domingo, 17 de agosto de 2014

La transformación: III. Un deseo


Ya no podía quitarme esa imagen de la mente, el olor que la rodeaba, sus ojos que parecían taladrar mi alma… y esa sonrisa, la cual era una mezcla perfecta entre la dulzura y el odio más profundos que un ser humano pudiera soportar, hacían que mi atracción por aquella mujer fuera en aumento, así como un escalofrío que recorría toda mi espalda, a la vez que mi cuerpo emanaba un sudor frío que solo sufría cuando sentía el más puro hielo. Así me sentía cada vez que la veía. Sencillamente, me consideraba muy estúpido, como un adolescente o un chiquillo de 10 años que siente un amor platónico por alguien; yo a esa edad contaba con 30 años, era ya todo un adulto, y así me consideraba, pues precisamente no andaba escaso en conocimientos ni en sentido común. Yo ya había sentido cosas similares al amor, pero siempre quería estar alejado de todo ese maremágnum de hormonas y emociones, pues casi siempre acababan en muy mal lugar. ¿Para qué demonios sufrir por una persona, cuando uno ya es suficiente fuente de sus propios males? Usaba a las mujeres como desahogo sexual, no lo voy a negar, pues mi cuerpo me pide ciertas cosas –que no puedo controlar ni tampoco hacer que no existen-, y varias veces al mes visitaba aquellos lugares que eran tachados por los moralmente dotados del poder para decir lo que los demás deben hacer para complacer sus apetencias sexuales. Nunca fallaba, o bien porque ya estaba acostumbrado a ello, o simple y llanamente porque su naturaleza se lo pedía, se lo exigía. No puedo evitar reírme de aquellas mujeres que me tacharán de sexista, machista, o alguno de esos “atributos” que están ahora tan de moda en nuestra sociedad “políticamente correcta”. Me río de cada uno de ellos.

Pero desde que la conocí no tenía ojos para otra mujer; intentaba, ya sin aquellos impulsos que me llevaban a necesitar de la compañía de las prostitutas, sino como un desesperado movimiento por sacarme esa obsesión de la cabeza. Sí, podía ya considerarlo como una obsesión, pues no dejaba de pensar en ella: los sueños iban siendo cada vez más extraños, pero con un elemento igual en todos ellos, y era que ella estaba allí, sonriente y con su vestido de seda roja, tan bella y sensual como Afrodita. Y hubo un día, uno solo, en el que me di cuenta que estaba llegando un punto que no era ya la obsesión, sino algo mucho más peligroso –si es que hay un nombre para él, no lo conozco-. Me encontraba, como ya casi todas las noches, siguiendo hasta el hotel a la maravillosa Isabella, como si fuera un acosador experto, y llegaba hasta saber cómo andaba, estudiar cada uno de sus movimientos, de saber cuándo suspiraba –aunque no la veía de frente-, cuándo miraba hacia los lados por el movimiento de su cabeza, viniendo a mi mente esos ojos esmeraldas que me tenían totalmente cautivado… mi cuerpo ardía de una pasión que no podía ser sofocada por aquella persona, mi cuerpo comenzó a excitarse sin control, subiendo la temperatura de todo mi ser y necesitando in extremis una vía de escape. Por ello, me acerqué a la calle Montera –sitio emblemático para las prostitutas en Madrid-, que por suerte estaba cerca del hotel. Fui hacia allí, con los ojos encendidos en deseo, sin percatarme de los que caminaban a mi lado, e incluso dando codazos para que se apartaran de mi paso; no observé las miradas de sorpresa o de desagrado –incluso miedo- que estuviera provocando –y seguro que lo hacía-, pero me daba bastante igual.

Al final, llegué a mi meta. Así, inicié la escalada de camino a Gran Vía, buscando cuál era la que más se parecía a Isabella… y así mis ojos se posaron en una mujer, de unos veintipocos años de edad, bastante guapa, con buena delantera y sobre todo… unos ojos verdes que se asemejaban –que no igualaban-, los de Isabella. Fui directamente a ella. 

-        - Hola guapo –me dijo mientras acercaba su mano a mi pecho-. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la noche? 

-         -Venga, deja ya de jugar, que sabes lo que quiero de ti –una voz grave y profunda salió de mis labios, una voz totalmente desconocida hasta para mí mismo-.

-          Vaya, vaya, vas al grano ¿verdad? Pues no te haré esperar. No me decepciones, ¿vale?
Llegamos a mi casa, pues no me importaba en absoluto que la vieran y supieran donde vivía –total, tampoco es que me hiciera gracia hacerlo en una habitación en la que las infecciones campaban a sus anchas-. Así llevé a esta mujer de pocamonta, llamada Laura –encima me acuerdo hasta de su nombre-, y la enseñé dónde se encontraba el baño, la cocina con el alcohol y también la cama, quizá lo más importante para ella, aunque no menos que emborracharse un poco ya que estaba. Me sabía, por desgracia, todos los trucos de estas putas, y su sed inevitable por los licores fuertes estaba siempre presente; puede que porque algunos de sus clientes estaban no de muy buen ver… o porque eran borrachas por definición, pues así podrían evadirse en algún momento de su infierno. 

-    -  ¿No vas a dar algo de beber a tu invitada? –y tiró un roñoso bolso antes hermoso en una de las mesitas que había en el recibidor de la vivienda-.

-      - Claro, ya lo tenía previsto –y la hizo un gesto para que la acompañara a la cocina-. Todas sois iguales, da igual el maquillaje que os pongáis –susurró entre dientes-.

Fueron a la cocina, donde ya estaba un vaso con algo de ron esperándola. Ella sonrió encantada, pensando que le había tocado el gordo, al estar con un hombre que la daba lo que quería y, se notaba, con bastante dinero. La casa no es que emanara lujo por las paredes, pero ya solo la ubicación y el tamaño la hacían pensar que era un millonario –no era tan complicado tampoco tener más dinero que ella-. Se quitó la chaquetilla que llevaba puesta, bajo la cual había una camiseta de tirantes con un escote que daba lugar a la imaginación, pensando que así derretiría el corazón de su acompañante –o al menos lo encendería-. Pero ella no sabía que su cliente ya estaba encendido por un fuego que abrasaría a quien tocase de poder manifestarse en el exterior, su miembro viril estaba reclamando sexo, y ya no podía esperar mucho más. Estaba loco… loco de pasión y consumiéndose en el deseo por poseer a alguien que jamás iba a llegar ni mucho menos a tocar, como si una barrera invisible estuviera entre ellos, un jodido y maldito muro que no le dejaba ir a por ella. La rabia se mezclaba con la pasión, con el deseo… creando un nuevo sentimiento, el de la impotencia. 

Agarró a la mujer con decisión y, mirándola a los ojos, la besó con fuerza. Se imaginaba que el contacto con esos labios aplacaría su calor, creía fervientemente que ella se encontraba allí con él, que le acariciaría todo su cuerpo, de arriba abajo, como una caricia sensual, para luego seguir al desencadenamiento de toda la pasión que a ella –él estaba seguro de ello-, también se consumía. ¿Por qué si no dejaba que la siguiera, le despedía con la mirada, con esa sonrisa perfecta compuesta por dientes perlados y perfectos? No eran imaginaciones mías, ella también me deseaba con locura. Pero al abrir los ojos, no era la persona a la que besaba, sino a una sucia mujer de las calles que vendía su cuerpo, y la apartó como movido por un resorte. En mis ojos ya no había deseo, ni rabia, ni impotencia… sino puro y simple asco. Siempre pasaba lo mismo, él sentía asco por la mujer en cuestión, pero luego volvía el deseo y la llevaba cual vikingo a la cama para desfogarse hasta hacerla chillar de dolor –no de placer, cosa que le excitaba más-, pero en ese día las cosas se torcieron. Ella se acercó, no tenía que haberlo hecho, y le acarició la mejilla mientras se acercaba a su oreja y, tras morderla de forma juguetona, me susurró: ¿no quieres pasar un buen rato?

-        - ¿Cómo voy a pasar un buen rato con una mujer tan fea como tú? –la espeté mientras me apartaba de ella con un empujón-.

-       - Ja, mira quién fue a hablar… tú tampoco eres la belleza hecha persona, cariño. Menos mal que me has pagado ya, que si no me iba ahora mismo.

-         - ¿Acaso piensas que te voy a dejar marchar y desperdiciar MI dinero? De eso nada, monada.

Ella intentó alejarse, marcharse de esa casa de locos, pero no pudo desasirse de mi abrazo mortal. Me gritó, me escupió, me llamó de todo, pero eso no hacía más que encender aún más el odio que ahora sentía por ella en ese momento. Esa no podía ser Isabella, era imposible, jamás me hubiera escupido, ni mucho menos escupido, era demasiado recatada y femenina para hacer una acción tan soez. La agarré de los dos brazos por detrás con una sola mano, mientras que con la otra la pegué una bofetada tal, que el chasquido repercutió por toda la casa, sumida en el silencio, una y otra vez. Cuando sentí que su chillido perdía fuerza, y su vida parecía estar desvaneciéndose del cuerpo, la soltó y se estampó en una mesa de cocina cercana y, al no poder agarrarse a nada por lo confusa que se encontraba, cayó al suelo golpeándose con la cabeza en uno de los bordes de la mesa. Medio aturdida, mirando sin enfocar bien a su agresor que se acercaba a ella, ya no podía ni siquiera gritar. Me puse delante de ella, cogí su cabeza con mi mano derecha, apretando fuertemente sus mejillas hasta hacer que sus labios adquirieran una forma cómica, como cuando uno de broma imita a un pez, y clavé mis uñas en sus más que pintarrajeados mofletes. La escupí a los ojos y la dije:

-     - No eres ella, sino una vaga imitadora de una diosa. ¿Cómo te atreves a decir que eres ella? ¡Es una blasfemia! –rugí esta última frase-.

-       -  No…no sé… lo q-, lo… -titubeaba por el miedo y el dolor, por la confusión y los golpes-.
-          ¡Ni se te ocurra hablarme con esa voz cascada y asquerosa!-.

La golpeé en la cara, hasta que su sangre y sus lágrimas se mezclaron en un único fluido; la golpeé en el estómago hasta que vomitaba sangre; la golpeé hasta desdibujarla los rasgos de la cara… la pegué hasta que su cuerpo dejó de arquearse por las convulsiones de dolor y la vida escapó de su cuerpo en un suspiro. Ya estando muerta seguía golpeando su cuerpo, hasta que noté cómo lágrimas de rabia se deslizaban por mis mejillas, cuando sentía la sangre manchando mis puños y mi ropa… cuando me di cuenta de que había matado a una persona por el deseo. Tras un acto que te produce un shock llega la negación, pensar que lo que está ocurriendo no puede ser posible; después de la negación me llegó la tristeza y el arrepentimiento, un ataque de ansiedad que me hacía casi imposible la respiración, mientras mi boca solo podía abrirse para decir he sido yo, como si de un mensaje grabado se tratara. Ahora mi mente estaba más clara, podía percibir mucho mejor, y se dio cuenta de lo cegado y de lo obcecado que se había vuelto con una mujer, una sola mujer, a la cual no conocía en absoluto. ¿Por qué la seguía, por qué la consideraba bella y hermosa? Ya no podía contestar a esas preguntas, ya le era imposible pensar en ella como en un amor platónico; al contrario, como un amante despechado, en un abrir y cerrar de ojos la odiaba con toda su alma –como es la mente humana, te levantas enamorado y te acuestas odiando a dicha persona-, pues la consideraba la culpable de ese horrendo crimen. Sus manos estaban manchadas con algo que ya jamás iba a poder quitarse de encima, y era el crimen; y mucho peor, el crimen encubierto, porque no se iba a delatar a la policía, a pesar de ser un “novato” en los crímenes, no iba a entregarse así como así. ¿Qué iba a contarles? ¿Que ando enamorado de una mujer inalcanzable, y como no puedo conseguirla me desahogo en prostitutas y no pude evitar ensañarme en una de ellas hasta tal punto de matarla con mis propias manos, sin más armas que mis puños que ahora se encuentran ensangrentados? De ninguna manera. 

Tenía que calmarse, y lo primero que debía hacer era, al menos, limpiarse lo máximo posible. Fue tambaleándose al baño, pues el olor de la sangre no era para nada agradable, y se miró al espejo, sin reconocerse a sí mismo. Tapó su boca con la mano, para evitar que un grito emanara de sus labios, pues lo que se reflejaba en el rostro era un ser demacrado, con terribles ojeras, los ojos ahora hundidos, los pelos desgarbados y sucios –no me lavaba desde hacía bastante tiempo-, y podía adivinar que mi aliento tampoco podría ser ninguna maravilla. Bajé raudo la mirada y me dispuse a lavarme las manos; frotaba con tanta fruición que a poco podría haberme arrancado la piel por el roce tan intenso y bruto que hacía para quitarme la sangre, ya algo reseca, de mis manos. El agua caía en remolino por el sumidero, teñida de un tono rojizo oscuro pero intenso, y el olor hacía que me mareara un poco –aunque se contrarrestaba con el aroma del jabón-. Cuando terminó con las manos, continuó con la cara, para despejarse un poco y saber qué debía hacer… 

Ya estaba al menos algo más limpio, y me dirigía a la cocina para ver de nuevo su “obra”, cuando casi me quedo sin aliento, ya de forma definitiva. ¡El cuerpo no estaba! Ni restos del cuerpo, sangre o similares, ni por el suelo, ni en la mesa, ni una sola salpicadura. Como si ella no hubiera existido; como si el asesinato no hubiera ocurrido. Las cosas tomaban un cariz cada vez más extraño, cosa que no me gustaba un pelo, a pesar de que una parte de mí se alegraba por este hecho: si no hay cuerpo, no tengo ningún problema. Asunto arreglado. Es mejor vivir en la ignorancia. Nada más pensar en eso, escuché el tono de mensajes en su móvil, junto con la característica vibración, y hurgué en mi bolsillo para encontrarlo y ver quién le quería hasta estas horas. Era un mensaje de voz de un número desconocido, cosa que también me mosqueó sobremanera. Pero, como dicen, de perdidos al río. Marqué el número del buzón de voz y oí lo siguiente:

Buenas noches, querido Alejandro. ¿Qué tal estás? Bueno, dejémonos de formalismos. Ay… ¿cómo has podido matar a alguien por uno de esos seres? Es una verdadera lástima, sinceramente… pero nos caracterizamos por la compasión y la segunda oportunidad como nos ha enseñado Dios. Si quieres enmendar tu error, acude el domingo a las 10 de la noche junto a la estatua del Ángel Caído, un bonito emblema de nuestro cometido. Si no vienes, pues puedes creer que todo esto es una broma de mal gusto, no pasa nada: tengo tu crimen aquí a mi lado, y la policía estará encantada de aceptar el caso; muchas huellas veo aquí. No merece justicia por su camino pecaminoso, pero tampoco se puede matar sin motivos de mayor peso. Creo que nos veremos este domingo. Hasta luego, Alejandro.

Cuando el mensaje terminó, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Tragué saliva, pues ahora me encontraba entre la espalda y la pared; no tenía escapatoria.


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