jueves, 23 de octubre de 2014

La infancia. I: Tensiones familiares

Era el condado de Sussex, una zona rica en agricultura, donde se encontraban los últimos resquicios de la vieja aristocracia. Ese estamento social que estaba abocado a la destrucción. Ancianos que se consumían en sus recuerdos del pasado, en un mundo en el que ellos eran los reyes, que tenían todo el poder, y en el cual los plebeyos -una gran mayoría-, bailaban a su son; casas enormes, con jardines inmensos y un grupo de sirvientes tan numeroso como la cubertería de plata y las copas del más fino cristal; el aullido de los perros de caza, la equitación, los chismorreos, el qué dirán, la competición por quién tenía más dinero... un mundo que aparentaba ser perfecto, pero que en realidad  era una tapadera de oro que escondía los peores sentimientos y comportamientos del ser humano: destruir o ser destruido. Y si las generaciones venideras al menos hubieran tenido una educación diferente, enraizada en unos valores más acordes a la nueva era que se avecinaba... pero esa es otra característica de la aristocracia, los cambios les abruman y asustan como ni una otra cosa en este universo, lo consideran una amenaza en grado sumo, algo que no les conviene en absoluto y que deben eliminar como sea. La aristocracia en Inglaterra aún tiene bastante poder, pero no tanto como hace unos cuantos siglos. Estas nuevas generaciones crecen en la opulencia, se convierten en seres engreídos que creen ser mejores que los de la "clase más baja que ellos", empleando palabras tan arcaicas como proletarios o plebeyos, vocablos que se emplearían en el S.XIX, pero para nada se escuchan en boca de los habitantes del S.XXI. Otra forma más de anclarse en el pasado.


La familia Beaufort era una de las más ricas de la zona, una familia que decía proceder de una insigne rama inglesa que se remontaba en la Edad Media, fieles al monarca Enrique VIII hasta su muerte, que defendieron a la iglesia católica de la Reina Sangrienta María, y que tuvieron a partir de ese momento una gran fama entre las familias que rodeaban la realeza, ganando siempre los favores de la Corona. Todos los herederos tenían el mismo don de mando y de control, eran líderes por naturaleza: decididos, despiadados o compasivos siempre en el momento oportuno, les encantaba dar órdenes y hacerse oír, no aceptaban la derrota y eran vanidosos y altivos como los leones. Hasta su escudo de armas ya decía mucho de esta pintoresca familia: dentro de un escudo rodeado de hiedras entrelazadas, se alzaba un león rampante con un corona, así como dos espadas detrás de la figura del animal, cruzadas, y debajo de todo ello la figura de un hombre caído en la batalla, casi dando la sensación de que el león le estaba aplastando con sus poderosas patas traseras armadas con garras. El lema de la familia, semper victori, aparece en los anales de su historia como el grito de guerra de los Beaufort que participaron en las batallas contra otros estados, siendo además muy bravos en la guerra. Una familia modelo para un noble inglés que se preciara. Jefes indiscutibles de la alta sociedad inglesa, cosa que no disimulaban, sino todo lo contrario. A pesar de que este estamento social no pasara por su mejor momento -teniendo en cuenta la gloria y el poder pasado-, no había nada que no pasara por su conocimiento y control; si alguien compraba un terreno, investigaban quiénes eran los compradores, sus motivaciones para ello y si ponía en peligro sus posesiones o posición en la intrincada sociedad de los ricos. Y no tenían reparo alguno en eliminar a sus enemigos, tanto social como literalmente. Alguna que otra desaparición "misteriosa" no se ha resuelto, pero todos saben o tienen muchas sospechas de quiénes fueron los cabecillas de ello.

Shir Jonathan Beaufort era el patriarca de la familia en ese momento. Viudo desde hace bastantes años, se había acomodado bastante a la vida solitaria en una mansión tan grande, cuidando de su única hija, Victoria. Jonathan había heredado el carácter de su abuelo, altivo y bastante autoritario, que era bastante característico de dicha familia; alto, de cabellos oscuros como la noche y cortado perfectamente, sin barba, siempre de etiqueta y con zapatos más brillantes que el sol. Sus ojos, de un azul eléctrico, parecían penetrar todo lo que estuviera en su punto de mira, congelando o incluso causando el pavor más profundo en una persona. Todo eso provocaba que sus vecinos, amigos o simplemente conocidos le tuvieran un respeto que en muchos aspectos se mezclaba con el miedo, cosa que a él no le importaba en absoluto. Es más, le encantaba causar esa sensación en los demás, le hacía sentir más poderoso, más temido... y por ello con más poder que los demás que le rodeaban.

El dinero que tenía en su cuenta era tal, que podía comprar toda Inglaterra si quisiera, pues de las tierras, posesiones que se habían vendido o recaudado, de las joyas y de los ahorros, el dinero no era precisamente un problema. Su mansión, de tres pisos, estaba construida en piedra de la zona,decorada con el gusto de su difunta esposa, Catherine, una amante de las Antigüedades. Entre las excentricidades, llamó a los mejores artesanos de Inglaterra para realizar una serie de copias de joyas egipcias, especialmente las de Tuthankamon. Cosas propias de los ricos. Jonathan adoraba a su esposa, la quería más que a nada en el mundo... pero el tiempo, y una enfermedad sin cura, se la arrebataron. Nunca antes se vio a aquel noble tan derrumbado, ni tan furioso con el mundo exterior. Arremetió contra los demás, causó más de un quebradero de cabeza a los que tenían alquilado una tierra o una casa bajo su poder. Tuvo la tentación de echarlos a todos, de quedarse con todo, encerrarse en su casa y no salir nunca más. Lo único que le mantenía con vida, con ganas de seguir luchando, era su joven hija, de solo 5 años.

Se volvió un padre sobreprotector, consentido, que no permitía que su hija sufriera ni estuviera expuesta en peligro alguno. Niñeras, criadas, educadores... todo un enjambre de personas a su alrededor, con un solo objetivo: protegerla y, ya de paso, educarla.

Cualquiera en una situación así se habría resignado, se habría dejado llevar por la comodidad, el lujo, y pensar que la vida estaba ya resuelta. Pero Victoria, como buena Beaufort que se preciara, no podía soportar la idea, solo una simple cosa, de estar siendo controlada por otra persona. Se sentía inferior, algo que la desagradaba como nada en el mundo. Cuando tenía cinco años no se percataba de lo que ocurría, ella hacía lo que la decían y no cuestionaba las órdenes. Cuando llegó a los diez... las cosas cambiaron como de la noche a la mañana. No soportaba la forma de vestir, la muchedumbre a su alrededor, el ahogamiento que sentía, lo estúpida que parecía, al no poder hacer nada sola. Se volvió arisca, desconfiada, no permitía que nadie la tocara ni mucho menos que la ordenara. Ya no tenía miedo, ni temor reverencial a su padre: pasó de ser un dios para ella a un humano tan común y simple como los sirvientes de la casa. Las discusiones cada vez se volvían más acaloradas, el tono iba ascendiendo, junto a los elegantes insultos que se lanzaban. Nada de palabras soeces, solo eufemismos que daban a la conversación hasta un toque culto. Además, Victoria empezó a escaparse de casa, nadie sabía cómo, pero lo hacía. Incluso por las noches, al amparo de la luna y de los seres de la noche, corría libre como el viento, sin zapatos que hicieran daño, sin corsés incómodos que la aprisionaron, ni el moño que escondía sus largos cabellos rojizos.

Pero el peor día aún estaba por llegar. Era una de esas noches, el castillo sumido en el más completo silencio, y ella estaba ya preparada para salir. Descalza, con un sencillo camisón blanco, sigilosa como un gato, bajaba por las escaleras. A pesar de todo, su andar y porte seguían siendo distinguidos. Cada paso lo daba segura de sí misma, como si una multitud imaginaria la estuviera viendo, no podía perder la elegancia en ningún momento. Eso la había enseñado su madre. Cuando estaba cerca de la ansiada salida, sintió una sombra a su espalda. Se dio la vuelta. Con su furiosa y gélida mirada, su padre se encontraba detrás.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

-A dar una vuelta -Victoria sabía que mentir era bastante estúpido, dijera lo que dijera no iba a engaar a su padre. Además, ¿acaso quería mostrar debilidad, sumisión, ante su padre?-.

-¿Y consideras que estas son horas decentes para salir a dar una vuelta? -su mirada se clavó en los ojos de Victoria, impidiendo que se moviera. Una presión empezó a inundar la sala, perfectamente palpable para la niña. Esos ojos que no parpadeaban, solo miraban... un escalofrío la recorrió la espina dorsal-.

-Sí, lo considero así. Ya que no puedo salir por la noche gracias a ti, tengo que hacerlo por la noche. Es el único momento en el que puedo estar sola, en paz y tranquila.

-Vuelve a la cama, Victoria. No puedes salir de noche. -Jonathan ya daba la conversación por terminada, porque sus órdenes siempre se cumplían. Siempre-.

-No. No quiero hacer lo que siempre digas. Los criados lo tendrán que hacer, es su deber y trabajo, pero yo no tengo por qué hacerlo. No tienes autoridad sobre mí.

-¿Que no la tengo? -con solo dos zancadas, se presentó delante de Victoria, y la agarró del brazo, un cepo mortal. Ejercía una presión sobre el brazo fuerte, que provocó un pequeño gesto de molestia y dolor en las facciones de Victoria-. Soy tu padre, y tendrás que hacer lo que yo te diga. Tú no puedes tener el juicio suficiente para decir lo que es bueno, o malo, para ti. Eres muy pequeña.

-Pues seré pequeña, pero empleando la fuerza bruta no vas a conseguir tu objetivo -enseguida, su padre quitó la mano del brazo, en el que dejó una pequeña marca rojiza. Sus ojos, por un instante, vacilaron. Jamás pensó que una niña tan pequeña pudiera emplear una voz tan dura, grave y autoritaria. Hasta sintió un poco de miedo. Y vio en ella la viva imagen de su madre-.

-Victoria, lo creas o no, no es bueno salir por la noche. -Relajó un poco la voz para convencer a la niña-. Ve a la cama.

-No me pienso ir. Quiero salir, y no me lo vas a impedir. -Y dicho eso, se dispuso a avanzar hacia la puerta. A partir de este momento, todo pasó demasiado rápido, como un sueño, no se lo creía-.

Con un movimiento rápido, y elegante, su padre le dio un reverendo bofetón. Sus ojos centelleaban, despedían chispas, parecían que congelaban en cuestión de segundos. Y después de eso, silencio. Ella no lloró, ni una lágrima, simplemente guardó la postura, escondió su cara para evitar mostrarse débil. Mordía su labio, hasta hacerse sangrar, para tragarse las lágrimas y el orgullo. Pero el dolor que sentía era tan alto como su asombro. Jamás pensó que su padre fuera a pegarla de esa forma, levantar su mano hacia ella, hacia una niña, a la sangre de su sangre. Los sentimientos empezaban a florecer en esos instantes. El odio que sentía hacia su figura paterna estalló, como una bomba atómica.

-Cómo te has atrevido a hacerme esto. -Dijo en voz baja, profunda, como sacada de una caverna-. Nadie puede hacerme eso, ni siquiera tú.

-Así al menos aprenderás quién manda en esta casa. Mientras estés bajo mi techo, harás lo que yo diga. Harás lo que yo haga, y no quiero oír de tus labios nada distinto a sí padre. ¿Me has entendido?

-¿Cómo... te has... atrevido a... tocarme?

-Vamos, vete a la cama. -Su ser orgulloso no le permitía pedirla perdón. Él sabía que estaba haciendo lo correcto. Lo hacía por su bien-. Mañana hablaremos de este incidente... cuando hayas reflexionado sobre lo que has hecho.

-¿Y tú? ¿No deberías tú también reflexionar sobre lo que has hecho? ¡Me has tocado! ¡Nadie me toca, ni siquiera tú! -Empezó a gritar, las lágrimas corrían por sus mejillas. Y no eran de tristeza, sino de rabia. Rabia acumulada que salía como un torrente. Sin control. Sin mesura-.

-Eres igual que tu madre, solo sirves para restregarme lo que hago mal. Pero claro, vosotras sois perfectas y nunca cometéis faltas, solo yo. Aguantar a tu madre de día y de noche, con sus quejas y con sus críticas... yo la amaba, ella no era así, cambió desde que tú viniste al mundo. Solo tenía ojos para ti, solo te quería a ti... y yo desaparecí de su mundo... entonces... no me quedó más remedio... -otro tenso silencio-. Y por ella, por mi pecado... no puedo dejarte marchar, ni dejar que te pase nada malo... -cayó de rodillas, ante su hija, mientras se agarraba en su camisón de seda-. Victoria, vuelve a la cama.

-Vale. -Sin decir nada más, se dio media vuelta, mientras las manos de su padre caían como sin vida. Le dio la espalda. Y se marchó-.

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