sábado, 4 de enero de 2014

III. Mors finis est

 
Pasaron así los tres meses, llenos de muerte, sufrimiento y desesperación. Los cadáveres de los infectados inundaban las calles en las ciudades, muy pocos se atrevían a enterrarlos. La solidaridad y la compasión eran dos conceptos que los humanos no suelen poner en práctica en situaciones de este tipo. Los sacrificios a los dioses se multiplicaron, pues consideraban la enfermedad como un castigo divino por su actitud impía y soberbia. Los hermanos se culpaban entre sí por sus actos que se consideraban como desencadenantes de la tragedia; los monarcas se encerraban en sus palacios, porque creían que bajo sus lujosas residencias estarían a salvo de todo ese caos y destrucción; los pobres, que ya no tenían ninguna opción de poder sobrevivir, vivían sus vidas como si nada ocurriera y disfrutando al máximo de ella, hasta que la muerte llegaba rápida y cerraba sus ojos para siempre.

En Grecia, más concretamente en el Santuario de Atenea, se luchaba cada día para salvar a todos los que pudieran. Aunque Atenea fuera una diosa, nada podía hacer por los infectados, pues esa enfermedad fue creada para ser perfecta en su objetivo, eliminar, y si tuviera en sus manos el poder de erradicarla, no podría hacerlo; al ser un mandato de Zeus, si curaba a un simple mortal se convertía en una insubordinación y se convertiría en una traidora contra los deseos de su padre y señor de todos los inmortales.

Por esas razones, Atenea se desvivía por ayudar a los hombres, mujeres y niños que acudían al santuario para intentar salvarse de la enfermedad. Todos los caballeros que estaban a su servicio se dedicaban a mover a los enfermos, repartir las medicinas que necesitaban, y en el peor de los casos, realizar todo lo necesario para un enterramiento digno. Por desgracia era la actividad que más se llevaba a cabo en el recinto de la diosa. Cada vez que llevaban un cuerpo sin vida al cementerio de las afueras del Santuario, Atenea miraba con infinita tristeza ese cuerpo al que ya se le había escapado la vida. En esos momentos era cuando el cargo de diosa se hacía más duro, porque la muerte es algo que las divinidades jamás podrían entender. Mientras ellos iban a seguir siendo jóvenes y poderosos hasta el fin de los tiempos, los humanos nacían, crecían y se desarrollaban, para luego morir tras una serie de años. Lo único eterno que podían llegar a aspirar es la huella que dejaban en la tierra, el recuerdo que guardaban sus herederos. Acortar la vida de las personas, solo porque algunas de ellas se consideraban iguales a los dioses, era un crimen que cargarían los dioses toda su existencia. En este momento, los dioses eran inferiores a los hombres.

Pasaba la mayor parte del día junto al Patriarca, jefe del Santuario, controlando todo lo que se llevaba a cabo. Como no era nada recomendable que los humanos se dieran cuenta de que una diosa se encontraba entre ellos, había tomado la identidad de una sacerdotisa del templo de Apolo que tenía numerosos conocimientos de medicina y que había viajado al Santuario de Atenea para ayudar en todo lo que pudiera, pues la enfermedad había acabado con la vida de la casta sacerdotal de Apolo.

Los humanos, por mucho que digan, son generalmente crédulos, y la historia que inventó Atenea bastó para que no se levantara ninguna sospecha y pudiera ayudar con sus propias manos. Sus propios caballeros también morían a causa de la enfermedad, pero gracias a la protección que les brindaba, parecía que el Santuario fuera un lugar bendecido por los dioses. Por esa razón, cada vez se llenaba con más viajeros, que procedían de cualquier punto de la Hélade, movidos por el deseo de que les tocara el milagro y los dioses se apiadaran de su alma. Para desgracia de esas pobres almas, la realidad de los acontecimientos era muy distinta.

Pero no solo los humanos fueron los que sufrieron. La naturaleza también fue castigada. Miles de animales, de todos los tamaños y razas, caían presas de esa terrible enfermedad. Los campos estaban llenos de sus restos, y en muchas ocasiones, sobre todo en las zonas rurales, encendían enormes piras funerarias donde quemaban a hombres y animales por igual. La hierba crecía a sus anchas, pues como tenía a pocos animales que la mantuvieran a raya, se expandía por doquier. Los templos se llenaban de manchas verdes; por cualquier recoveco o grieta, allí aparecía la hierba. Ceres se paseaba por su santuario favorito, el templo de Eleusis. Vacío y lleno de un mortal silencio, los jardines que formaban parte del complejo estaban salvajes, pues los encargados de mantenerlos frescos y brillantes habían, o bien perecido, o marchado a un lugar donde creyeran que la enfermedad no los alcanzara. La mirada de la diosa era de tristeza y rabia a la vez. Si los culpables eran los seres humanos, ¿por qué la naturaleza tenía que pagar también? No escondía que la decisión que tomó Zeus fuera excesiva, pero en su interior guardaba la esperanza de que no fuera muy cruel en su castigo. Pero se equivocaba.

Sus pasos eran el único sonido del santuario. Hace tres meses, esos pasos se mezclarían con las voces melodiosas de las plegarias, con las recitaciones de los discursos mientras se llevaban a cabo los Misterios… cientos de personas visitaban su templo y la dedicaban ofrendas de bellas flores, productos del campo… pero ahora la mesa de ofrendas estaba llena de polvo, eco de su anterior riqueza; las plegarias se habían acallado, sustituidas por un silencio lleno de dolor; el templo rebosante de vida, ahora parecía un lugar donde la muerte acampaba a sus anchas. Era algo que Deméter no podía aguantar. Tan ensimismada estaba por sus pensamientos, que no se dio cuenta de la llegada de Perséfone. Sabía que su madre, a pesar de la peste, no había abandonado su morada de la tierra, pues aunque no amara a los humanos, sí que amaba la naturaleza, como ella. Su madre la había ordenado que permaneciera en su morada del Olimpo, donde estaría a salvo del dolor y sufrimiento de los mortales, pero Perséfone no podía estar ajena a la situación. Antes de reencontrarse con su madre, fue a visitar su remanso de paz en la tierra, y por suerte lo encontró casi igual. Pero un sentimiento de tristeza la embargó, puesto que los sonidos de los pájaros o el corretear de los pequeños animales se habían extinguido. El paraje era un lugar silencioso, de una belleza casi macabra, pues ni un signo de vida aparte de la vegetal se podía percibir. Un lugar horrible para ella en ese momento.

- Perséfone, te ordené que permanecieras en el Olimpo hasta que esto pasara –dijo una airada Deméter señalando el paisaje que se abría ante ellas-.

- Madre, ya han pasado tres meses, la enfermedad ha vuelto a sus prisiones oscuras. Y no quería permanecer más en ese sitio, es muy aburrido.

- Nunca vas a cambiar. Parece que te diviertes desobedeciéndome –y sonrió. Deméter no podía evitar acordarse de cuando era una diosa joven, como su hija. Nunca pensó en tener una hija, pero ahora que la tenía y era todo un orgullo ser su madre, no se arrepentía para nada de ello-.

Caminaron en silencio. El viento mecía suavemente las hojas de unos árboles cercanos. Unos pajarillos, supervivientes del horror de los tres meses anteriores, empezaron una tímida melodía.

- Por fin los animales que han sobrevivido comienzan a salir.

- Madre, ¿no podrías crear más? Así, en poco tiempo, la tierra volverá a estar llena de vida y de alegría.

- Las cosas no funcionan así, pequeña mía. Hay una ley divina que me impide volver a crear a aquellos que han muerto. La naturaleza es un ente que tiene vida propia, Perséfone. Yo solo me encargo de protegerla y de mantenerla. Enseñamos a los humanos el valor de la misma y el secreto de la agricultura, para que pudieran alimentarse, junto con la ganadería.

- Entonces, ¿qué nos diferencia de los humanos? Porque yo pensaba que podíamos resucitar lo que quisiéramos…

- Tenemos poderes que los humanos ni siquiera pueden llegar a soñar. Somos eternos. Pero a pesar de eso, tanto nosotros como los hombres estamos atados al destino; es algo que no podemos evitar, como mucho retrasar.


Y en el Olimpo…

- Debo felicitarte, esposo, creo que has enviado un castigo digno de los dioses.

- No estoy nada orgulloso de mi decisión, Hera, pero es lo mejor que podíamos haber hecho. Todos los buenos no han sido afectados por la enfermedad. Yo siempre mantengo mis promesas –dijo Zeus, con un tono entre enfadado y cansado-.

- Sí, se toma que te lo has tomado en serio. Pero no puedes esconder que ha sido una decisión injusta y que guardabas rencor a los humanos. Y, ¿no crees que es el mismo castigo, o peor, que esas personas hayan visto cómo sus seres queridos han perecido?

- Si guardara un rencor como el que tú dices, hubiera mandado de nuevo un diluvio y me aseguraría que todos los hombres perecieran en las aguas. No habría ningún superviviente. Eso quitaría la crueldad, como tú dices, de ver sufrir a tus seres queridos. No había otra opción –se quedó unos segundos en silencio, reflexionando sus propias palabras-.

- Pero todo ha acabado, por fin. A mí no me agrada ver cómo mueren los mortales, aunque sean seres inferiores a nosotros. Nublan las preciosas vistas que tenemos desde aquí –declaró Hera-.

- No seas tan cruel, Hera. A todos, aunque no lo queramos admitir, nos apena su situación. Pero hay que dejar claro que nosotros, los dioses, somos los poderosos y los que mandamos.

- Los humanos tienen la fea costumbre de olvidarse de que son inferiores a nosotros –dijo con una sonrisa-, y es por culpa de Atenea. Siempre está con ellos, les motiva a que piensen en que son iguales a nosotros. Es peligrosa.

- Por mucho que ayude a los humanos, y los "motive" como tú dices, es imposible que lleguen a ser como nosotros. Cada uno debe cumplir su papel en este mundo, y yo estoy aquí para que se cumpla, pues soy el señor de los dioses. Espero que no se te haya olvidado, ni a ti ni a ninguno de nuestros semejantes.

- Claro que no, querido. A ninguno se le ha olvidado.

Con una reverencia, Hera se alejó de su esposo. Cada vez que hablaba con él y sacaba el tema de Atenea, veía cómo Zeus nunca decía nada en contra de su hija, su amada hija. Hera tenía que verla todos los días, a todas horas, como un recordatorio de la infidelidad de su esposo. Pero no era la única... Perséfone, la joven diosa de la primavera, también estaba en el blanco de su ira. Tan joven, hermosa, grácil, delicada, lista... una hija modelo. Zeus también se desvivía por ella. Y su hijo Hefesto, deforme y feo, era una de sus mayores vergüenzas. ¿Por qué el destino estaba en su contra? Ella tendría que haber dado a luz a un hijo hermoso, perfecto como dios que era, mientras que Deméter tendría que haber engendrado un ser deforme, que la diera vergüenza ajena. Pagaría por ello. Al menos el nacimiento de Atenea le había dado unos enormes dolores de cabeza (y los que le daba todavía), y Metis había desaparecido del mapa; además, Atenea era una enemiga temible, pues a pesar de su carácter tranquilo y pacífico, era la diosa de la inteligencia y de la guerra, no era buena idea enfrentarse a ella. Pero con el paso del tiempo, y el devenir de las cosas, es posible que tuviera más posibilidades.

Siempre es difícil hacer daño a un dios, pues como son inmortales, la muerte, que es la forma de venganza más habitual, no se puede emplear. Aunque existen otros métodos, mucho más sutiles, con los que se puede hacer sufrir a una diosa. Y en el caso de Deméter, estaba claro cuál era su punto débil: su hija. Apenas la dejaba ascender al Olimpo, pues Deméter no era para nada estúpida, y sabía que Hera odiaba a su hija con todo su ser. Por ello tampoco la dejaba sola ni un solo segundo. Pero la paciencia es una gran virtud, y Hera la había desarrollado gracias a su desastroso marido. Esperaría el momento oportuno para ello. Los jóvenes, dioses o no, cometen errores, y Perséfone estaba en la flor de su juventud: el periodo más hermoso y peligroso en la vida de cualquiera...

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