El palacio de Hades
se alzaba imponente en un paraje desolado, donde las almas caminaban de
un lado a otro, errantes, y una oscura y gélida neblina se extendía por
todos lados, un aliento tan frío que llegaba hasta los huesos,
provocando un malestar que pocos podían soportar. Los dioses eran una
excepción, claro está, pero los mortales si llegaban con vida a este
lugar caerían fulminados por aquella neblina, teniendo en cuenta que
tenían que sortear la vigilancia perpetua de Cerbero, el fiel can de
tres cabezas y cola de serpiente que guarda la puerta del Inframundo. De
pelaje negro como la noche y ojos rojizos como el fuego del río
Flegetonte. Las tres cabezas eran capaces de expulsar un hálito de fuego
de sus tres bocas, repletas de dientes afilados e inmaculadamente
blancos, que contrastaban con el pelaje oscuro de la criatura. Sus
garras, también preparadas para el ataque, estaban preparadas para
saltar sobre cualquiera que causara sospechas. Como bestia dedicada al
acecho y eliminación de intrusos, no se mostraba así como así en la
entrada, sino que pasaba las horas, los días, escondido entre las
paredes rocosas que conformaban la entrada, cuyo camino se introducía en
una especie de desfiladero, una frontera que desembocaba en el Reino de
los Muertos propiamente dicho. Cerbero era la señal de cambio de un
mundo al otro.
Por norma general, Cerbero tenía terminantemente
prohibido atacar a dioses, debido a que Hades no quería provocar
escándalos innecesarios, y broncas estúpidas. Era simplemente práctico.
Si los dioses tenían las ganas (y también la osadía) de bajar al
Inframundo, era por una causa de vital importancia. Aquel mundo era tan
desagradable, tan misterioso, tan lúgubre… que pocas ganas tenían los
dioses de bajar allí. Y Hades lo agradecía enormemente, porque así se
ahorraba visitas. Ya estaba demasiado ocupado con sus asuntos como para
atender a sus irritantes compañeros inmortales. Pero aquella entrada fue
flanqueada, después de tanto tiempo, por una diosa: ni más ni menos que
la diosa de la belleza y el amor, Afrodita. Tenía un muy buen motivo
personal para ir allí, pues era la primera que exaltaba los horrores del
Inframundo, y advertía que bajar allí solo podía traer desgracias al
que lo hiciera. Pero tenía que tragarse sus palabras y advertencias, una
y otra vez se recordaba a sí misma el porqué de su visita. Si todo iba
bien, cosa que no dudaba, su estancia sería muy corta, aunque a ella le
resultara eterna.
Como iba a internarse en un mundo peligroso y en
el que no era muy bien recibida, había escogido uno de sus vestidos más
recatados, aunque el término recatado para ella era bastante distinto
al del resto de los dioses. Un vestido púrpura oscuro, semitransparente,
cubría su cuerpo, dejando también marcada su silueta femenina, junto
con sus atributos femeninos. Ella siempre prefería llevar vestidos
vaporosos, ligeros, con los que se sentía cómoda y capaz de realizar
todo tipo de movimientos sin que las telas la molestaran en absoluto. Si
los demás lo toleraban o no, eso no la importaba. Si estaba cómoda era
lo único que la importaba, nada más. Llevaba una diadema de oro con
piedras preciosas, como un simple ornamento, y un cinturón también de
oro que tenía extraños poderes.
Superar la prueba de Cerbero fue
fácil, porque no se interpuso en su camino. Todos los dioses sabían que
Cerbero tenía por orden general no atacarlos, pero lo verdaderamente
difícil era pasar al Inframundo sin que su soberano, Hades, los
percibiera. Pero Afrodita no era tonta, y había escogido ese día en
concreto para visitar el Inframundo por la ausencia de su dirigente. La
presencia de Hades en el Olimpo era siempre una noticia que se esparcía
como la arena movida por el viento en el desierto, debido a su rareza.
Siempre que se reunía Hades con Zeus, o con algún otro dios, eso solo
podía significar una cosa: algo muy importante se estaba cociendo. Y los
dioses, tan curiosos como los humanos, no podían evitar enterarse y
crear todo tipo de conjeturas sobre sus visitas; no solo las de Hades,
sino la de cualquier dios. Teniendo en cuenta que el Olimpo era un lugar
lleno de conspiraciones y rencores mutuos, era de vital importancia
conocer los últimos movimientos, rumores y noticias para mantenerte en
tu puesto. La supervivencia no del más fuerte, sino del más astuto y de
quien tuviera más aliados.
Cada paso que daba la diosa no podía
reprimir una mueca de desagrado. La tierra manchaba la parte inferior de
su vestido, y sus delicadas sandalias de cuero no estaban hechas para
un terreno tan rocoso e irregular como ese. Deberían de haber entrenado a ese perro guardián para que llevara las visitas divinas hasta el templo principal. Eso
se decía Afrodita mientras caminaba entre muros ciclópeos de piedra
oscura. Su viaje se hizo interminable, y lo peor de todo fue cuando tuvo
que cruzar la laguna Estigia. El mundo de los muertos tenía una regla
fundamental que se cumplía a raja tabla: hasta el momento del juicio,
todos, absolutamente todos, eran iguales. Siempre y cuando pudieran
pagar la moneda reglamentaria a Caronte, el barquero, para cruzar la
laguna. Por ello tuvo que compartir la barca con alguna que otra alma
que iba por allí, además de las conversaciones soeces del barquero. Con
una sola mirada dio a entender que no estaba de humor para hablar; se
sentó en la zona más alejada de Caronte, con las piernas y brazos
entrecruzados, esperando impacientemente alcanzar la otra orilla. Lo
único bueno era que, al menos, las almas no eran muy dadas a la charla.
Tuvo un viaje más o menos silencioso.
Después de muchas peripecias
que narrarlas supondrían una gran cantidad de palabras y espacio, la
diosa consiguió llegar al palacio principal del Inframundo, el centro
neurálgico de todo lo que ocurría allí abajo. En sus ausencias, que no
solían durar más que unas pocas horas, Pandora era quien se encargaba de
los asuntos que no tenían más remedio que ser atendidos. Hades, cada
vez que se marchaba, dejaba claras instrucciones de lo que se tenía que
hacer en las diversas situaciones que se podían presentar y, antes de
cometer alguna imprudencia que pudiera pagarse muy caro, posponerlo
hasta que llegara de nuevo. Era la medida de precaución que se tomaba
para no causar problemas. Hades era muy reacio a abandonar su reino, por
múltiples y variados motivos, por lo que si se marchaba temporalmente
era por una muy buena razón. Y eso era lo que sospechaba Pandora.
Sentada
en su trono, situado en la base desde la cual arrancaba una serie de
peldaños de mármol que terminaban en la plataforma donde se hallaba el
trono de su soberano, meditaba en silencio la razón por la que su señor
marchara al Olimpo y la dejara al cargo del Inframundo. No es que fuera
algo extraño, de vez en cuando se producía, pero lo misterioso era la
rapidez y la ansiedad que notaba en Hades. Había llegado a sus
aposentos, había resueltos algunos problemas y asuntos que tenía
pendiente para ese día, los de mayor importancia, y la había llamado
para que mantuviera todo bajo control mientras se ausentaba unas horas.
Pandora, que se fijaba en todo, había deducido que por el reflejo de
preocupación en los ojos del dios que había algo en su interior que lo
torturaba. Y no podía soportarlo. Había intentado en vano descubrir el
motivo que perturbaba a su señor, pero sin ningún éxito. Apretaba sus
manos contra los reposabrazos de su asiento. Había rechazado las visitas
de los espectros, a cualquiera que tuviera que preguntarla algo, porque
no estaba de humor para hablar con la gente.
¿Por qué Hades no confía en mí? se decía a sí misma. Yo
he sido su fiel mano derecha desde hace muchísimo tiempo que no puedo
ni siquiera evocar en mi mente. Es cierto que para un dios siempre seré
una simple mortal, pero ¿acaso no he hecho siempre lo que me han
ordenado, sin rechistar, y cumplo con mi deber? ¿No es eso mérito
suficiente para merecer su confianza? Apoyaba su cabeza en una de
sus manos, cerradas en puño. Sus cabellos morados oscuro caían en
cascadas por su espalda. Se llevó la mano que tenía libre a su cabeza,
mientras jugueteaba con el collar que colgaba de su cuello, aquel
símbolo de su fidelidad a Hades. Su rostro pasó del enfado a la
tristeza. Siempre se había esforzado por llamar la atención de Hades, de
ser agradable a sus ojos, pero nunca lo había conseguido. ¿Qué más
tenía que hacer?
Levantó la cabeza, y se irguió en su asiento.
Había sentido un cosmos de inmenso poder que se acercaba hacia ella. Era
totalmente desconocido, pues no era oscuro y lúgubre como el de los
espectros que ella comandaba por Hades. Al contrario, parecía
asquerosamente lleno de vitalidad y de alegría. ¿Qué persona, o
divinidad mejor dicho, tenía asuntos que resolver en el Inframundo?
Hades no la había informado al respecto, pero teniendo en cuenta que
estaba muy despistado y tenía una prisa frenética por ascender al Olimpo
y hablar con su hermano, puede que se le hubiera pasado el informarla
de una visita. Tampoco importaba mucho. La despacharía enseguida,
alegando que ella no era quien para inmiscuirse en los asuntos entre
dioses. Esa frase la había servido en el pasado, pues mostrándose sumisa
y claramente inferior a los inmortales era la fórmula perfecta para
agradarlos y que la tuvieran en alta estima (dentro de la concepción que
tenían de los simples humanos).
Las puertas de la sala se
abrieron de par en par, y lo que vio Pandora la extrañó aún más,
dejándola sin palabras. Ante ella, acercándose con paso sensual y
provocativo, se acercaba una mujer de cabellos castaños que caían en
cascadas onduladas por su espalda, una diadema de oro como adorno en el
pelo y un vestido que dejaba entrever la silueta femenina mientras que, a
su vez, lo cubría, dejando volar a la imaginación a todos los que la
vieran. Uniendo las piezas, Pandora consideraba que la diosa era
Afrodita, pues no conocía de otra divinidad que mostrara ese aspecto.
Pero quién era no era la pregunta que rondaba por su mente, sino los
motivos que habían atraído a una diosa de su condición en un lugar como
este. Estaba claro que si se presentaba ante ella era porque buscaba a
Hades, pero su viaje era en vano. Una lástima, porque de seguro la diosa
no quería estar más tiempo del necesario en arreglar los asuntos y
volver. Cuando se encontraba ya a unos escasos metros de ella, mostró
una encandiladora sonrisa, una sonrisa que habría inflamado los
corazones masculinos más fríos y duros. Pandora se preguntaba si esa
misma sonrisa habría inflamado el corazón de Hades con ese deseo
pasional propio de la diosa. Colocó sus manos detrás de la espalda, como
si tuviera algo que no quería enseñar, y clavó sus ojos color miel en
los de Pandora, como si con eso la leyera el pensamiento.
- Siento
que tu viaje haya sido en vano –comenzó a decir Pandora, como si
recitara una frase que la habían obligado a aprender de memoria –pero el
señor Hades no se encuentra en estos momentos. Os pediría que vinieseis
en otra ocasión o, en su defecto, que lo buscarais en el Olimpo, pues
allí se encuentra.
- ¿Qué te hace pensar que estoy buscando a
Hades? Sé que está en el Olimpo, y por eso mismo estoy aquí –su sonrisa
provocativa aumentó -.
- Pero, si no buscáis a Hades… ¿a quién
buscáis? –Pandora, si ya de por sí estaba confusa, ya no sabía qué
decir. Las cosas no cuadraban para ella. Una diosa como Afrodita hacía
las cosas para beneficio propio, como todos los olímpicos, y si había
descendido al Inframundo era para conseguir algo para su beneficio. Y no
era a Hades a quien quería. ¿Entonces a quién? ¿A algún espectro, algún
juez, alguna de esas almas descarriadas? Es posible que quisiera
resucitar a alguien, a algún humano del que se hubiera encaprichado. No
sería la primera, y mucho menos, la última vez que se haría ese tipo de
peticiones -.
- A ti.
- ¿A mí? –no pudo abrir los ojos como
platos, y señalarse a sí misma. No podía estar más sorprendida. Una
diosa como Afrodita, buscando a una simple humana como ella. Tendría que
tener una muy buena razón para ello. Solo esperaba que no fuera nada
que la perjudicara, pues sentía en su interior la duda y la desconfianza
hacia la diosa. Todo era tan extraño, que no podía sino desconfiar -.
-
He recorrido un camino tortuoso, lleno de paisajes desoladores, para
estar en tu presencia, Pandora. Si Hades ha delegado en ti asuntos tan
importantes como el control de su reino debes de ser, al menos, su mano
derecha… en más de un aspecto, ¿no? –dio la espalda, mientras escondía
una sonrisa burlona. Engañar a los mortales era muy sencillo, y aquella
mujer no sería una excepción. Primero se sembraba la duda, la confusión,
para luego presentar una solución envuelta en tentadores resultados.
Estos pasos llevarían a un éxito asegurado de sus planes, nunca había
fallado -.
- Reconozco que estoy confundida, pues una diosa de tu
categoría busca a una mujer mortal sencilla como yo. Por favor, os pido
que seáis directa y me digáis el porqué de vuestra visita para serle
útil en todo lo que quiera, siempre y cuando no afecte negativamente al
Inframundo –y abrió los brazos en cruz, para abarcar de forma simbólica
el territorio que las rodeaba -, aclarado esto, estoy a vuestra
disposición. Soy una simple sirviente de los dioses –de forma deliberada
había omitido una respuesta a la insinuación de la diosa, pues no
quería meterse en los embrollos de los dioses. Pero la semilla de la
curiosidad y de la duda ya estaba plantada en el corazón de Pandora;
Afrodita la tenía comiendo en la palma de su mano -.
- Vuestro
señor Hades se encuentra extraño, ¿no? Despistado, con la mirada
perdida, incluso con un cambio de ánimo importante. ¿Estoy equivocada… o
acierto de pleno? –Afrodita se acercó a Pandora, rompiendo esa
distancia de respeto y reverencia que mantenía la mano derecha de Hades.
Pandora retrocedió un poco, intimidada por el poder que emanaba de la
figura de sílfide de la diosa. Su movimiento de caderas, exótico y
rítmico, nunca deparada nada bueno. Su sola presencia causaba problemas y
líos de los más escabrosos -.
- ¿Cómo sabes eso? –solo podía
transmitir un hilo de voz entrecortado, porque no podía dar crédito a lo
que decía Afrodita. ¿Cómo podía haber adivinado eso? Por muy diosa que
fuera, no podía leer la mente, que ella supiera. Su confusión no hacía
más que aumentar -.
- Digamos que… hay ciertos rumores en el
Olimpo sobre tu señor. Rumores muy interesantes, extraños, porque se
refieren a Hades, un dios que se protege bien las espaldas de todos los
chismorreos de los dioses. Pero el amor… ¡ay!, es algo que nadie, ni
siquiera él mismo, puede evitar –Pandora frunció el ceño, ante el camino
que estaba tomando la conversación -. No es que la muchacha sea la más
bella, pero tiene cierto encanto.
- ¿De quién está enamorado mi señor Hades?
-
¿Ahora te interesas? Veo que mi intuición nunca está desencaminada.
Pues sí, Pandora, vuestro señor parece estar enamorado. Hay una diosa
que le ha robado el corazón… -aquella frase la pronunció como si
estuviera dramatizando una obra de teatro. La verdad es que todo eso la
divertía hasta límites insospechados -. Ni más ni menos que la dulce y
encantadora diosa de la naturaleza, la hija de Deméter, Perséfone.
-
¿Perséfone? –Pandora ahora no podía salir de su asombro. Temía que
aquello que había cambiado a Hades había sido porque estaba enamorado.
Ella en el fondo ya lo sabía, pero había albergado la esperanza de que
esos sentimientos fueran hacia ella. ¡Y no era así! En realidad estaba
enamorado de una diosa que ni era conocida, por lo tanto, sería débil e
indigna de ser el amor de su señor. Y encima, una diosa de la
naturaleza, de la vida, algo totalmente incompatible con la muerte que
encarnaba Hades. Era una especie de contradicción, incluso de blasfemia.
Pero estaba en el lado del alma herida por el amor no correspondido, y
veía en la rival todo tipo de imperfectos. En resumen, una persona que
no estaba a la altura de su señor. ¿Acaso ella lo estaba? Ella era
humana, claramente inferior a un dios, pero su corazón era tan oscuro y
cruel como el de su señor. Como si fueran almas gemelas. Perséfone, por
el contrario, no era así. Su relación solo llevaría a la destrucción
espiritual de la diosa, un amor tortuoso -.
- Veo que te ha
impactado mucho la noticia –Afrodita rompió el silencio y el hilo de
pensamientos que se arremolinaban en su mente -. Y por eso estoy aquí,
para cumplir con tus deseos.
- ¿Y por qué tienes tanto interés en ayudarme?
-
Porque te emplearé como herramienta para vengarme de esa diosa. Tenemos
un enemigo en común, ¿qué mejor alianza que esa? Un objetivo común,
aunque con diferentes finales: tú tendrás el corazón de Hades y yo… la
venganza que quiero: romper su relación.
- ¿No sería más sencillo enviar a Eros y que, con sus flechas, provoque un desamor en la diosa?
-
Qué simples sois a veces los humanos. Eso lo único que provocará es que
Hades viva desdichado, pero Perséfone no. Y si vive en carne y hueso,
sin magia ni influencia divina, las desventuras en el amor, será mucho
más doloroso; una venganza de la que disfrutaré enormemente. Y tú
también.
- ¿Qué tengo que hacer exactamente?
- Muy sencillo
–con sus manos se quitó el cinturón que llevaba en la cintura, y se lo
tendió a Pandora, que lo tomó entre sus palmas de forma un poco
temblorosa. No se fiaba íntegramente de la diosa, pero su despecho era
tal que quería colaborar en aquella venganza, que en parte también era
suya. Sentía el poder de la diosa recluido en el cinturón, y lo miraba
con curiosidad. Una serie de elementos geométricos, enlazados entre sí
de una forma magnífica, hacían que la pieza fuera de incalculable valor
-. Este es mi cinturón mágico, aquel que tiene la fuerza necesaria para
provocar en quien se fije en él una pasión en el pecho desmedida,
irracional. Ve a Eleusis, busca a Perséfone y dale este cinturón…
invéntate una excusa, como que es un regalo de Hades o algo por el
estilo, pero debe ponérselo, e indicarla que Hades irá a verla en breve.
Luego, ve a ver a Deméter, a la que seguro encontrarás en el templo,
observando que todo se desarrolla correctamente. Dila que se dirija
hacia donde se encuentra su hija, que es urgente, está en peligro. No
tienes por qué saber nada más. Es todo lo que debes hacer. Si lo
cumples, no tendrás que preocuparte por Perséfone nunca más.
- ¿Así de fácil?
-
Tendrás que poner todas tus habilidades para persuadir con las palabras
a las diosas. No son como los espectros de aquí, necesitas más… tacto,
delicadeza. Ten eso muy en cuenta.
Daba por terminada la
conversación, por lo que se giró sobre sus tobillos, dispuesta a salir
de aquel lugar que la ponía la carne de gallina por lo oscuro que era en
comparación con su amado templo de Citera. Sus cabellos se movían de un
lado a otro, rítmicamente como sus caderas. Pandora estaba entre la
espalda y la pared. No podía echarse atrás, pues con lo que sabía no
estaba en la posición de retroceder. Afrodita acabaría con su vida, pues
aunque no supiera mucho, una venganza seguía siendo una venganza. No lo
parecería, pero ese tipo de acciones eran penadas en el Olimpo. Si se
llevaban a cabo de forma velada, disimulada, no habría problema alguno.
Así funcionaba el mundo de los dioses: siempre que nadie, o muy pocos,
se enteraran de tus actos sucios y oscuros, allí no pasaba nada. Todo
estaría en una aparente paz; una paz "perfecta".
- ¿Qué te ha hecho Perséfone para que te quieras vengar de ella de esa manera?
Afrodita
se paró en seco, girando la cara de tal forma que solo se le viera la
mitad de la misma.
- Nuestra alianza sirve solo y exclusivamente para
conseguir nuestros objetivos. No confraternizamos. Te he pedido que
hagas algo, nada más. Y fallar no es una opción para ti. Si no consigues
lo que te pido, puedes despedirte de tu posición en el Inframundo.
Puedo inventarme cualquier cosa, pues mi palabra es de mayor peso que la
tuya. Acuérdate de eso.
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