sábado, 28 de diciembre de 2013

III. Hermosa maldad

Han pasado muchos siglos, y sigo esperando una especie de redención, que los dioses perdonen mi falta, que en mi opinión no fue tan grande como para tener un castigo semejante al que soporto. Antes no entendía qué problema podía tener ser eterno, pero después de tanto tiempo, te cansas de la vida, sencillamente, estás harta de ver cómo van pasando ante tus ojos generaciones de hombres, de seres con los que te identificas porque fui como ellos, y de que te señalen y te culpen de todos los males que hay por el planeta. ¿Acaso yo tengo la culpa de que los dioses me crearan curiosa? Es muy fácil echar la culpa a los demás, cuando en realidad es culpa de uno mismo, ser maldita ante dioses y hombres; los primeros, porque me crearon así y me condenaros a la inmortalidad como castigo por mi acto, los otros porque por la tradición me consideran el nido de todos los males del mundo.

Yo nací con muchos dones, todos entregados por los dioses, fui su creación más perfecta, pero ya con un objetivo maligno: causar males entre los hombres, como luego pasó con la famosa Helena de Troya, o como otras mujeres a lo largo de la historia, todas ellas reencarnaciones mías como castigo impuesto por los dioses. Todas las mujeres que hayan causado males a los demás, soy yo en muy diversas formas, con esa carga de provocar disturbios. Yo no decidí ser así, no puedo reprimir ser perversa en mi interior, ser curiosa, ser la causa primera del Mal que hay en el mundo. En mi mente hay una lucha entre dos bandos totalmente contrarios entre sí: una voz me susurra que debo cambiar, que yo en el fondo no quiero ser así, y mis ojos derraman lágrimas de la impotencia; pero, por otro lado, mi lado más oscuro me señala que en realidad soy de esa manera, disfruto causando dolor y males, que nací para ser así y que no se espera nada más de mí. 

Sigo esperando que los dioses me perdonen, aunque hace algunos siglos que no escucho sus voces, que no siento su presencia. Una alegría se aloja en mi corazón, pues si los dioses eran eternos y han acabado desapareciendo... ¿me espera también ese sino? Yo lo espero con todas mis fuerzas, porque mi existencia misma es una maldición. He intentado acabar con mi vida, pues pensé que si los dioses me habían hecho igual a ellos, somos eternos siempre y cuando no nos hagan una herida mortal, siendo más bien seres que tenemos la oportunidad de vivir para siempre si nos cuidamos debidamente. Pero ser el artífice de tu propia muerte no es precisamente fácil, hay que tener pulso firme y la mente clara y despejada. En una ocasión llegué a hacerlo, mi mano no tembló y me di un corte en la garganta... para luego renacer de nuevo en una nueva forma, en un nuevo ser. Los dioses no son estúpidos, pensaron en cada uno de los detalles y de las posibles acciones que pudiera llevar a cabo. Por eso son odiosos.

En todas las calamidades de la Historia, allí me he encontrado yo, siendo una simple campesina, una reina, una delicuente o una aristócrata. No hay estrato social en el que no haya estado, no hay periodo histórico en el que no haya vivido. Soy de la época en la que los dioses aún caminaban entre los hombres, en la Edad de Oro de la existencia, y solo cuando el mundo se acabe y el Vacío lo cubra todo, desapareceré. Pero hasta que ese momento llegue... pasarán al menos unos cuantos siglos más. Además debo añadir que mi existencia ya no es útil para causar el Mal en el mundo, la confusión o la discordia, pues el ser humano ha desarrollado una capacidad de causar daño sin necesidad de mi presencia o ayuda. El ser humano es malo por naturaleza, y en estas últimas épocas he podido ver con mis propios ojos que es cierto: en lo que ellos llamaron las Guerras Mundiales, donde se mataba a aquellos que no iban a la guerra, algo que si mis contemporáneo de la antigua Grecia hubieran visto, se habrían horrorizado, pues no hay ningún honor en ello. Ares, por el contrario, debe estar más que contento.

Muchos recuerdos se agolpan en mi mente... recuerdos todos nefastos, pues a donde iba había problemas. No sabría decir con exactitud cuál puede ser el peor de todos, el más impactante, o el que más mella ha provocado en mi corazón. Como ejemplo mi mente evoca la causa del Vesubio, gritos del más puro terror a mi alrededor, gente corriendo sin saber qué hacer, con sus tesoros en las manos a pesar de poner su vida en peligro... y los sonidos del interior de la Tierra, como una bestia ancestral que en ese momento se estaba despertando, un monstruo de piedra fundida y rojiza que lanzó su abrazo ardiente a la colina y a la ciudad. Yo lo vi todo desde un barco, que estaba a punto de zarpar... el último barco que salió ileso de aquella destrucción, pues los vientos o las rocas que expulsaba el volcán fueron una trampa mortal para los que llegaron detrás de nosotros. El olor a quemado, la ceniza que se iba acumulando en mis pulmones, cómo no me cubría la cabeza porque sabía que no iba a pasarme nada, viendo toda la perdición a mi alrededor, rostros de desesperación, niños que habían perdido a sus padres y deambulaban por las calles sin saber qué hacer, esclavos que habían dejado atrás a sus amos y llevaban sus riquezas escondidas en sus ropajes... 

En todas las vidas que he vivido, he tenido maridos de todo tipo. En principio me había dicho a mí misma que no necesitaba un hombre, víctima de mis encantos, pues su corazón cae fácilmente ante una simple insinuación de mi cuerpo, una mirada directa y dulce, unas palabras agradables en su oído... son demasiado simples a veces, no tengo la culpa de que caigan con tanta rapidez. Pero aprendí que no podía vivir sin un hombre, necesitaba su compañía, sentirme poderosa al tener a alguien que haría lo que yo ordenara, que haría todo lo que yo quisiera, por mi cuerpo y mis encantos. Era en esos momentos cuando yo me creía una diosa poderosa, y siempre pensaba lo mismo, ahora siento lo que debió sentir Afrodita, la diosa del amor. No puedo evitar reírme, tapar mis labios para que no se vean en su totalidad, otro truco para que los hombres cayeran a mis pies y besaran el suelo que yo piso. No por nada fui creada para causar locura en los hombres y, por ende, el caos en el mundo. Y recuerdo a mi primer marido, Epimeteo, el hermano estúpido de Prometeo, era demasiado tonto, no veía más allá de sus narices, no tengo la culpa de que hiciera las cosas que hizo. 

Porque hay una cosa que nunca cambia, por muchas épocas que lleguen, por muchas generaciones de humanos que se vayan sucediendo: la mujer siempre será la causa del mal y las desgracias, el ser débil supeditado a la figura de un varón. Pero, ¿por qué tenemos que ser siempre las malas? Yo solo quiero que se me haga caso, nada más, y si los hombres hacen cosas poco éticas para conseguir mi atención o mi amor, es su problema. Un hombre puede cometer adulterio, puede matar por una mujer, puede salir con muchas, que nadie le dirá nada, ninguno le juzgará; pero por el contrario las mujeres, oh las mujeres, seremos juzgadas por cualquier cosa, o al menos mucho más duramente que a un varón ante un mismo hecho. Hay cosas que nunca cambian, y esta es una de ellas.

Pero yo seguiré vagando por el mundo, encerrada en esta maldición, esperando que en algún momento los dioses quieran cambiar de parecer y me liberen de mi existencia. Los dioses, esos seres arrogantes y presuntuosos, relamidos y altaneros, que solo por poseer esos poderes -que tampoco son tan superiores que los de los humanos-, creen ser capaces de entrometerse en la vida humana cuanto quieran, estropear o encumbrar sus vidas, porque simplemente se aburren. Y, como yo también me aburro, causo de vez en cuando males en la vida humana. Siempre llevo a mi lado una caja de madera, oscura, con tallas que narran la victoria de los dioses olímpicos contra los Titanes, la Titanomaquia, un símbolo de la supuesta victoria de la civilización contra la barbarie. ¿Pero qué es la barbarie o la civilización exactamente, sino una tergiversación de la historia narrada por los dioses? Cuando me aburro, como los dioses, abro la caja, suelto los males como la codicia, el rencor, la envidia... dejando siempre en el interior la esperanza. Estos sentimientos, en forma de aves de alas negras que dejan un rastro de niebla oscura, alzan el vuelo y esparcen sus semillas por todo el lugar, ya sea ciudad, pueblo, o país. 

Pero los dioses no pueden juzgarme, ni tampoco ningún ser humano, porque si alguno de los seres vivos, mortal o divino, tuviera lo que ahora reposa en mis manos... ¿no haríais lo mismo que yo?


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