martes, 4 de noviembre de 2014

XVII. Atrapada en la oscuridad

Sentía una opresión en el pecho, sentía cómo la oscuridad la iba rodeando, como una cortina que velaba todos sus sentidos. Apenas tenía fuerzas para mover un solo músculo, tenía miedo de descubrir en qué horrible lugar se encontraba; el aire era frío, congelaba su delicada piel, como si unas garras de hielo fueran perforando poco a poco su piel; la superficie sobre la que se encontraba, sin embargo, era suave, lisa, y bastante blanda a decir verdad, como si estuviera en un lecho de la mayor calidad. Abrió ligeramente los ojos, sus párpados pesaban, y su mirada estaba en parte nublada. Justo encima de ella se alzaba un techo de lo más pintoresco, formado por estalactitas de color negro que provocaron un escalofrío de terror que recorrió su cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Eran formas puntiagudas, finas, daban la sensación de que se iban a caer en cualquier momento, y ella estaba justo bajo esas cuchillas de la naturaleza. También la poca iluminación de la estancia hacía que caprichosas y curiosas formas las acompañaran, sombras negras que se movían al compás de una música que solo podían escuchar ellas, lo que cargaba aún más la visión de Perséfone de terror ante lo desconocido. Movió la cabeza a los lados, y vio un poco el lugar en el que se encontraba: una serie de lucernas de gran tamaño y formas extrañas iluminaban la habitación, justo lo necesario, sin pasarse en su brillo; el fuego danzaba tímidamente, moviéndose como si recibiera un viento suave, o como si no tuviera ganas de estar allí encerrado. No alcanzaba a percibir las paredes de aquel lugar, pero se prefiguraba que serían también de roca viva, como el techo. Así llegó a la conclusión de que estaba en una especie de cueva, pero una cueva bastante especial, porque estaba decorada como una habitación de una casa, con algunos muebles -muy pocos por lo que podía percibir a su alrededor -.

Volvió a sumirse en un sueño, ligero y lleno de imágenes. Vio a su madre, a su amada madre que la tendía una mano conciliadora y comprensiva, mientras la sonreía y la miraba con esos ojos castaños llenos de ternura. Perséfone se dirigió a cogerla la mano, a olvidarse de todo lo que la había pasado, buscando el consuelo de su madre, que la reconfortara, que la diera la fuerza suficiente. Cuando estuvo a punto de alcanzar sus dedos, la figura de Deméter desapareció, se esfumó ante sus ojos, sin emitir ningún sonido, ningún aviso. Nada. La joven diosa no pudo evitar gritar, llamar desesperadamente a su madre. Se sentía muy sola, en un espacio vacío en el que solo se encontraba ella, sin poder despertarse, sin poder ver ni hacer nada. Empezó a dar vueltas a su alrededor, nerviosa. De repente, el espacio a su alrededor cambió, tornándose en un bello campo de flores. A su alrededor aparecieron sus amigas las ninfas, que empezaron a bailar en círculos, con guirnaldas y flores de todas las fragancias, mientras se las lanzaban creando una lluvia multicolor. Perséfone intentaba hablar con ellas, pero parecía que no la escuchaban, o que pasaban de ella simplemente. Si previo aviso, dejaron de lanzar las flores y guirnaldas, sus rostros se tornaron serios, y dieron unos pasos hacia atrás, colocándose en filas paralelas, creando un pasillo que desembocaba en la diosa.

Empezaron a cantar canciones fúnebres, elegías por la pérdida de algo que ella no alcanzaba a comprender; un coro de voces agudas, bellas y dañinas a la vez, pues cada nota que realizaban era como una puñalada para la diosa. Mientras continuaba ese canto, la tierra comenzó a abrirse a sus pies, una grieta en la que se apreciaba una oscuridad inmensa, impenetrable, infinita... y de esa misma boca oscura comenzaron a salir serpientes, seres de la oscuridad, y enredaderas que se aferraron a los pies de Perséfone, en un abrazo mortal, arrastrándola a esa oscuridad, como si la quisiera tragar. En un vano intento por liberarse, la diosa comenzó a luchar con todas sus fuerzas para librarse de ese abrazo que la condenaría: primero se agachó y con sus manos intentó romper esas enredaderas; pero con un tirón de las mismas, la diosa cayó de bruces contra el suelo, de espaldas, provocando que durante unos segundos perdiera la respiración. Mientras la iban arrastrando hacia ese abismo de negrura, arañó con sus manos el suelo, gritando desesperadamente ayuda. Las ninfas seguían en su letanía, y cuando Perséfone volvió a dirigirlas la mirada, no pudo evitar lanzar un grito de puro terror: sus rostros, sus vestidos, su piel, todo estaba surcado por profundas heridas de las que emanaba sangre, ríos rojizos y oscuros que empapaban sus cuerpos. Seguían cantando, como si no pudieran parar, pero estaba claro que estaban todas muertas. Sus cabellos empezaron a caer, cambiaron a un color más canoso, ya no tan lleno de vida, y sus ojos se apagaron, dejaron de tener esa chispa o luz que distingue a los vivos de los muertos. Perséfone cayó finalmente a la grieta, tragada por la oscuridad, con la sensación de que estaba cayendo como si no hubiera fin, como si estuviera condenada a estar así por toda la eternidad, con la horrible sensación de que en cualquier momento su cuerpo chocaría contra algo. Cada vez su cuerpo iba obteniendo mayor velocidad, una luz tenue empezaba a rodearla, como si hubiera llegado al final, cerró los ojos para prepararse para el impacto. Había dejado casi de respirar, tenía los nervios a flor de piel, sentía cómo se iba acercando a su destino...

Se despertó con un sobresalto y un grito, recostándose en el lecho. Tenía los ojos abiertos como platos, la respiración entrecortada, y la sensación de que había estado cayendo durante mucho rato. Perlas de sudor caían por su frente y mejillas, fruto del nerviosismo, y de la sensación de que lo que había soñado había sido muy real, vívido. Miró hacia los lados. La habitación seguía exactamente igual, la misma luz, el mismo techo, el mismo lecho... nada había cambiado, estaba en el mismo sitio. Se llevó una mano a la frente, y luego se tapó los ojos. Estaba tan asustada, en un lugar desconocido, rodeada por la oscuridad, y despertando de ese sueño tan desagradable. Mientras estaba en esa posición, se escuchó el sonido de una puerta que se abre, de los goznes cuando se usan, ese chirrido tan característico, y una voz profunda que provenía de allí. En cuestión de segundos, apareció a los pies de la cama un personaje de lo más curioso: era un hombre un tanto encorvado, mayor, con una túnica un tanto roída que cubría todo su cuerpo y de un color grisáceo. Poseía una barba blanca y limpia, en comparación con el resto de su cuerpo, y pelo corto y del mismo color en la cabeza. A pesar de ser mayor, tenía una musculatura más que envidiable, y sus ojos emanaban comprensión y calma, algo que Perséfone necesitaba en ese momento.

-Veo que ya os habéis levantado, mi señora -dijo el anciano, después de hacer una elaborada reverencia, bastante graciosa debido a sus barbas que colgaban y se levantaban con el cuerpo -. Solo espero que ya estéis mejor, lleváis desmayada mucho tiempo.

-¿Acaso tengo cara de estar bien? -replicó Perséfone enfadada. Estaba de mal humor, además de asustada, así que no estaba en condiciones para hablar con alguien, y menos con alguien inferior a ella. O eso pensaba -. Acabo de tener una pesadilla horrible, vívida como ningún otro sueño...

-Disculpadme, uno ya no tiene la vista de antaño. Ya no soy un joven lleno de vitalidad, me consumo poco a poco. Os pido perdón -y volvió a hacer una reverencia -. Seguro que tenéis hambre, os traeré algo.

-¿Dónde estoy? -Perséfone no había hecho caso a lo que había dicho aquel anciano, solo tenía una idea en mente: saber dónde se encontraba -. No reconozco este lugar, es tétrico, oscuro, y no me gusta.

-Lo importante es que estáis a salvo. Mi señor os cuidará hasta que podáis volver a la superficie. Solo tenéis que tener paciencia y todo se arreglará.

-¿Quién es vuestro señor? -Perséfone no pudo evitar que un escalofrío recorriera toda su espalda. Si había oído bien, si sus sentidos no la estaban engañando, había dicho aquel extraño "cuando podáis volver a la superficie"... ¿Eso quería decir que estaba bajo tierra? Si eso era así, su señor, su amo, solo podía ser una persona. No podía creerlo. Se levantó, temblando ligeramente, con ganas de desmayarse -. Quiero verlo, ahora mismo.

-No sé si será posible, estará muy ocupado... Será mejor que esperéis un poco, seguro que en unas horas ya no tendrá nada que hacer...

No pudo terminar la frase. La diosa se dirigió a la puerta, muy decidida, dispuesta a salir de aquella prisión y saber qué estaba pasando. Aquel hombre se interpuso entre la puerta y ella, con las palmas hacia ella, en una posición de defensa y para calmar a la diosa, que se notaba perfectamente que estaba más que molesta. Intentó hablar con ella, pero no tuvo tiempo. Perséfone alzó su mano, y de un solo movimiento, sin llegar a tocarlo, lo apartó hacia un lado; un fogonazo de luz y de energía, que hizo que la puerta se estremeciera y casi se viniera abajo. No había empleado casi fuerza, porque no quería hacerle ningún daño, solo que estuviera inconsciente durante un rato para que no la siguiera ni la impidiera hacer lo que quería. Por unos segundos, se quedó en la puerta, como si dudara, como si una parte de su cuerpo la estuviera incitando a quedarse ahí encerrada, como una buena chica. Estaba harta de hacer lo que los demás la decían, estaba cansada de que la mangonearan, de que no pudiera hacer sus propias locuras, equivocarse y poder aprender de sus errores. Y, sobre todo, estaba harta de que la protegieran, como si fuera un ser débil e indefenso que necesitaba todo el rato alguien a su lado. Quería cambiar... y el destino la había dado la oportunidad.
Pero tenía mucho miedo... Aquel lugar era oscuro, sin vida, todo lleno de sombras y de cualquier cosa que pudiera rondar entre las afiladas rocas o detrás de los recovecos de olor húmedo y un tanto desagradable. Y lo peor de todo: tenía que enfrentarse a su propio raptor, señor de este lugar maldito y lleno de sufrimiento y dolor, Hades. Tenía que ser fuerte, si quería salir de allí. Recordó los buenos momentos junto a Hades, cómo la había tratado, al menos hasta ese momento fatídico. No podía comprender cómo una persona podía cambiar tanto, y de esa forma tan drástica. Había llegado a un punto en el que tenía decidido darle su corazón, todos sus sentimientos... pero en un solo día habían jugado con ella, la habían intentado forzar, y también la habían abierto los ojos, para ver así el mundo en el que se encontraba, que era bien diferente al que ella había edificado en su mente. Las lágrimas que habían rodado por sus mejillas habían sido de tristeza, pero también de rabia e impotencia. Pero no podía presentarse como una persona débil, tenía que mostrar entereza y sangre fría, como él.

Salió de la habitación. Un pasillo oscuro, con alguna que otra antorcha que aportaban los escasos puntos de luz que los ojos de la diosa podían percibir. Las paredes eran de roca pura, como si esos túneles los hubieran excavado con diversas herramientas, y cuando pasabas la mano por las paredes horadadas, se podían sentir los surcos, con hilos de agua que emanaban de la propia roca. Así que por eso siento tanta humedad... pensaba Perséfone, mientras daba pasos temblorosos y nerviosos por aquel espacio desconocido para ella. Una corriente fría, que no sabía de dónde podía provenir, hacía que su cuerpo estuviera frío, con la piel de gallina, y su aliento transformado en un hálito de vaho helado, que solo podía ver cuando se encontraba bajo una de aquellas antorchas. No sabía hacia dónde tenía que marchar, pero tenía que actuar rápidamente, porque aquel anciano que había dejado en la habitación se despertaría pronto e iría en su busca. Fue hacia la derecha, por donde parecía que la corriente de aire helado provenía, palpando los muros de roca madre para no perderse, y percibir si había alguna especie de marca que la indicara que iba bien, o que se acercaba algo, lo que fuera, tanto bueno como malo. Ir a tientas por la semioscuridad, como si una cortina negra nublara su vista y sentidos, hacía que su cuerpo estuviera nervioso y alerta. Ese silencio que caía pesado sobre ella, como una carga insoportable, esa oscuridad que la hacía vulnerable a cualquier peligro que se acercara a ella, esa humedad unida al aliento frío... todo hacía que sintiera un miedo irracional, que sus ojos estuvieran muy abiertos, y sus oídos atentos a cualquier sonido que rompiera con ese silencio pesado que lo rodeaba todo.

Había perdido toda noción del tiempo, como si éste se hubiera detenido. Al no haber sol, ni estrellas, ni nada que la indicara el paso del tiempo, estaba completamente perdida también en ese sentido. Entonces algo nuevo apareció en su campo de visión: primero, el aire frío que recorría el pasillo se hizo más intenso, como si se acercara a su origen, y por otro lado el pasillo se hacía más ancho, amplio, como si estuviera aproximándose a alguna desembocadura, como pasaba con los ríos. Poco a poco, se iba percibiendo una mayor luminosidad, lo que hizo que en un primer momento entrecerrara los ojos; estaba tan acostumbrada ya a esa oscuridad, que ahora un mínimo de luz la resultaba más que molesto. La luz era más y más evidente, hasta que desembocó en una especie de sala, de grandes dimensiones, y bastante extraña. Hasta un aire más cálido, acogedor, emanaba de ese lugar nuevo para ella.

La sala era de planta circular, y a diferencia de todo lo que había visto, estaba muchísimo más decorada y por ello daba la impresión de que era una de las salas más importantes de aquel palacio. Las paredes ya no eran solamente de roca viva, sino que estaba recubierta de filas de sillares de piedra perfectamente tallados, y de un material brillante, muy pulido, tanto que si uno se acercaba podía ver su silueta sobre la superficie; el suelo estaba cubierto por lo que parecían ser placas de mármol negro, con alguna que otra veta blancuzca que aportaba algo de cambio a la tonalidad que reinaba en la sala; las antorchas eran mucho más numerosas, en una sola hilera que recorría toda la habitación, aportando tal cantidad de luz, que los ojos de Perséfone en un principio tuvieron que entrecerrarse por el cambio tan drástico que se había producido, para adaptarse a la nueva sala; y lo que más llamó la atención a la diosa, que se situaba en uno de los lados, unos pequeños escalones que desembocaban en un trono de magnífico acabado, imponente y terrible a la vez por su decoración: los reposabrazos estaban formados por una enorme serpiente que, en la parte que correspondía a la mano, se encontraba la cabeza del animal, abierta y mostrando su lengua y dientes letales, junto con rubíes que ocupaban las cuencas de sus ojos, aportando un matiz más terrorífico al asiento; los pies estaban tallados en forma de patas de león, marcando especialmente las garras, que estaban hechas de marfil para que se distinguieran perfectamente; el respaldo tenía un relieve de grandes dimensiones, donde aparecía una lucha entre centauros y humanos, de gran realismo; y en la parte superior, sobresaliendo, tres enormes cabezas de can, con las fauces también abiertas, dispuestos a lanzarse sobre los enemigos del señor de aquel lugar. Estaba todo tan bien dispuesto, tan bien tallado, que todo parecía ser real, que en cualquier momento las serpientes, las cabezas de perro, los centauros o los humanos representados iban a cobrar vida y a salir del trono.

Se acercó a esa maravilla, subiendo lentamente los escalones. Acarició las cabezas de serpiente, sintiendo las escamas que habían sido perfectamente talladas, aportando aún más realismo a las figuras. Se acercó para ver los detalles de la lucha entre centauros y humanos: cómo los gestos de dolor, de ira, de tristeza, habían sido representados, sin presentarse tampoco dos facciones iguales. Tenía que ser una obra de dioses, sin duda, porque la diosa dudaba que un simple mortal pudiera haber hecho tamaña maravilla. Se sentó sobre el trono, por la curiosidad de sentirse alguien importante, cuando unas puertas situadas a uno de los lados se abrieron de par en par, de un solo golpe sonoro que repercutió por toda la sala. Entró una mujer de cabellos morados y muy extensos, de vestido oscuro y sinuoso, como el cuerpo de una serpiente. Nada más verla sentada en aquel trono, no pudo ocultar una mirada de horror y de odio profundo, como si lo que hubiera hecho fuera una especie de ofensa en el más alto grado.

-¿Cómo os atrevéis a sentaros en ese sitio? -comenzó a proferir la mujer, con un tono de voz elevado y lleno de fuerza y decisión. Estaba claramente alterada por lo que había hecho Perséfone -. ¿Es esa forma de rendirle respeto a aquel que os ha acogido en su hogar?

-No entiendo lo que me dices... Solo me he sentado un momento para ver lo que se siente, no veo nada malo en ello. Y si tanto le molesta a su dueño, que me lo diga él, que no venga una de sus acólitas.

-Soy la mano derecha de mi señor Hades, Pandora, y tengo mucho más poder que cualquiera que llegue a estos parajes, incluidos los mismísimos dioses -lanzó una mirada de desafío a la diosa, como una advertencia de que en ese reino ella tenía más poder que ella, por muy mortal que fuera. En el Inframundo se seguían unas normas diferentes a las de la superficie, y Pandora creía estar en una clara ventaja. Aquí no está tu maldita madre para protegerte -.

-Si eres tan poderosa como dices ser, seguro que podrás llamar a tu señor, porque me gustaría hablar con él seriamente de un par de cosas. Le estaré esperando aquí mismo -y se recostó en el trono, como si pretendiera de esa forma provocar aún más a Pandora, que ya estaba al límite de su paciencia -.

-¿Cómo os atrevéis...?

-Si tantos deseos tienes de hablar conmigo, Perséfone, estoy ya a tu entera disposición -dijo una voz que salía de la misma puerta por la que entró Pandora. Era Hades, ataviado con una túnica negra con bordados geométricos de plata, seguido por aquel anciano que tan amablemente la había tratado -. Veo que mi trono te resulta muy cómodo -y la dedicó una sonrisa, que desarmó completamente a la diosa. Como si hubiera recibido un calambre con gran fuerza, se levantó del trono -.

-Mi señor Hades -empezó a decir Pandora, cambiando el tono de voz por uno mucho más modesto y lleno de amabilidad -, ha profanado vuestro trono, después de lo bueno que habéis sido con ella. Y no respeta mi autoridad sobre esta morada, es una irrespetuosa, no merece vuestras atenciones, debéis echarla de aquí, debéis...

-Eso ya lo decidiré yo, Pandora, gracias por tu consejo -con un solo gesto de su mano, la mujer se calló, agachando la cabeza obedientemente -. Retiraros los dos, quiero hablar a solas con Perséfone. Hay asuntos de los que tratar -y fijó sus ojos cristalinos sobre los de la diosa, que se quedó paralizada -.

-No sé si es buena idea...

-Pandora, si repito la orden, ya no será de forma tan amable como te lo he dicho justo antes -la voz de Hades iba volviéndose más grave, más amenazadora. Incluso sus facciones se estaban volviendo más severas, duras, como si estuviera perdiendo la paciencia. Pandora hizo una reverencia de respeto, al igual que aquel callado anciano, y se marcharon por la puerta. Con un solo movimiento de muñeca de Hades, las puertas se cerraron tras ellos, y se quedaron solos -. Siento su comportamiento, siempre actúa así ante los extraños. Ya cambiará de parecer...

-¿Por qué estoy en este lugar? -Perséfone no quería que la conversación se desviara, quería ir al grano. Por fin estaba ante aquel que le aclararía todas sus dudas, y que la ayudaría a salir de allí. Al menos guardaba esa esperanza -.

-Veo que no quieres hablar mucho -y sonrió -. Bueno, contestaré a tus preguntas. Estás en mi reino, en el Inframundo, porque corres peligro en la superficie. Y hasta que no me asegure que dicho peligro haya pasado, me temo que tendrás que permanecer aquí, a mi lado.

-¿¡Cómo?! No puedes encerrarme en este tétrico lugar. Yo necesito luz del sol, necesito aire fresco, el trino de los pájaros, naturaleza en general... no puedo estar más tiempo aquí, enloqueceré.

-Creo que no tienes elección. No tienes conciencia de los enemigos que tienes allí arriba. Ni tu madre sería capaz de protegerte. Por eso estás mejor aquí, a mi lado. Te prometo que, en cuanto todo esto se calme, volverás junto a tus seres queridos. Y siempre cumplo mi palabra.

-¡Si tú mismo me has arrancado de la superficie, de los seres que más quiero! ¡Tú eres el verdadero peligro, y no puedes pensar que voy a quedarme aquí al lado de la amenaza! Quiero irme de aquí, ¡ya! -las lágrimas volvían a surcar sus mejillas, esta vez por lo absurda que era la situación. Su mismo captor decía que había un peligro allí fuera, que estaba mejor a su lado. ¡Era una auténtica locura! -.

-Siento que pienses así, pero no puedo contarte más. Por tu bien. Solo te pido que confíes en mí, nada más.

-No... no puedo confiar en ti, no puedo... ni aunque quisiera... es que... no puedo... -no pudo decir nada más. Hades se acercó rápidamente a la diosa, y posó sus labios sobre los de ella, de forma suave y delicada. Una parte de Perséfone la decía que no debía hacerlo, pero por otro lado no tenía nada que objetar al beso... Poco a poco, sentía cómo el sueño la iba dominando, su cuerpo se hacía más pesado, y sus brazos caían lánguidos. Hades la sujetó, mientras se iba separando un poco de la diosa. Era una de las pocas ocasiones en las que su mirada era cálida, llena de cariño hacia Perséfone, que balbuceaba cosas, pero estaba bastante debilitada por el poder de Hades -.

-Estarás mucho mejor en un lugar especial del Inframundo. No dejaré que nadie te haga daño, he hecho una promesa, tanto a mí mismo como a otra persona.

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