso momento, Hades se dio cuenta de lo estúpido que había sido. Ares había ganado la batalla sin necesidad de hacer nada. Él lo había hecho todo. Su garganta estaba paralizada, pues no sabía qué decir en esa situación, tan delicada e incómoda. Ares lo miraba burlescamente, con una sonrisa llena de crueldad y de victoria. Con un ademán de su mano, invitó a su contrario a que intentara explicarse.

El dios del Inframundo se acercaba poco a poco hacia la diosa, con la cabeza un poco agachada y en cuyos ojos se reflejaba el más intenso arrepentimiento. Su cosmos poco a poco se hizo menos presente, por lo que la naturaleza se iba recuperando gracias a la energía que empleaba Perséfone para ponerla de nuevo en pie. Seguía agachada, concentrada en su trabajo, como si se hubiera olvidado de que estuviera en compañía de dos dioses. Hades acercó su mano hacia el hombro de la diosa, posándolo allí, mientras la decía estas palabras:

- Perséfone, lo siento mucho. No era mi intención hacer esto.

La disculpa de Hades era totalmente sincera, y esperaba que sus palabras llegaran al corazón de Perséfone. Si había conseguido ver en él algo más que una persona misteriosa y oscura, seguro que entendería el arrepentimiento en sus palabras. Perséfone tardó unos minutos en responder, como si estuviera sumida en un trance, o meditara profundamente sus palabras, indagando en ellas para encontrar la disculpa. Con lentitud, movió la mano de Hades que estaba posada en su hombro, y se levantó, todavía de perfil ante los dioses. Se giró para estar frente a frente. En su rostro no había enfado hacia Hades, ni tampoco ira en sus ojos... sino tristeza. Abrió la boca, como si quisiera decir algo, pero las palabras no salían de su boca. No sabía qué decir. Sabía perfectamente que Hades no lo había hecho a propósito, pues respetaba aquellos parajes hasta límites insospechados. Lo único que la mantenía confundida era aquella reacción tan brusca, teniendo a Ares enfrente de él. Empezó a dudar de la imagen que se había forjado de Ares, pues pocos podían causar aquel descontrol en el dios del Inframundo, tan taimado y dueño de sus emociones. Hades pudo leer las dudas en sus ojos, y la acción que hizo a continuación casi ni podía creérsela él mismo.

Se acercó a ella, rompiendo la barrera que había entre ellos. Y la abrazó. Rodeó sus caderas con uno de sus brazos, mientras que con el otro sostenía la cabeza de la joven diosa. Agachó su cabeza hasta quedar a la altura de su oído, a la vez que aspiraba el aroma floral de sus cabellos. Tenía los ojos cerrados, para así sentir mejor el cuerpo de la diosa. Lo tenía tan cerca, estaba en sus manos… sus deseos más profundos se hicieron realidad de una forma diferente a como se lo había imaginado. Perséfone mantenía el cuerpo relajado, y correspondió al abrazo de Hades, que ella entendió como un refuerzo a su disculpa verbal. Sus manos fueron directamente a su cuello, enredándose en sus oscuros cabellos, cerrando también los ojos para evitar que algunas lágrimas resbalaran por sus mejillas. Aquellas lágrimas no eran de tristeza, sino de alegría, de la alegría por ver cumplidos también sus deseos. Hasta ese momento, tenía serias dudas sobre sus sentimientos hacia Hades, pero aquel abrazo los confirmaba todos: estaba enamorada de aquel dios. La tildarían de loca, pero ella estaba enamorada del dios de los muertos. Lo tenía claro.

Ares observaba la escena, entre asqueado por ese arrebato de amor, y celoso, porque pensaba que él también podría haber sido el que ocupara el abrazo de Perséfone. Los celos se imponían a la repugnancia. Y tampoco reconocía a Hades, aquel que tenía un corazón tan impenetrable como el suyo. Bueno, ya las altas murallas que rodeaban su corazón habían caído como simples hojas de papiro, mientras Perséfone se acercaba a él y le daba el calor y el amor que nadie hasta ese momento le había brindado. Había sido la única que había traspasado esas defensas, pues había tenido la valentía de encararse ante la máscara de frialdad del dios, para sonsacarle su lado más amable y cálido. Si lo contaba en el Olimpo, pocos le creerían, por no decir que nadie. Ni siquiera su madre.

Como si de repente se acordaran de que no estaban solos, deshicieron el abrazo con rapidez. Perséfone estaba claramente ruborizada, sin saber todavía qué decir, mientras que Hades cambiaba su mirada a una mucho más severa y fría, dirigida lógicamente a Ares. Sospechaba que el dios estuviera allí como una especie de enviado de Hera, un títere que se encontraba bajo su control. Y como había prometido a Zeus, protegería a su hija hasta las últimas consecuencias. Si tenía que enfrentarse con Ares abiertamente, lo haría. La fuerza del amor, poderosa y desconocida en su cuerpo, le aportaría una energía prácticamente inextinguible. Sentía que podía retar y vencer a todos los gigantes y titanes juntos, con la ayuda de su espada y del sentimiento que Perséfone había despertado en su interior.

- Debo pedirte las gracias Ares, porque de no ser por ti, no habría podido sentir esta felicidad que consume mi pecho –Hades le dedicaba una sonrisa llena de triunfo, y parecía que lo observaba por encima del hombro. Los enamorados siempre se consideraban por encima de los demás -. Te estoy muy agradecido, de verdad. Pero hay una cosa que no hace más que darme vueltas por la cabeza… ¿qué te ha atraído hasta aquí? Porque no debe de ser la primera vez que pasas un rato al lado de Perséfone. ¿No vendrás por orden de tu madre, de Hera?

- Nadie me da órdenes. Hago lo que quiero.

- Eso no lo dudo. Pero reconoce que Hera te está utilizando como una pieza más de su juego. Acaba con esto. Renuncia a ayudarla, deja que todos vivamos en paz.

- El amor te ha cambiado, Hades, de una forma sorprendente. ¿Estoy ante el mismo dios que quería todo tipo de males hacia mi persona? Me río en tu cara, Hades. Las cosas se están volviendo cada vez más complicadas, y todo está colocado para el movimiento final. Incluso tú eres una pieza más del juego. Una mera herramienta, como yo. ¿Y dejar que Zeus se salga con la suya? Creo que no. Ya es suficiente. He pasado muchas humillaciones por su culpa. Ya no soporto más.

- ¿Qué pretendes, Ares?

- Que Zeus pague por todo lo que ha hecho. Y ella –señaló a Perséfone –es la llave para cumplir con mis deseos.

- No entiendo nada –Perséfone, al ver y escuchar que hablaban de ella, no pudo evitar unirse a la conversación. Parecía que todo giraba en torno a ella, que no había hecho absolutamente nada -. ¿Por qué tengo que ser la clave de tu venganza personal? ¿Qué te ha hecho Zeus para que le desees tanto mal?

- Perséfone, no tienes ni idea de cómo es Zeus en realidad… -y la dedicó una peligrosa sonrisa, llena de misterio. Tenía unas ganas terribles de contarla la verdad: Zeus es tu detestable padre, y nosotros por desgracia somos medio hermanos. Pero tenía que morderse la lengua. No era el momento oportuno. Cuando estuviera sufriendo, se lo contaría, para rematar la jugada -. Y de los secretos que va escondiendo por el mundo. Pero no soy quien para desvelarlos. Que cada cual cargue con lo suyo y que haga lo conveniente. Creo que se está haciendo tarde, y debo partir. Hay asuntos que debo resolver…

Se dio la vuelta, dándoles la espalda, dispuesto a salir de allí para no verlos más. Odiaba a Hades muchísimo más; mientras que Perséfone, aquella que lo había aceptado más allá de su aspecto fiero y tosco, lo rechazaba de esa forma. Prefería a un dios sensiblero que se enmascaraba en un velo de frialdad e indiferencia. Prefería la hipocresía a su naturalidad que tanto atraía a las mujeres. Ella, que había despertado en su interior algo parecido a lo que sentía por Afrodita, tenía que ser una mujer diferente a las demás. Lo pagaría caro. Hace unos minutos, le rondaba por su cabeza la idea de perdonarla, de evitar que toda la ira de su madre recayera sobre ella; ahora, tendría que soportar la ira de los dos.

Hades lo seguía con la mirada, intentando averiguar lo que pasaba por la mente del dios. Temía que Ares, en uno de sus famosos e impulsivos movimientos, hiciera algo que pudiera poner en peligro a Perséfone. Tenía que hablar con su hermano Zeus cuanto antes, informarle de aquel percance y también, ya de paso, transmitirle sus sospechas. Que Ares se presentara ante Perséfone, que intentara ser su amigo, que fuera tan amable… era muy extraño. Jamás había tratado a alguien de esa forma. Y si uno empezaba a atar cabos, pensaría que detrás de aquella actitud se encontraba la mano de Hera, una diosa de lo más peligrosa.

- Perséfone, debo marcharme.

- ¿Tú también? Hades, por favor, no te vayas –y tomó su mano, en un vano intento por hacer cambiar al dios de opinión -.

- Debo irme. Lo que acaba de ocurrir va a desencadenar acciones que nos van a perjudicar a todos. Y cambiarán nuestras vidas.

- ¿Por qué dices eso? Me estás empezando a asustar. Y detesto que me escondas cosas tan importantes. ¿Acaso no confías en mí? –Perséfone clavó sus verdosos ojos en los azulados de Hades, recriminándole no la partida, sino el secretismo de los acontecimientos. Cada vez se abrían más interrogantes ante la diosa, y odiaba que Hades supiera la respuesta a todas las preguntas y no la desvelara la verdad. Empezaba a creer que no confiaba en ella -.

- Claro que confío en ti Perséfone. Me ofende que creas eso –y la diosa se ruborizó levemente por su estupidez -, pero todavía no estás preparada para saber. Cuando todo termine, te prometo que hablaremos con calma de todo este asunto. Te lo prometo.

- ¿Me lo contarás todo aquí, en este sitio, donde nos conocimos?

- Sí.

Separaron sus manos. Hades en verdad se resistía a dejarla sola, pero Eleusis era el lugar más seguro para ella. Al lado de su madre. Deméter sería todo lo cabezota y testaruda que quisiera, pero también era muy poderosa. Incluso Ares sabía que enfrentarse a ella no era buena idea. Y si hasta el dios de la guerra tenía sus dudas al entablar un combate con ella, sería la mejor protección. Sabía que si Perséfone insistía más en que se quedara, su voluntad se vería totalmente destruida. Una vocecita en su interior le decía: quédate con ella, sigue por una vez tu corazón y deja a un lado los deberes. Encantado lo haría, pero no tenía más remedio. Se dio la vuelta, desapareciendo ante la misma Perséfone. Ella, en un intento de nuevo vano para retenerlo a su lado, se acercó hacia el dios, para tomar otra vez su mano y evitar que se marchara. Esta vez no dio resultado. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos, sin dejar un margen de actuación para ella. Si supiera todo lo que se estaba maquinando en su contra; si llegara a conocer la enemiga consagrada que tenía por el simple hecho de haber nacido; si supiera todos los peligros que la acechaban, estaría preocupada por ella misma. Pero sentía el corazón comprimido y aprisionado por la angustia, nacida de su preocupación por Hades. Es posible que, aun sabiendo todo, se preocupara antes por él que por ella misma.

No pudo evitar sentirse triste, desvalida. Aquello era una locura. Daba vanas esperanzas a Hades, pues su madre se negaría en redondo a aquella relación. Mantenía su amistad con Hades en secreto, ¿cómo iba a atreverse a contarla que estaba enamorada? Solo lo haría si quería no volver a ver al dios de nuevo, y era lo último que deseaba. En ese momento, odiaba a su madre con todas sus fuerzas. Apretaba los puños con rabia. ¿Acaso era su deseo permanecer virgen y encerrada en aquel sacro lugar? ¿La había pedido permiso? No. se tomaba el papel de madre demasiado en serio. Ya era adulta, una diosa con todas las letras, deberes, obligaciones y privilegios. No necesitaba sus cuidados sobreprotectores, ni tampoco su vigilancia. Recordaba que hasta se alarmó por ir simplemente a aquel claro, un poco alejado del santuario de las diosas. Cuando al principio su madre la prohibió ir allí, sentía que su corazón se partía en mil pedazos. Menos mal que al final su madre entró en razón, y se lo permitió. Pero… ya no era nadie para prohibirla nada. Solo su madre, no su guardián.

Ares llegó más que airado a los aposentos de Hera, y la narró todo lo que había pasado. Ella escuchaba atentamente, mientras analizaba los gestos de su hijo. Calculaba la posibilidad de que Ares se encaprichara de Perséfone, pero no hasta el grado en el que se encontraba. La favorecía mucho más, pero también estaba preocupada. Un enamorado era un arma de doble filo: si se sentía despechado, era capaz de causar los peores dolores a la persona amada (cosa que la beneficiaba), pero a su vez podría arrepentirse en el último momento, dejando a un lado el dolor y recordando sentimientos mejores. Y eso último la perjudicaba en exceso. No sonreía, sino que permanecía con un rostro carente de expresiones. Incluso cuando terminó de hablar, estuvo varios minutos meditando. Ares la observaba, y pensaba que ese silencio se debía más al cálculo que estaba realizando de su próxima jugada y nada más. Estaba sentada en un trono de fina plata con ornamentos de mármol y piedras preciosas, apoyando su cabeza en una mano, mirando hacia la entrada, situada en el extremo de la estancia.

- Todo ha salido mejor de lo que esperaba –empezó a decir con voz calmada Hera, rompiendo el silencio -. Ha salido tan bien, que hasta me asusta. Pero las venganzas no las realizan los cobardes –y se levantó, acercándose a su hijo, posando una mano sobre su hombro –muy buen trabajo. Tu madre está más que satisfecha con tu trabajo. Nuestra venganza está cada vez más cerca.

- ¿Puedo pedirte un último favor, madre?

- ¿De qué se trata? –Hera enarcó una ceja. No había previsto que Ares le pidiera algo. Iba a tener su venganza sobre Zeus, su mujeriego padre. Aquel que lo humillaba y despreciaba. ¿Qué más quería? 
-. Si está en mis manos, te lo concederé –siempre y cuando me beneficie se decía a sí misma -.

- Te pido el honor de ser yo quien termine con la vida de Perséfone. Nadie me deja en ridículo.

- Curiosa petición, hijo mío. Pero la acepto. ¿Quién mejor que tú con tus musculosos y fornidos brazos para empuñar una espada capaz de matar a dioses? Pero eres poco ambicioso. ¿No quieres matar a Zeus también?

- Ese privilegio te corresponde a ti. Yo me encargo de Perséfone. No me interesa ya nada más.

- Eres tan impredecible… pero bueno, no es mal plan. Puedes retirarte.

Ares hizo una reverencia de respeto y se marchó. Estaba ya en el umbral de la puerta, cuando Hera le hizo una última pregunta, que iba a causarle en lo sucesivo una confusión que nunca antes había vivido. Algo que le causaba, ante la confusión y torrente de sentimientos, una ira que a duras penas podía contener su mente cuerpo.

- ¿Tanto odias a Hades que quieres arrebatarle lo único que ha animado su corazón?

No respondió a la pregunta. Cuando desapareció de allí, con aquella pregunta que lo atormentaría a cada rato, Hera se volvió a sentar. Era el momento de realizar su siguiente jugada. Si todo lo que había previsto se cumplía, su venganza estaría mucho más cerca. Si Ares no se inmiscuía más de lo necesario, su plan estaba a salvo completamente. Se sentía orgullosa, más que orgullosa, porque aunque Zeus sospechara, ya era demasiado tarde. Hasta sentía lástima por él, y en parte no entendía qué había visto en él, ni tampoco lo que le había hecho cambiar. Cuando se conocieron, era tan amable, tan atento, tan cariñoso con ella… hasta que le prometió estar con ella en toda la vasta eternidad. Sacudió la cabeza para quitarse esas ideas de la mente. No era momento de sentimentalismos, ni de debilidad. Pagaría, todos pagarían. Así es su justicia. No hay recompensa sin sacrificio. El fin justifica los medios.

De nuevo, un dios se encontraba caminando por sus estancias. Era Iris, su mensajera personal. De esbelta figura, con ojos azul claro y piel pálida como una escultura de mármol, caminaba con decisión y elegancia hasta situarse ante la diosa. Se arrodilló ante ella, en señal de respeto y de fidelidad, esperando sus órdenes. Su cuerpo estaba cubierto por un vestido blanco, que llegaba hasta los tobillos y era tan ligero, tan vaporoso, que daba una falsa sensación de transparencia. Sin duda alguna, lo que más llamaba la atención de su figura eran sus cabellos: formados por franjas de colores, recreaban las tonalidades que poseía el arco iris, de ahí su nombre y funciones. Cada franja de color parecía brillar con luz propia, y sus cabellos estaban en un perpetuo movimiento sinuoso, serpentino, como si se movieran por una brisa suave que solo afectaba a su cabellera. No llevaba adorno alguno, pues como mensajera de Hera, solo serían un impedimento e incomodidad para cumplir sus encargos.

- Iris, mi fiel mensajera. Tengo un trabajo para ti. Ve a buscar a Afrodita, y tráemela ante mí. Si se resiste a mi petición, aunque sea la señora del Olimpo, puedes hacerla cambiar de opinión con esto –y la entregó un papiro enrollado -. Solo puede abrirlo ella, si tienes que emplearlo para convencerla. Pero nadie más. Lo quiero en mis manos de nuevo. Ahora, puedes retirarte.

- Lo que ordenéis, mi señora.

Iris, con su conocida celeridad, salió de la sala, dispuesta a cumplir su cometido. De un silbido, apareció ante ella un hermoso carro dorado tirado por dos caballos blancos como la nieve, y crines rubias que brillaban por la luminosidad del lugar. A su paso, dejaban una estela de colores, como la cabellera de la diosa. Podría haber ido con sus alas, escondidas en ese momento porque no eran útiles, porque la parecía un asunto importante, y había que mostrarse con toda la dignidad posible. Aunque cuando llegara ante la presencia de Afrodita se sintiera muy inferior. Era ni más ni menos que la diosa del amor y la belleza.

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