El mundo está lleno de cosas maravillosas, inexplicables, que el ser humano no puede, en ocasiones, ni llegar a imaginar, o que se encuentra en su mente pero no quiere creer que es real. ¡Acercaos, acercaos! Mis buenos oyentes, escuchad la historia de este viejo que ha vivido larga y cómodamente muchos años, y ya está cansado de la vida y de ver cómo sobrevive a sus seres queridos, uno a uno, como la maldición que los Dioses le impusieron. Todos pensarán, incluidos vosotros mi amado público, que seré simplemente un viejo demente que cuenta historias irreales, que intenta convencer a los que le rodean de cosas que son muy inverosímiles, que no tiene nada mejor que hacer que inventarse cuentos para asustar a los niños, para ganarse algo que llevarse a la boca, o simplemente para pasar el tiempo antes de que llegue la Hora Final. Pero, por desgracia, aún me queda mucho para ese momento, y lo aprovecharé al máximo. No quiero convenceros de que mi historia sea verídica o no, solo que escuchéis y disfrutéis de la misma; debo decir que creer en lo sobrenatural e inexplicable no es malo, es una forma de sentirse bien con uno mismo, de encontrar respuestas sencillas a hechos complicados, llevados por la ignorancia o porque los llamados sabios no saben contestarse a ello. Pero no debo irme por las ramas, que así espantaré a mi amado público. ¡No os vayáis, no os vayáis! Quedaos a escuchar mi historia, os lo ruego. Seguro que no os arrepentiréis...
Hace muchos años, nosotros los seres humanos creíamos en muchas cosas: los pastores consideraban que los bosques estaban ocupados por todo tipo de espíritus, buenos y malos, que se divertían saltando de roca en roca, recolectando frutos silvestres, o de robar pequeños objetos a los habitantes de los pueblos cercanos a sus grutas de descanso. Había fuentes consagradas a estos seres, zonas donde, según las historias, se habían producido hechos inexplicables, atribuidos a los espíritus de los bosques. Hasta algunos afirmaban que les acompañaban mientras vigilaban sus rebaños, tocando la flauta y bailando al son de la misma. Entre ellos, las mujeres eran las más hermosas, de cabellos plagados de flores, desprendiendo un aroma embriagador, con sencillos y semitransparentes vestidos tan suaves como si fueran de la seda de mayor calidad, creando siluetas ondulantes y sinuosas mientras danzaban al son de los cantos y las flautas. Su belleza causaba estragos entre los campesinos y pastores, pues todos se enamoraban de ellas, y varios de la misma, provocando alguna que otra disputa, aunque no grave, entre ellos.
No habría problemas si todos esos seres fueran benévolos, que vivieran de forma pacífica sin necesidad de causar males a los hombres, o que su objetivo fuera nefasto para nosotros. Hay de todo en esta vida, y no podemos librarnos de algunos seres que, a causa de por qué nacieron, están condenados a realizar cosas que a nuestros ojos es más que reprochables. Al principio fueron humanos, con deseos, esperanzas, creencias y familia, que por una serie de hechos que realizaron, fueron castigados de forma muy diversa. Las mujeres suelen ser las presas más fáciles para estas transformaciones, pues se dejan llevar más por sus sentimientos y su corazón, pero tampoco voy a decir mucho más sobre las mujeres, que veo algunas entre mi público, ya las veo indignándose y abanicándose por ello, pero tampoco podemos luchar contra nuestra propio ser. En fin... sigamos con la historia.
Había un pequeño pueblo apartado en las montañas, con muy poca población, enclavado en un valle rodeado de montañas rocosas y afiladas, pero con praderas tan extensas, tan verdes y exuberantes, que se consideraba la zona más bella de la región, y también la más anclada en las viejas costumbres. Todos se conocían, sabían cada cosa que ocurría en el interior de cada vivienda, los secretos no existían en absoluto. En aquel pequeño paraíso vivían tres hermanas, de la misma edad, en una sencilla cabaña de un campesino acomodado, que amaba a sus hijas más que a su vida, sobre todo desde la muerte de su primera esposa. Ellas eran trabajadoras, ayudaban en lo que podían en las labores del campo -pues por su condición de mujer no podían cargar tanto como un hombre-, realizaban tejidos maravillosos que vendían en los días de mercado para sacar algo de dinero, y en cada una de sus labores cantaban, con sus voces dulces y agudas, causando regocijo al corazón de su padre.
Pero su vida no era ni mucho menos perfecta. Su padre, que no quería quedarse viudo, se casó con una segunda mujer, que poseía una buena dote, para aumentar sus tierras y tener algo más de dinero con el que dotar a sus hijas cuando se casaran, que ya estaban en la edad ideal para ello. La nueva señora de la casa era muy hermosa, decían que no tenía nada que envidiar de los espíritus de los bosques; pero la belleza no tiene que estar relacionada con ser una persona buena y piadosa, como creían los antiguos, y este era el caso. Aparentemente era hermosa y calmada, siempre con una sonrisa en sus labios, pero cuando estaba sola en la casa con sus hijastras, las trataba como si fueran seres inferiores, que no servían para nada, y que en cuanto pudiera las quitaría de en medio. "No servís para nada, solo para gastar la hacienda de vuestro padre", "¿acaso no pensáis casaros? La gente empezará a chismorrear y a decir que no os vais porque sois unos parásitos", "sois unas niñas malcriadas, vuestra madre os maleducó, pero ya lo solucionaré..." Las riñas eran diarias, los golpes y castigos muy comunes, pero como tenían la piel oscura, no se notaban las marcas. Además, tenían miedo de contárselo a su padre, pues la quería tanto, que con la delicada salud que tenía, no podían añadir más cargas a su corazón. Por ello, aguantaban con todas sus fuerzas.
Quizá esa entereza era lo que más irritaba a su madastra, pues cada vez que aguantaban una riña y no decían nada a su padre, se enfadaba más aún. "Sí que tienen aguante estas niñas", se decía, "pero no puedo sacarlas de esta casa para tener acceso directo al dinero de su padre, por algo que casé con él... pero creo que tengo la solución perfecta".
Era una época oscura, cuando estaba la Inquisición con más fuerza que nunca, y las acusaciones por brujería y servir al diablo estaban a la orden del día. Una gran parte de dichas acusaciones eran falsas, de personas que odiaban a sus vecinos, querían librarse de una persona molesta para sus vidas, o simplemente causar el mal, pues el ser humano es por naturaleza perverso. Mujeres ahogándose en sus propios gritos y lágrimas, mientras los demás consideraban que se lo merecían, quemadas hasta la extenuación por las llamas de la Inquisición; personas sometidas a torturas tan diabólicas, tan horripilantes, que los gritos eran sobrecogedores, confesando los pecados que los inquisidores querían escuchar, con una sonrisa de morbosa satisfacción, mientras sus víctimas imploraban el perdón de Dios y de su Santa Iglesia y decían ser sirvientes del Demonio. Y la turba inculta no hacía más que animar aquellos actos de barbarie, gritando todo tipo de palabras malsonantes a los condenados, escupiéndolos, riéndose de ellos, disfrutando de su dolor y angustia. Lo peor del ser humano se manifestaba en aquellos juicios y castigos.
Esa situación no fue ajena en aquel pueblo, en el que ya empezaban a correr rumores sobre posibles sirvientes del Demonio. El ambiente era de crispación, todos se miraban de reojo, pensaban que sus vecinos podían ser los enemigos de la Cristiandad, cambiando al pacífico pueblo en un nido de desconfianza y de malos pensamientos. En septiembre comenzaron las investigaciones, pues un pequeño grupo de la Inquisición había decidido alojarse en aquel paraje inhóspito, creyendo que en un lugar tan apartado el Diablo y sus seguidores tendrían mucha mayor movilidad y poder. A mediados de mes los juicios se dieron lugar los juicios, en la plaza del pueblo, a la vista de todos, iban cayendo ante las llamas de los inquisidores, y el aire se enrareció con olor de carne quemada y madera calcinada. Las muchachas del campesino acomodado vieron con horror como una de sus mejores amigas, una doncella de intachable fama, cayó ante los ojos juiciosos de los demás, implorando el perdón ante actos que ellas jamás pensaron que realizarían. "Esa muchacha se lo merecía", decían algunos, "ya decía yo que actuaba siempre de un modo extraño, y su padre enfermo de repente volvió a estar como una rosa. Deberían juzgarlo también, aunque tampoco es su culpa que su hija sea una adoradora del Diablo"; "ya no hay casi almas puras entre nuestra juventud", otros susurraban, "las seducciones del Señor de las Sombras son muy poderosas, solo las verdaderas personas piadosas y creyentes pueden resistirse a ello".
Y su madrastra también sabía que la ocasión estaba preparada, que la Fortuna la sonreía y que le había abierto el camino a sus deseos. En su rostro una sonrisa llena de la más pura maldad, sus ojos refulgiendo de codicia, su rencor hacia sus hijastras cada vez se fortalecía más en su interior. Una tarde, alegando que estaba algo mal y que iba a la curandera del pueblo para así solucionar sus problemas, acudió a la casa de los inquisidores, que se encontraban realizando una lista de las personas ajusticiadas en el pueblo, para de esa manera poder redactar un informa a la Santa Iglesia, y que a los ojos de Dios fueran considerados como defensores de su causa. Con los ojos llorosos, aludiendo a la piedad y compasión de esos santos Padres, describió el infierno de lujuria y pecados que vivía en su humilde casa: como las jóvenes, a las que tanto quería y cuidaba, la trataban con una maldad inusitada; cómo aparecían con moratones en el cuerpo, sin saber el origen de los mismos; los extraños cantos que a veces entonaban, cerca de la hora de dormir, y que no parecían ser ni mucho menos cantos hacia Nuestro Señor; o los pasos que escuchaba en el pasillo, la puerta cerrándose de forma disimulada, mientras deberían estar dormidas. Fue suficiente para los inquisidores, que se pusieron manos a la obra.
Como un águila que se cierne sobre su presa desde las alturas, de esa forma se lanzaron contra las tres humildes hermanas, estando tranquilamente en su casa, junto a su padre y junto a aquella que las había delatado. No servía de nada los gritos de desesperación de su padre, ni que se pusiera de rodillas alegando que sus hijas eran puras como la nieve virgen, que adoraban a la Virgen y que por nada del mundo adorarían a aquel que es contrario a Cristo. Nada de eso sirvió, se llevaron a las pobres hermanas, que sentían más pesadumbre en su corazón por dejar solo a su padre, que por ir a los terribles interrogatorios de la Inquisición. Pasaron unos días, y una de ellas, la más débil de cuerpo, no resistiendo las torturas, confesó todo lo que ellos querían oír, que formaban parte de un aquelarre, incluso mencionó nombres que no tenían absolutamente que ver con eso, pero era lo que los inquisidores querían escuchar. En octubre, con la caída de las hojas, se sentenció que debían ser quemadas, acusadas de brujería y relaciones con el Diablo.
Las llamas eran abrasadoras, deshacían la carne como si fuera cera, un ahogo recorría sus cuerpos, una sensación de ardor como si estuvieran entrando en las mismas bocas del Infierno. Chillaron, llamando a gritos a Dios para que les aliviara el dolor, y también a su padre, con lágrimas que caían por sus mejillas y que se evaporaban por las altas temperaturas. Una de ellas, la del centro, antes de exhalar su último suspiro, pensó las siguientes palabras, según la tradición la atribuyó: "sea quien sea, quiero vivir. Daré lo que sea a aquel que me salve y me ayude en mi venganza".
Al igual que un sueño, abrió los ojos. Se encontraba en un lugar extraño, pues emanaba una belleza singular. Era un paraje algo desolado, con árboles secos y sin hojas, hierba amarronada, una alfombra roída por el tiempo, y un cielo extrañamente nublado y grisáceo. Estaba de pie, con sus ropas de antes de la quema, y no había ni un solo rasguño en su piel. Estaba perfectamente, como si nada hubiera pasado. A su lado, emergiendo de la nada, aparecieron sus hermanas, y cuando se reconocieron, lloraron de la emoción de estar juntas de nuevo, incluso en aquel espacio tan misterioso. Cerca de ellas, emanando azufre y sustancias que las obligaron a taparse la nariz, apareció una figura muy bellamente ataviada, un hombre alto, de silueta bien formada, con cabellos negros y unos ojos de un azul tan eléctrico, que no parecían naturales, contrastando con su piel blancuzca. Se acercó a las muchachas, usando una voz clara y amable:
- Saludos, mis bellas damas
- ¿Dónde estamos? -contestó una de ellas-, creíamos que habíamos muerto pero... estamos en este lugar y...
- Queridas, estáis en el Limbo.
-¿Cómo es eso posible? -preguntó la segunda de ellas -, ¿estamos atrapadas en este sitio, donde los muertos no pueden ir ni al Cielo ni al Infierno? ¿Por qué Dios nos castiga así?
-No lo sé, no suele interesarse mucho por los humanos, a diferencia de un servidor... -y se acercó un poco a las doncellas -, pero sé por qué estoy yo aquí -y clavó la mirada hacia la hermana que aún no había hablado -, y es por vosotras. Me habéis convocado, y he acudido.
-Eso no es posible, nosotras no hemos llamado a nadie.
-¿Estáis seguras? No suelo equivocarme.
-Puede... puede que haya sido yo -dijo aquella que aún no había intervenido -. Antes de morir, pensé que daría lo que fuera por regresar a la vida.
-¡Hermana! ¡Eso sí que es un pecado! No se puede deshacer lo que el Destino nos depara, es desobedecer la voluntad de Dios.
-¿De aquel Dios que, en nombre de esos hombres, os ha llevado a la hoguera injustamente? -dijo la negra sombra con una sonrisa en sus labios -. Creo, bellas damas, que habéis estando rezando al dios equivocado. No os merecíais eso, ¿o sí?
-Claro que no, pero no podemos volver al pasado.
-Yo no digo volver al pasado... sino regresar al presente, al mundo de vuestros seres queridos.
-No creo que sea buena idea...
-¿Por qué no, hermana? Hemos muerto injustamente, eso está claro. ¿Acaso no quieres venganza? ¿Y tú tampoco? ¿Os vais a quedar aquí, de brazos cruzados, mientras nuestro padre se queda solo, con esa arpía?
-No, no queremos eso...
-Señor, no sabemos quién es, pero nos prometes regresar al mundo de los vivos. Queremos aceptarlo, queremos arreglar lo que consideramos una injusticia. Ayúdanos, por favor.
-Por supuesto -y comenzó a reírse de forma melodiosa-, os he ofrecido mi ayuda, y no os defraudaré... -y dicho eso, dio a cada una un collar formado por una roca rojiza que brillaba con luz propia, una cadena de oro y un alambre del mismo color rodeando la piedra preciosa -. Son poderosos amuletos, que os llevarán al mundo de los vivos, y que os otorgarán lo que necesitáis para llevar a cabo vuestro... deseo -y aquella última palabra la dijo con cierto todo de regocijo -, y no olvidéis quién os ha ayudado.
Como un sueño que se difumina, el espacio a su alrededor se volvió negro, difuso, confuso. De repente, sintieron que las tiraban hacia el suelo, como si cayeran por un agujero sin fondo, y con dificultades para respirar. Un golpe seco, y perdieron el conocimiento. Despertaron con los primeros rayos de sol, en el lugar que tan bien conocían: el bosque que se encontraba cerca de su amado hogar. No pudieron esconder su alegría, dándose la mano y llorando de la emoción, pues habían conseguido librarse del gélido abrazo de la Muerte. Los extraños collares seguían en sus cuellos, pero ellas no se percataron de ellos, estaban demasiado emocionadas por estar de nuevo en casa. Pero un nuevo sentimiento las embargaba, pensamientos oscuros rondaban sus mentes, como si fueran una, y uno mismo se alojó en sus cabezas, con meridiana claridad... la causante de todos sus males era su odiada madrastra, aquella que las había delatado injustamente, y que por su culpa estaban así. Solo se miraron, y supieron lo que debían hacer...
Llegaron a la puerta, y la abrieron con toda la fuerza de sus brazos, una fuerza desconocida que nunca antes habían poseído, pero no se daban cuenta de ello; estaban dominadas por un odio intrínseco, se dejaban llevar por sus fuertes emociones, sus ojos echaban chispas, no veían otra cosa salvo la venganza. Ella estaba sentada en su sillón, el sillón que era de su amada madre, y no pudierone evitar abalanzarse sobre ella, arañándola, pegándola, matándola a golpe limpio. Y, en el último momento, cada vez que tocaban su cuerpo, un olor a chamuscado inundaba el ambiente, el cuerpo de su madrastra en el suelo, arrastrándose por sobrevivir, por salir de la puerta... pero no lo logró. Acabó con una muerte cruel y dolorosa... lo que se merecía. Salieron las tres de la casa, en procesión, lentamente, con los ojos medio idos, como si estuvieran en una especie de trance. Sus pasos quemaban la hierba a sus pies, un olor a fuego las rodeaba. La gente, temerosa, se acercó a las muchachas, creyéndolas muertas, y ellas, al unísono, dijeron:
Mezquinos son los humanos, su corazón es negro como la noche
muchas afrentas hay entre vosotros, la venganza por derecho nos ha llegado
En pocos minutos, el pueblo y el bosque cercano se convirtieron en pasto de las llamas, el verde fue sustituido por el gris, y la vida se convirtió en muerte. Ellas, en medio de la destrucción que habían causado, lloraban amargamente, pues no sabían por qué exactamente lo habían hecho. Estaban abrazadas, temiendo que el castigo divino estaba cerca, pues eso no era un comportamiento cristiano ni mucho menos. Temblaban, esperaban el juicio divino de verdad, realizado por el máximo juez del Universo, Dios. Pero no apareció Dios, ni ninguno de sus mensajeros celestiales, sino aquel hombre extraño que las había llevado de vuelta a su casa, a la tierra de los vivos, para acabar de esa manera. Se agachó y las ofreció su mano, mientras decía:
- Mis pequeñas muchachas, mis hijas de las llamas, ahora sabéis lo que podéis hacer con los dones que os he dado. Viviréis para siempre, sois inmortales, pero por un alto precio: trabajaréis para mí, seréis mi sombra, la justicia al otro lado de la de Dios, dando a los hombres su justo castigo cuando se requiera, con todas las llamas del Infierno.
Y de esa forma, querido público, nacieron aquellas que son temidas por todos los que cometen alguna falta, porque las víctimas pueden convocarlas y enviarlas a aquellos que han cometido la falta, las Vengadoras de cabellos de fuego, temibles e impredecibles, que vagan por el mundo esperando a que se las llame para cumplir con su cometido eterno, a cambio de la eternidad. Y diréis por qué sé todo esto, con detalles... digamos que estuve allí todo el rato...
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