martes, 10 de junio de 2014

La transformación: I. Fascinación


En el mundo existen muchas cosas que no entendemos, o a las que intentamos darle un sentido lógico y científico, pues nos negamos en redondo a que, en pleno S.XXI, existan cosas que todavía no tengan respuesta: qué hay después de la muerte, si existen elementos sobrenaturales y, de ser así, por qué están ahí, qué nos quieren decir; cosas como simplemente de dónde venimos -pues el ser humano siente un miedo irrefrenable al pasado que no conoce y al futuro que cada vez se delimita con más soluciones y también nuevos problemas-, y miles de cosas más. Yo era un científico, nacido en una familia atea y que no creía absolutamente en nada que no pudiera ver con mis propios ojos o probar con la ciencia, que era mi aliada; mis padres me educaron en sus ideales, y cuando tenía ya unos 10 años tenía una pasión por la ciencia y el saber, pues me había abierto los ojos a buscar la verdad en las cosas con las herramientas de la lógica y la razón. Incluso cuando murieron mis padres, sentí la tristeza de perder a un ser querido, a los que me habían educado y preparado para el mundo que me rodea, pero con un sentimiento de temor porque, según mi pensamiento, pasada la barrera de la muerte no hay nada, ¡nada! Ahora mismo ya se encuentran en la no existencia, meros recuerdos en mi mente y en la de aquellos que les conocían. Al menos el ser humano que cree en Dios tiene la esperanza de vivir eternamente, pero yo lo dudaba por mi pensamiento ateo: no hay nada tras la muerte, solo la no existencia, concordando con el pensamiento de los antiguos griegos en que la eternidad se consigue cuando permaneces en la memoria de tus seres queridos y la familia, pero que irremediablemente con el paso del tiempo irás cayendo en el horrible agujero de la no existencia, del olvido. Debo añadir que, aunque sea científico, siento una gran pasión por los clásicos y por la Historia, no estoy para nada enfrentado a las humanidades, para mí son una forma diferente de llegar al conocimiento.

Había ocasiones en las que me hubiera gustado creer, porque de ser así quizá ahora no estuviera en la situación en la que me encuentro, y el motivo por el cual quiero escribir mi historia. Puede considerarse lo anterior como una especie de prefacio, de prólogo para el relato que vendrá a continuación, para que quien lo lea tenga una idea del protagonista del relato -es decir, yo- y que pueda entender más o menos el motivo de mis reacciones y actuaciones. Ahora tengo esta... maldición, que no me podré quitar de encima por el miedo a morir, porque no quiero dar punto y final a mi vida; seré cobarde, pensaréis, pero ¿quién de vosotros se atrevería de verdad a quitarse la vida? Nuestra boca se agranda diciendo que somos valientes y los demás no, pero las palabras se las lleva el viento a no ser que venga acompañadas de actos o de la confianza que sentimos por esa persona. Creo que ya no voy a enrollarme más, pues estaréis ahora mismo pensando "¿qué le habrá pasado?"; curiosidad inherente al ser humano, qué deliciosa y a la vez peligrosa, y daré comienzo a mi relato. Espero que alguien, si lo lee y puede ayudarme, se ponga en contacto conmigo o me responda o haga algo, porque yo me enfrento a fuerzas que consideraba "inexistentes". 


Yo soy un hombre soltero, en la flor de la juventud -unos 30 años para que os hagáis una idea-, y vivía confortablemente en un piso en pleno centro de Madrid, cercano al Teatro Real, pues una de mis pasiones era la música. Me pasaba horas y horas en mi estudio escuchando en discos de vinilo obras de los grandes compositores del pasado -no me agradan para nada las composiciones actuales-, meditando a la vez que escuchaba nuevas fórmulas que aplicar a los problemas que me planteaba mi trabajo o intentar descubrir algo nuevo que me hiciera famoso y, por ello, inmortal. Ansiaba sentir ese consuelo que tienen los creyentes, una vocecita que hubiera en mi interior que me tranquilizara diciéndome que después de la muerte había algo, no era el final con todas las letras, sino un nuevo comienzo, un renacer como muchas culturas antiguas creían con total convicción. Debo decir que estaba bastante obsesionado con esa idea de inmortalidad. No es que fuera un alquimista que buscaba la Piedra Filosofal, porque no era nada científico, pero mi mente cavilaba en muchas ocasiones con el tema de la muerte y la resurrección del cuerpo o, al menos, de ese espíritu que habita en nuestro interior, la llamada "alma". 

En ese momento, con la moda de los zombies y de los vampiros, con millones de series y libros que llegaban a colapsar el mercado -es lo que tienen las modas-, me entretenía comprando ese tipo de literatura para ahondar en el tema, pues ambos personajes fantásticos poseían algo en común: eran inmortales. Tú a un zombie no lo vas a matar a no ser que le cortes la cabeza, aunque hay muchas diferentes versiones de cómo matar a uno de estos seres según las épocas, y los vampiros más de lo mismo, solo que a ellos les afectaba la luz del sol, las estacas en el corazón y el fuego. Mi interés no llegaba a la obsesión, ni mucho menos, pues me entretenía viendo los fallos de estas "criaturas inventadas", utilizando la razón de la ciencia para determinar que era totalmente imposible que existieran. ¿Acaso un ser humano puede vivir sin que le circule la sangre por el cuerpo, o que si le disparas en el corazón puedan seguir caminando como si nada? ¿Es posible que un ser humano pueda alimentarse, solo y exclusivamente, de sangre? Cualquier persona con algo de cultura, pensaba, no se creería que estos seres pudieran llegar a existir de verdad. 

Volviendo al tema que nos atañe, mi experiencia, como he dicho antes era una persona apasionada por la música, clásica a poder ser, y muy asiduamente acudía al Teatro que tenía al lado para ver las obras que allí se ofertaban. Hasta tenía un abono de temporada, y todos los que allí trabajaban me conocían y me consideraban como uno más. Había un trabajador en especial, Javier, que me caía especialmente bien: un hombre con algunos años más que yo, muy alto y con hombros bien anchos, de mente sencilla y corazón sincero, que aunque no sabía mucho del mundo de la música tenía un oído excepcional para los sonidos, cosa que me apasionaba y que algún día me gustaría estudiar. Con solo escuchar una melodía una sola vez, era capaz de repetirla sin equivicarse en una sola nota. Yo siempre le decía que tomara un instrumento y que se dedicara a la música, pero el hombre de forma sincera me comentaba "teniendo que alimentar a toda una familia, estaría loco si me metiera en el mundo de la música". Qué triste verdad, siempre pensaba, porque el pobre hombre tiene toda la razón; y muy digna de elogio, pues aunque no odiaba su trabajo, lo hacía con tanto esfuerzo y ganas por sacar adelante a su familia que merecía hasta una estatua, lo que fuera. El dueño ni se plantearía echarlo, no tanto por la caridad -que no abunda mucho en los jefes y menos hoy en día-, sino porque era un empleado modelo, la pieza clave de la organización de los trabajadores en el Teatro, por lo que solo podría uno calificarle de loco si acababa echándolo.

Una noche de verano, cuando el sol no desaparecía del firmamento hasta las 10 de la noche, acudía al Teatro para ver "Orfeo y Eurídice", basado en uno de los mitos más conocidos y que más me gustaban, pues mostraba la música como un auténtico don concedido por los dioses y el final tan realista -dentro de lo que cabe- que puede tener, pues no tiene precisamente un final feliz; es lo que más me gusta de los mitos griegos, que todos terminan mal, no son los típicos cuentos de hadas que Disney u otras empresas nos enseñan, son historias enmarcadas en hechos fantásticos como la bajada al Inframundo y el uso de la música para aplacar los espíritus más indomables y como se dice de "corazón de hierro", junto con la idea del ser humano de no aguantar los designios que le mandan. Me da pena, siendo lo inteligentes que eran los antiguos griegos, que creyeran en los dioses, pero tampoco voy a juzgarlos pues son, como yo llamo, los "hijos de su época", y no pudieron evitar creer en los dioses para explicar todo aquello que escapaba a su comprensión. Por eso, y no por otra cosa, yo ya no entiendo el concepto de creer en una divinidad hoy en día, pues ya con la ciencia se puede explicar casi o prácticamente todo, y lo que aún no se puede explicar está en proceso para ser explicado, así que... ¿por qué creer en Dios? Al menos, eso era lo que pensaba en aquel momento, y me río de ello, pues en este preciso instante estoy empezando a creer todo lo contrario. Si se pudiera viajar en el tiempo...

Pero bueno, yo había llegado al edificio, con calma y mucho tiempo por delante, porque sabía que me iba a entretener hablando con mi buen amigo Javier, que ya he mencionado antes. Aunque pensaba que no recordaba muy bien la conversación, ahora estoy desarrollando un enorme sentido para memorizar y recordar cosas pasadas a la perfección, como si acabara de vivirlas, y por ello puedo escribir todo esto. Me encontré con él, y estuvimos charlando un buen rato. Más o menos la conversación que tuvimos, tampoco muy extensa, fue como sigue:

- ¡Ey, Javier! ¿Cuánto tiempo sin verte, verdad?

-Ay señor Alejandro -pues así me llamaba este hombre, con infinidad de respeto porque me consideraba todo un cerebro en mi campo, cosa que no es verdad, y que aunque ya lo había escuchado muchas veces no me acostumbraba a ello aún- ¡le voy a acomodar un camerino para que pueda vivir aquí siempre! Sería su regalo ideal.

-  Jajaja, no sería mala idea, por supuesto que no -mi risa era de lo más franca, pues el comentario tan sincero de mi amigo me había hecho en verdad gracia... gracia y ternura, debo decir-. La obra de esta noche promete, no he visto ni una mala crítica de ella.

-Sí, señor, es una maravilla. Yo he escuchado los ensayos, y no he visto mujer que entone mejor en mi vida, y llevo aquí bastante, señor. Además de que es guapa, muy guapa. El hombre... bueno, entona bien pero tampoco es una maravilla, seguro que en cuanto recite la mujer lo eclipsará, estoy seguro.

-¿No estarás enamorado, mi querido Javier? -dije con aire socarrón, para intentar sacarle de sus casillas. Nunca lo había conseguido-.

- ¿Enamorado  yo? -y se empezó a reír-, no lo creo, señor. Soy muy poco para ella, de eso estoy seguro. Ya me entenderá cuando la vea... 

Y se despidió de mí, con un caluroso apretón de manos, pues tenía que atender a otros asuntos relacionados con los preparativos finales. Yo me quedé bastante intrigado por lo que me había comentado, ya que a pesar de sus gustos sencillos y que era fácilmente impresionable, sabía distinguir la verdadera belleza de lo que no lo era, por lo que creí en sus palabras ciegamente y esperaba ansioso en mi asiento a que diera comienzo la representación. Jamás me sentí más excitado, no sabía aún por qué, quizá por el misterio que se mostraba ante mis ojos, quizá por mi loca imaginación que se abría paso en mi mente como un huracán, dando forma a la imagen de una mujer bella como nunca antes había visto, con ojos de mirada sincera y provocativa, con una figura insinuante por sus curvas, y de voz potente y a la vez delicada, capaz de transmitir toda clase de sonidos, desde los más frágiles y lastimeros propios de una mujer que se lamenta por lo sucedido, hasta los más osados para enfrentarse a los problemas que la vengan de frente. Así me distraía mientras la sala se llenaba más y más, hasta tal punto que no había ni un solo hueco disponible, una muy buena señal para el Teatro, sin duda. A mi derecha, una señora mayor y bastante distinguida por su porte y modales, comentada a su acompañante -supongo que su marido-, la magnífica cantante que habían contratado para esta ópera, una sencilla chica que había salido de la nada prácticamente y que había maravillado a todos los espectadores a su paso por las principales ciudades europeas. Una prodigio, dijo ella. Yo me quedé aún más extasiado, pensando que la mujer sería mejor de lo que yo jamás me hubiera imaginado.  Miré el papel que me habían dado con los datos de la obra, y mi mirada se dirigió rápidamente a un nombre: Isabella Di Lorenzo. Más italiano no podía ser el nombre. 

Pasado el tiempo se dio aviso de que la obra iba a comenzar, se apagaron las luces y se hizo un silencio sepulcral.

El primer acto se desarrolló sin ninguna novedad, bastante acorde con el mito, con un Orfeo desesperado ante la tumba de su amada Eurídice. Las ninfas cantaban y bailaban a su alrededor, con vestidos largos y vaporosos que caían sobre sus cuerpos, insinuando formas, y cada una de las cantantes con un peinado totalmente diferente; eran seis en total. Ante el aria tan llena de tristeza de Orfeo por su amada, se apiadan los dioses y mandan a Cupido, que en un canto tranquiliza a Orfeo, presa del dolor de la pérdida, y lo anima a seguir adelante, pues los dioses le van a conceder una oportunidad para recuperar a su amor. Debo decir que el cantante no lo hacía mal, pero tampoco era ninguna maravilla, mucha razón tenían las palabras de Javier, cómo este hombre nunca fallaba... La luces, entonces para el cambio al segundo acto, se volvieron rojizas, pues Orfeo ahora se encontraba ante las puertas del Inframundo, donde las Furias y Cerbero le estaban esperando, dos terribles criaturas del mundo subterráneo griego. Las Furias eran tres mujeres de negro, con plumas en sus vestidos deshilachados y garras como manos, afiladas y preparadas para desgarrar a todo aquel que fuera en contra de los dioses. Con la maestría de una lira -que la verdad no lo hacía nada mal-, consiguió que los seres del Inframundo le dieran paso, para acabar en un fundido en negro, con toda la sala a oscuras, como esperando para ver lo que pasaba.

El escenario se llenó de color, con flores por todos los lados y un fondo azulado, cálido, lleno de aparente vida y belleza. Orfeo anunció a los espectadores que se encontraba en el Elíseo, y se movía por el escenario apreciando toda la belleza que encerraba el Inframundo, que jamás lo hubiera imaginado. Después de unos minutos, llegaron hasta nuestros oídos unas notas, un cántico tan hermoso, tan suave, casi inaudible, pero que arrancó de todos los presentes un suspiro de admiración, y algunos murmullos. Yo pensaba que era ella, pero no se veía de dónde provenía aquella mágica voz que nos había embaucado a todos, que nos había maravillado hasta los extremos de la locura por la hermosura de su voz. Aparecen unos espíritus, que le guían hasta donde se encuentra su amada. En la tercera escena... ahí se encontraba la mujer que estaba en su imaginación, tan hermosa y tan temible como una aparición: su piel era tan blanca, que parecía en verdad la de un espectro -yo lo achaqué al maquillaje-, sus cabellos rubios como los rayos del sol caían tras sus hombros, en alegres rizos, mientras que sus ojos... sus ojos eran los más hermosos y sensuales que haya visto en mi vida, dos ventanas verdes que parecían estar acariciándote y apuñalándote a la vez, pues eran candorosos y severos al mismo tiempo; portaba un sencillo vestido blanco que aumentaba su pálida tez, y su cuerpo, que no era ni delgado ni tampoco grueso, la hacía aún más bella a mis ojos. Claramente mi amigo no se había equivocado tampoco en esto. Sus movimientos eran tan ágiles, como los de una cervatilla, tan naturales que parecía no estar actuando, sino haciendo lo que hacía en el día a día. Cuando irrumpió en la escena, Orfeo quedó claramente en un segundo plano, ya por mucho que hiciera, no podía competir con esa belleza etérea.

El tercer acto, el más emotivo de todos, se vio acrecentado por el canto sublime e hipnotizador de la mujer, que parecía llamarnos a todos a su lado. Con qué maestría, con qué arte recitaba cada uno de los versos, en un italiano pulcro y perfecto. No me enteré de nada más de la obra, aunque ya se hubiera ido del escenario y encendieran las luces, estaba totalmente hechizado, hasta que la amable señora de mi derecha me pidió, dándome un golpecito en el hombro, salir muy amablemente. Eso consiguió que mi cuerpo se liberara de ese sopor que tenía, y pidiendo disculpas me levanté para dejarles paso. Yo seguía con ese canto en mi mente, canto que ahora mismo estoy rememorando como si lo estuviera escuchando, con el mismo efecto de sopor y de hechizamiento, exactamente igual que la primera vez. Me quedé mirando al escenario, como un suplicante ante un altar, pues quería ver de nuevo a esa diosa que se había manifestado entre nosotros; no es que la considerase una diosa, pues yo pensaba que era tan mortal como yo, sino que estaba muy por encima de la media humana que me rodeaba, no era una mediocre, ella era muchísimo más que toda la sala junta. Movido por la curiosidad y el deseo de conocerla, salí rápidamente para encontrarme con Javier y sacarle toda la información que pudiera.

- Javier, porfin te encuentro -dije, sofocado por la carrera y por mi corazón desbocado por las emociones que acababa de vivir-, necesito que me digas todo lo que sepas de esa chica.

-Vaya, sí que te ha gustado la obra -respondió con una sonrisa, siempre sin perder la calma-. No sé decirte más de lo que sabes tú: viene a los ensayos, no habla con absolutamente nadie y mantiene las distancias, como si tuviera miedo de nosotros o más bien... de ella misma. Es bastante misteriosa, supongo que no podemos ser perfectos.

-¿Cuál es su camerino?

-Se negó en rotundo, que yo sepa, a tener uno. A saber qué alegó para ello, fuera lo que fuese sealoja fuera de aquí. Ahora que me acuerdo... un dato muy curioso, o al menos me lo pareció a mí señor: siempre viene con una sombrilla, pase lo que pase, cuando llega a los ensayos. Y cada vez que hay un descanso para refrescar la voz y estirar las piernas, se echa una crema muy extraña por el cuerpo, de un olor y una consistencia que jamás había visto. Pero de todas formas todas las cantantes, actrices, bailarinas o famosas que hayan pasado por aquí son iguales, más excéntricas y extrañas que la media humana. Supongo que será algo íntegro de su naturaleza, al tener un don divino que Dios les ha otorgado.

-¿No sabes dónde se alojan?

-Yo creo que estará en el Petit Palace, como siempre, pero sinceramente no lo he preguntado. ¿A qué viene todo este interrogatorio?

-Nada, querido amigo, no pasa nada. Solo que me ha maravillado tanto que necesito hablar con ella para felicitarla personalmente, si puede ser. 

-Pues te deseo suerte, pero no creo que puedas conseguirlo. Ya sabes como son los famosos...

Le despedí con un nuevo apretón de manos, pues el hombre había sido bastante amable contándome lo que sabía, y no tenía ninguna duda de mi próximo movimiento. Ya que no sabía exactamente dónde se alojaría, la esperaría semiescondido en la oscuridad de la noche cerca de la salida de los artistas, pues tenían que salir de allí en algún momento. La obra había acabado a eso de las diez, por lo que yo calculaba que una hora -dos como mucho- después estarían empezando a salir, pues los del Teatro lógicamente querían irse a dormir. Sobre ello Javier me había contado alguna que otra anécdota muy graciosa. Y como siempre, mi sentido lógico y analítico de las situaciones nunca me habían fallado hasta ese momento; en procesión, como si fueran estrellas de cine que esperaban a sus miles de seguidores, salían en fila india, como si lo hubieran ensayado, la lista de cantantes que habían participado en la obra, con una algarabía propia del éxito que acababan de cosechar, pues cuantas más críticas positivas, más dinero recaudarían al final. Pero mis ojos cayeron, casi de forma inconsciente, a la última figura que se movía en la fila, una figura que resaltaba a pesar de la oscuridad de la noche con una belleza radiante, apartada de los demás y caminando con un paso firme y orgulloso, como si considerara a sus compañeros mera escoria.

Poco a poco las distancias se hicieron más y más palpables, y sus compañeros no parecían preocuparse por aquella mujer, Isabella, no se percataban ni de que el espacio era cada vez mayor, obviamente hecho aposta por la mujer. La seguí con mucho recelo, ocultando mi rostro con un sombrero y andando lentamente -mucho más que ella, así que caminaba como una tortuga-, manteniendo una distancia prudente de seguridad y que no sintiera que alguien la estaba siguiendo. Como muy bien había dicho Javier, se alojaban en el Petit Palace, pues después de media hora de caminata solemne -que el realidad se tarda muchísimo menos en ir a dicho hotel-, la mujer se quedó parada mirando la entrada, como si algo hubiera captado su atención. Entonces, se giró con una rapidez que mis ojos no pudieron captarlo: solo vi que la mujer estaba dando la espalda a la entrada del edificio, se me quedó mirando con sus ojos verdes clavados en los míos, y una sonrisa socarrona y juguetona emergió de sus labios; hizo el gesto de despedida, muy lento y elegante, para girarse despacio y entrar en el hotel. Yo, en ese momento, solo pude decir en voz alta, sin importarme que me tomaran por loco al estar hablando solo:

- ¿Cómo demonios me había visto?

Pasaron los días, y mi obsesión por aquella mujer iba en aumento, pues seguía sin entender cómo me había visto. Debía tener una vista de águila, extraordinaria, para poder haberme visto y saber quién era yo, pero mi razón no podía admitir que algo así pudiera haber ocurrido. Pero... ella me estaba mirando a mí, lo sabía, no había duda alguna; muchos transeúntes pasaban por la calle, pero no los estaba mirando a ellos -más bien los ignoraba por completo-, y además ¿por qué iba a despedirlos? Claramente ese gesto fue la llamada de atención para mí, que estaba más que convencido de que no había captado mi presencia. ¿Quién demonios era, pensé entonces, esta mujer? Podía ser una de tantas que dicen tener poderes especiales, o facultades que pocas -por no decir ninguna- personas poseían, pero me sonaba más a ficción que a otra cosa, como una superheroína o villana sacada de los cómics, de la imaginación de una persona. Me negaba a creer que ella era especial, era como todo el mundo. Seguramente me acerqué demasiado en una ocasión, giró la cabeza y vio que la seguía, no habría sido lo suficientemente discreto -aunque pensaba que lo había sido- y ella me había cazado. Lo que me hubiera gustado era saber cómo lo había conseguido, tenía que haber una solución lógica a todo esto, era necesario que encontrara esa clave para entenderlo todo, me negaba a admitir algo que no podía explicar. Esa noche no hacía más que pensar en esa mujer, sentía una irresistible atracción por ella, su silueta, sus penetrantes ojos... todo estaba grabado a fuego en mi mente, no podía ser borrado...

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