jueves, 12 de junio de 2014

XIII. Preludio de una desgracia

Era el día esperado, y Perséfone no podía estar más nerviosa. Iba de un lado a otro de la habitación, hablando consigo misma, mientras se alisaba los pliegues de su vestido, obsesionada por estar lo más decente y hermosa posible. Se había cepillado a conciencia, se había hecho la coleta a la perfección, cuidando de que ningún pelo se escapara del abrazo de su delicado coletero. No se había aplicado ningún perfume, porque el aroma de los bosques era el mejor olor que pudiera encontrarse. Para la ocasión había escogido un hermoso vestido verde, a juego con sus ojos, y elaborado con las telas más finas que pudieran encontrarse, principalmente lino egipcio. La falda estaba conformada por tres capas de tela, siendo la más larga de todas y la menos transparente; el resto caían en armónica cascada, formando caprichosos pliegues que danzaban al son de los vientos. La parte superior del vestido estaba formado por un corpiño ajustado al pecho, decorado con todo tipo de formas geométricas que se entrelazaban para crear motivos originales y bellos, bordados a su vez con hilo de oro; dos tiras nacían en la parte superior del corpiño, y daban la vuelta por encima de los hombros para unirse por detrás al vestido, creando de esa manera dos sencillas mangas. De estas, a su vez, caían una serie de telas tan finas que se podía ver a través de ellas sus delgados y delicados brazos. Al final de todo ese proceso de acicalamiento se colocó el hermoso cinturón que la habían entregado, tan liviano como una pluma. Una verdadera obra maestra de Hefesto, y bendecida con el buen gusto de Apolo. Con todo en su sitio preparado, estaba dispuesta a encontrarse con su destino.
Había tenido cuidado de no salir de esa manera, tan arreglada, mientras su madre merodeara por el Santuario. No quería despertar sospecha alguna, y tenía mucho miedo de que su madre empezara a hacerla preguntas. Podría hacer muchas cosas en su vida, pero jamás se la ocurriría mentirla, y mucho menos mientras mantuvieran una conversación; su madre era a veces tan autoritaria, con su mirada gélida clavada en su rostro, que Perséfone se tragaba su orgullo, su rebeldía, y todo lo que tuviera que tragarse. Por eso mismo, quería evitar a toda costa ese encuentro. Se había encerrado en su habitación, alegando que se encontraba cansada porque no había pasado una buena noche. En realidad no mentía puesto que, al estar tan nerviosa por lo que iba a ocurrir a la mañana siguiente, apenas Morfeo había conseguido que la joven diosa cerrara los ojos más de dos horas. Una sonrisa se dibujó en sus labios al rememorar los dulces sueños que mantuvo en aquella vigilia: cómo estaba sentada, al pie del árbol junto al estanque, con su mano entrelazada en la de Hades, mientras caía el sol allá por el horizonte. Su rostro adquirió un tono rojizo, y se llevó las manos a la cara para esconder aquel rubor de unos espectadores invisibles.

Perséfone, serénate se decía a sí misma, esto no es propio de ti. ¿Acaso quieres que madre se dé cuenta de lo que tienes entre manos. Como se entere… puedo despedirme de todo el futuro que la imaginación ha creado en tu mente. Respira hondo, relájate, y piensa que es un día cualquiera, un día en el que como siempre vas a pasear por los bosques cercanos. Déjate llevar por la costumbre, y todo saldrá bien. No puedo tener miedo, no ahora. Todo está decidido, el destino me sonríe… ¡y no puedo dejarlo escapar!

Con estos pensamientos la joven diosa se encaminó hacia el encuentro esperado. Caminaba deprisa, con el menor ruido posible, como si la acechara algún enemigo que, de llegar a detectarla, la mataría. Sin embargo su experiencia en los bosques, saltando de rama en rama o corriendo junto a los animales la había enseñado a ser sigilosa si se lo proponía. Nunca se sabe cuándo algo que aprendes te va a ser de utilidad.

El sol estaba en medio del firmamento, de un tono azul claro y totalmente despejado. Una brisa fresca ayudaba a que los implacables rayos del sol no fueran tan achicharrantes. El trino de los pájaros era espectacular, una verdadera diversidad de timbres tal que era difícil creer que se pudieran congregar en un mismo bosque aves tan diferentes. Pero eso a Perséfone no la sorprendía lo más mínimo. Estaba tan acostumbrada a aquel sonido, que apenas podía vivir sin él; si un día no escuchaba aquella melodía de la naturaleza, sentía que algo faltaba en su interior. A tal comunión había llegado con la vida natural que la rodeaba. Cuando se aproximaba al límite del bosque, su paso se vio impulsado por el deseo del encuentro. Sus pisadas eran ligeras como el aire, no sentía cansancio, solo se movía por un solo impulso, por un solo pensamiento, no había más en su mente.
El camino que la conducía al estanque se la hizo eterno. Los árboles se abrían a sus lados, y en ocasiones la senda se hacía un poco estrecha y tenía que aminorar la marcha, pues tenía que pensar que el delicado vestido que llevaba no estaba confeccionado para tales caminatas. Y no podía presentarse con unos jirones, manchas, o cualquier tipo de desperfecto, no por nada había escogido esa prenda para una ocasión tan especial. La espesura del bosque hacía que su camino estuviera protegido por los implacables rayos del sol que, unido a la presencia de una brisa fresca constante hacía que hasta la temperatura fuera anormalmente fría. Pero tampoco sentía eso, ni las perlas de sudor que emanaban de su piel a causa de la carrera. Si en ese preciso instante cayera un meteorito, el sol se precipitara sobre la tierra, o se produjera algún tipo de catástrofe, ella no se daría cuenta.
Ya había alcanzado el lugar tan anhelado. Su corazón parecía que iba a salirle del pecho, repiqueteando de una forma violenta y excitada. ¿Cómo reaccionaría cuándo viese a Hades? ¿Se desmayaría de la emoción? ¿Correría a su encuentro y lo abrazaría con todas sus fuerzas, con el tonto temor de que se separaran al romperlo? ¿O se quedaría muda y estática en el sitio, por la vergüenza, mientras su rostro se volvía más y más rojo? En breve descubriría cómo iba a reaccionar…

En el Inframundo, Pandora se estaba preparando para llevar a cabo su maquiavélico plan. Había envuelto el cinturón en un pañuelo de fina seda, con motivos geométricos hechos con hilo de plata y oro, para que resultara más atractivo para la diosa. La curiosidad podría con ella, además del deseo de causar una más que buena impresión a Hades. Demasiada buena impresión vas a causar con esto, se decía a sí misma Pandora, tanta que no querrás volver a ver a Hades nunca más. Y si llegas a perdonarle, tranquilidad, porque tu madre jamás permitirá que te unas con una persona así, por mucho que ruegues y pidas su consentimiento. Pandora no había reparado tanto como Perséfone en su vestimenta, llevaba su mismo vestido oscuro, a juego con su pelo y ojos, además de su famoso anillo con forma de serpiente que se enroscaba en su dedo y muñeca. Lo miró no sin cierta melancolía en sus purpúreos ojos. Un recuerdo de lo que soy y de lo que debo hacer. Pero no había tiempo para pensar en eso. Debía partir inmediatamente, antes de su señor Hades. Sabía cuándo actuar. Tendría que realizar muy bien su papel, si quería que todo saliera acuerdo con los planes. A diferencia de Perséfone, Pandora sentía muchísimo respeto y miedo ante Deméter, una diosa muy venerada y considerada. Lo que se decía de ella eran rumores que la retrataban como un númen bueno con aquellos que la servían bien pero terriblemente cruel y despiadada con aquellos que la engañaban o que dañaban la naturaleza. Y lo peor de todo es que había vivido mucho, por lo que la experiencia la daba más de un punto a su favor para detectar los engaños. Pero caería si el tema de discusión era su hija, más aún si la decían que estaba en peligro. Las fichas estaban colocadas en el tablero, cada una con sus movimientos y objetivos claros, y el desenlace de la historia la escribirían los vencedores, no los vencidos.

Hades estaba ya preparado. Se había puesto su mejor túnica, una de color negro con bordado dorado en los bordes, una elegante greca custodiada por espirales. Sus brazaletes, plateados con gemas incrustadas, estaban firmemente puestos en sus muñecas, brillando con luz propia. A Hades no le gustaba llevar objetos tan valiosos, pero la ocasión lo requería. Tenía que dar la mejor impresión posible, y daba la casualidad de que era uno de los dioses con más posesiones. Tenía bajo su control todo el subsuelo, fuente de inmensas riquezas como piedras preciosas, minas de oro, plata, y todo tipo de piedras valiosas para la arquitectura y los ornamentos. Sabía que Perséfone le amaba con un amor sincero, y que no había reparado lo más mínimo en sus riquezas; era demasiado inocente. Pero la duda, horrible compañera, seguía alojada en su corazón. Todavía no entendía cómo una diosa como ella podía amarle, no le entraba en la cabeza. Esas dudas habían provocado que su partida se retrasara un poco –más tarde se arrepentiría de ello-, pero no podía evitarlo. Hasta su hermano Zeus lo había consentido, aquel padre que, aunque no lo mostrara en público, quería a Perséfone con locura y no la entregaría a cualquier persona. Aunque todo había que decirlo: Zeus no solo estaría velando por el bien de su hija, sino por el suyo propio; casada con Hades, estaría protegida y seguramente sería perfecta para controlar el temperamento que podía llegar a tener el Señor del Inframundo. Sabía que en el fondo la estaban utilizando como una herramienta más, pero si con ello conseguía que estuvieran felizmente casados, que así fuera.

Con esos pensamientos en mente salió de su reino de las sombras para ir al encuentro de su amada.
Qué extraño, Hades se retrasa. ¿Acaso ha acudido de nuevo al Olimpo? ¿Habrá pasado algo malo? Perséfone estaba sentada, con las piernas cruzadas, mirando directamente al estanque de aguas cristalinas. Tenía que mantener los ojos entrecerrados, debido al reflejo de la superficie, brillante como el más grande de los diamantes. Para matar el tiempo, tomaba piedrecitas que estuvieran cerca y las lanzaba a las calmadas aguas, provocando ondulaciones caprichosas y sinuosas que la entretenían. Suspiró. Seguro que Hades tenía una muy buena razón para retrasarse. No se hace esperar así a una dama, se decía. Cuando llegue, le echaré una buena regañina. Sí, eso mismo haré. Un pequeño jilguero se había posado a su lado, y se acercaba dando saltitos para beber un poco. Perséfone lo siguió con la mirada. Una vez que hubo bebido, se metió un poco en las aguas y empezó a bañarse, acicalándose las hermosas plumas negras, amarillas y marrones. Era un pájaro pequeño en comparación con los que había por aquellos parajes, pero pocos igualaban su belleza. Perséfone seguía cada uno de sus pasos, de sus movimientos, hipnotizada por los mismos.
Una vez concluido su baño, el pajarillo se dispuso a caminar de nuevo dando esos graciosos saltos hacia la pradera que se extendía a sus espaldas, pero repentinamente cambió de idea. Algo vio que no le gustó nada, puesto que remontó con una velocidad de vértigo el vuelo, con un sonido de batir de las alas frenético. La diosa enarcó las cejas, sospechando que algo había visto el ave para escapar de esa manera. Se dio la vuelta, todavía sentada, y lo que vio la llenó de alegría y de felicidad. Caminando entre las filas de árboles avanzaba Hades, más bello de lo que jamás hubiera podido imaginar su inflamada imaginación. Es posible que su corazón pintara las cosas de otra manera, es posible que sus ojos estuvieran ciegos por el amor, pero la daba completamente igual. Ante ella se encontraba el dios al que había decidido amar por propia voluntad, y con el que estaba firmemente decidida a vivir el resto de su vida inmortal.

Se levantó rápidamente, impulsada como por un resorte, y se encaminó disparada como un rayo hacia él. Este se detuvo, ya en la pradera, y abrió sus brazos para recibir a su amada diosa. Cuando sintió el contacto del cuerpo de Perséfone contra el suyo, cerró sus brazos en torno a ella, como si temiera que cuando se separara de ella nunca más se volvieran a ver. Apoyó su barbilla en la cabeza de la diosa, mientras sonreía. Jamás llegó a pensar que pudiera albergar en su corazón tanta felicidad. Ella permanecía con su rostro en el pecho de Hades, llorando de felicidad. No lo podía evitar. Estaba tan feliz, después de muchos años se sentía completa. Nada podría estropear este momento.

Pandora había llegado al mismo bosque donde se encontraban los dos enamorados, pero se encontraba siguiendo el rastro de otra divinidad que se encontraba en las cercanías. Notaba que su avance era rápido, decidido, como si estuviera dispuesta a partir en ese preciso momento. Tenía que darse prisa. Había perdido mucho tiempo en intentar averiguar dónde se encontraba la diosa, pues hasta que encontró a un morador de Eleusis que la dijera algo sobre el posible paradero de la diosa o, al menos, un lugar al que acudiera más a menudo. Y por fin había encontrado lo que buscaba: a esas horas, como costumbre, Deméter se encaminaba a una gruta orientada hacia el este para vigilar y presenciar los famosos cultos mistéricos que se celebraban allí. Con raudo paso se dirigió hacia aquella gruta.

En una concavidad natural que penetraba en una alta montaña cubierta por una alfombra de árboles, y con el suelo bastante irregular y resbaladizo por la humedad estaba el templo más antiguo de todo Eleusis. Las antorchas, necesarias para combatir la natural oscuridad del lugar, estaban cubiertas con un original sistema consistente en una plaquita de metal que se situaba justo encima de la llama, para protegerla de las comunes filtraciones de agua. Un camino excavado en la roca, liso para que la gente que acudiera no se tropezara, desembocaba en la parte más amplia de la cueva, una enorme concavidad semicircular decorada con gigantescas estalagmitas y estalactitas que creaban un laberinto de columnas natural. En el centro de la sala, un pequeño altar de madera –se cree que es tan antiguo como el templo en el que se hallaba, de ahí que los sacerdotes de Eleusis lo protegieran con su vida si hiciera falta -, decorado con tallas de guirnaldas de flores y bucráneos, además del famoso cuerno de la abundancia. Delante del altar, a una distancia prudencial y en un plano más bajo, se encontraban una serie de sacerdotes, con los brazos levantados hacia el techo de la cueva y entonando extraños cánticos. Ante el altar, un sacerdote que por sus vestimentas debía de ser de un rango superior al del resto, que estaba realizando un sacrificio de un ternero, seguramente en honor de las diosas. Hoy los sacerdotes podrán disfrutar de un poco de carne, pensaba Pandora, mientras veía que dos de los sacerdotes llevaban en telas de lino el animal sacrificado.

Había llegado a la parte final de los cultos, puesto que unos minutos después los sacerdotes dejaron de entonar los extraños cánticos y de alzar las palmas de sus manos. En silencio, embriagados seguramente por su fervor religioso, abandonaron la sala. Por supuesto Pandora no había sido tan estúpida de aparecer de improviso, ante la mirada de todos esos sacerdotes; no les habría sentado muy bien que una persona ajena a los secretos de Eleusis entrara de esa manera a un ritual que no muchos conocerían. Cuando solo quedaron el sumo sacerdote y ella, con paso decidido y calmado se acercó al extraño personaje. Este ni se inmutó cuando vio a Pandora, sino que la lanzó una amenazadora mirada.

- ¿Qué hace una sirviente del Inframundo en los dominios de la naturaleza? –dijo sin rodeos -.

- Salud a ti y a todos los sirvientes de las dos diosas –era la fórmula de cortesía que se empleaba con todos los sacerdotes de Eleusis -. Vengo en calidad de mensajeras, con noticias que de seguro interesarán a tu señora diosa.

- ¿A Deméter? –el empleo del nombre de aquella diosa de forma tan normal, era algo inusual. Los humanos que veían y servían a los dioses de primera mano no dirían el nombre de sus señores tan a la ligera -. No creo que quiera saber nada de ti y de tus mensajes. Has hecho tu viaje en vano –se dio la vuelta para marcharse, dando por finalizada la conversación -.

- ¿Y no creéis que vuestra señora podría interesarse por lo que tengo que decir si es sobre su amada hija Perséfone? –el sumo sacerdote se paró en seco, todavía sin girarse. Pandora sabía que ya tenía ganada aquella batalla verbal. Seguro que escucharía a partir de aquí -. Aunque no he hablado con propiedad sobre su hija, sería mejor decir a partir de ahora mi señora Perséfone.

- ¿Cómo que señora Perséfone? –la voz de aquel sacerdote no era la misma, había cambiado radicalmente. Ahora era… de mujer. Pandora creía que sus oídos la estaban engañando. Pero si sus oídos la engañaban, la vista no se quedaba atrás. La figura se dio completamente la vuelta y, a medida que se acercaba, las facciones de su rostro, el cabello y la silueta de su cuerpo cambiaban a una velocidad apabullante. En tres pasos había cambiado su fisonomía al de una mujer de proporciones perfectas, claros ojos verdes y cabellos castaños que caían en cascadas sobre su espalda. Su cabeza estaba coronada por una guirnalda de flores, y un vestido de color marrón claro cubría su cuerpo; sus brazos tenían unos brazaletes de oro en forma de enredaderas que se enroscaban hasta la altura del codo. Cada paso que dio fue sucedido por un ligero temblor de tierra, signo de que la diosa que avanzaba hacia ella no estaba precisamente contenta -. Creo que tengo el derecho a que me des una explicación.

- Señora Deméter –y se inclinó ante ella -, siento de veras no haberos reconocido. Los dioses sois unos maestros del disfraz, y jamás pensaría que os escondierais en un cuerpo mortal masculino, y que os relacionarais con simples sacerdotes humanos.

- A diferencia del resto de los dioses olímpicos, con la excepción de Atenea, no me desagradan los humanos. Incluso ayudé a muchos junto a mi hija cuando se liberó la peste por la tierra. Pero este tema no es que te ha traído aquí y por el que he decidido mostrarme tal cual soy ante ti, Pandora –esta, al escuchar su nombre, dio un paso hacia atrás instintivamente. Sabía que una diosa podía saber muchas cosas, pero no llegaban a leer la mente. Y ella no recordaba haber dicho su nombre -. Quién no iba a reconocer a la sirviente más fiel de Hades, aquella marcada con el anillo de la serpiente y la causante de tantos males a la humanidad – señaló con su mano el anillo que había delatado a Pandora -. Y ahora que ya sabemos quién es quién, pasemos a lo importante de verdad… 
Dime sin rodeos ni mentiras, ¿qué es eso de señora Perséfone?

- Antes que nada, debo pediros la máxima discreción sobre mi persona. Siento que estoy traicionando a mi señor, pero también me veo en la obligación de informaros.

- Nada saldrá de mis labios, Pandora. Si son asuntos de los dioses, los humanos no tienen cabida en ellos. Tienes mi palabra.

- Señora Deméter, es por todos sabido que deseáis antes que otra cosa en el mundo, disfrutar de la compañía de vuestra hija para toda la eternidad, en este paraje tan maravilloso que se llama Eleusis. Pero otros dioses han planeado un destino distinto para ella. Zeus, a tus espaldas, planea su casamiento. Y la…

- ¡¿Cómo?! –la voz de Deméter retumbó en la cueva, claramente enfadada y horrorizada -.
Se había acercado peligrosamente a Pandora, con sus ojos centelleantes de ira. Un cosmos dorado empezó a surgir de su figura, amenazador, cada vez más poderoso. Apretaba los puños con fuerza y rabia, además de los dientes. Era una afrenta a su persona. ¿La tomaban por tonta? ¿Zeus la tomaba por una estúpida o qué? No podía tolerar aquello. No podía permitir que tomaran las decisiones por su cuenta. Ella había criado a su hija, la había protegido de todo tipo de peligros; con todo eso tenía el derecho pleno de escoger lo que era mejor para su hija. Zeus no tenía ningún derecho para decidir qué era mejor para Perséfone. ¿Acaso por ser el "padre" tenía la potestad necesaria? Deméter no lo pensaba así. Lo arreglaría todo… a su manera. Pandora estaba petrificada, con miedo a moverse. Aquella diosa estaba tan enfurecida, que si se movía podría recibir su ira en forma de ataque deliberado.

- ¿Estás totalmente segura? –los ojos de la señora de la agricultura parecían que iban a salirse de sus órbitas -.

- Yo jamás mentiría a una divinidad –respondió Pandora, dirigiendo su mirada al suelo. No se atrevía a mirar cara a cara a Deméter, pues estaba verdaderamente aterrada. Por muchas cosas que viera en el Inframundo, nada sobrepasaría la escena de una divinidad enfadada, fuera cual fuese. Y Deméter, perteneciente a los Doce olímpicos, tenía un poder no menos impresionante que Hades -.

- Está bien, está bien… -Deméter ahora, muy nerviosa, daba vueltas de un lado a otro, como si no supiera qué hacer. Siempre había presumido de ser una diosa paciente y comprensiva, pero habían conseguido sacarla de sus casillas –creeré en tus palabras. Si no son verdad, sufrirás mi rencor eterno, Pandora.

- No temo esa amenaza, señora, puesto que lo que digo es verdad. Tan cierto como que el Olimpo existe.

- De acuerdo. Llévame ante ellos. Yo me encargaré del resto…

- Como ordenéis -e hizo de nuevo una reverencia. De veras que lo siento, mi señor Hades, pero es lo mejor para ti... para los dos. No permitiré que nadie, ni siquiera una diosa, os arrebate de mi lado. Ya falta poco para que todo vuelva a la normalidad, a la monótona pero apacible normalidad -.

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