El inframundo. Un
mundo temido por todos, dioses y hombres, pero que los hombres no pueden
eludir. Al ser seres mortales, algún día su cuerpo dejará de vivir, y
es en ese momento cuando sus almas pasan a este mundo de silencio y
tristeza.
Este mundo estaba dividido en diversas zonas: el
Tártaro, donde los Titanos, los grandes enemigos de los dioses que
fueron vencidos por los tres hermanos (Zeus, Poseidón y Hades). Se
encontraban atados con cadenas forjadas por el propio Hefesto, y además
el Tártaro se encontraba en la zona más profunda de todo el inframundo.
Un lugar donde siempre era de noche, y ni una mísera señal de vida se
encontraba allí. Nadie podía acceder allí, y además no se encontraban
solo los Titanes, sino todos aquellos que habían ofendido gravemente a
los dioses y estaban condenados a una tortura eterna. A los lados de ese
abismo sin fondo que desembocaba en la prisión de los Titanes, había
numerosas celdas donde los condenados por los dioses pagaban sus
acciones en un interminable sufrimiento. Por ejemplo, Tántalo, castigado
a permanecer rodeado de agua y cada vez que tuviera sed y bajara la
cabeza para beber, las aguas se alejaban para que no pudiera saciar su
sed; lo mismo pasaba con todas las comidas imaginables. Su castigo por
talar unos árboles consagrados a ella. O el caso de Sísifo, condenado a
transportar una enorme roca hasta la cima de una elevación; en el último
momento, cuando ya creía que lo iba a conseguir, la roca se resbalaba
de sus manos y volvía de nuevo al punto de partida. Y así eternamente.
Pero
el propio reino del Hades no era ese. La región donde las almas de la
mayoría de los mortales iban una vez que había acabado su tiempo en la
Tierra, era una enorme caverna con unos techos altísimos, sostenidos de
vez en cuando por enormes columnas talladas de forma natural, dando al
emplazamiento un aspecto infinitamente más majestuoso. Ninguna planta o
animal se podía apreciar, y un suelo de la misma roca que las paredes
dominaba todo el lugar. Las almas, cuerpos etéreos de los muertos,
flotaban por todas partes, como si fueran de un lado a otro sin rumbo
fijo. Un silencio sepulcral inundaba el lugar. Ese silencio era roto en
ocasiones por el barquero, Caronte, encargado de llevar las almas de los
muertos de una orilla a otra de la laguna Estigia. Esta laguna era la
clara frontera entre un mundo y otro. Si poseías una moneda de oro,
podías atravesarla con ayuda del barquero, pero si no tenías el pago
convenido, no se podía traspasar y el alma vagaría sin descanso hasta
conseguir la moneda necesaria o algo equivalente a su valor.
La
laguna Estigia poseía unas aguas oscuras, como la misma Noche, sin poder
saber a ciencia cierta la profundidad que podía alcanzar en algunas
zonas. La barca, construida con tablas de nogal, navegaba ligera y
rápida por esas aguas siempre en calma. De pequeñas dimensiones (como
mucho cinco viajeros contando con el barquero), tenía tallado en la proa
una cabeza de can con dos diamantes rojos como ojos, llameantes y
furiosos, como recordatorio a los que entraban en esos dominios sin
buenas intenciones. En la popa, formada por una serpiente semi enroscada
(nueva alusión al can Cerbero, guardián de las puertas del Inframundo),
se encontraba casi siempre el barquero, guiando el remo para dirigir la
barca. Con la apariencia de un hombre anciano, surcado de arrugas,
vestía una simple túnica gris, roída por el tiempo, que dejaba un brazo
al descubierto. Una fíbula de plata, decorada con olas, era el emblema
de su trabajo como transporte de las almas de un lado a otro de la
laguna.
Una vez traspasada la laguna, las almas eran sometidas a
un juicio, llevado a cabo por tres personajes: Minos, Éaco y Radamantis.
Ellos se encargaban de una dura tarea: distinguir aquellos que han
llevado una vida virtuosa, que serían enviados a los Campos Elíseos; los
que no habían llevado una vida ni buena ni mala, que vagarían por los
Campos Asfódelos (una tierra yerma que abarcaba la mayor parte del
Inframundo); y finalmente el Tártaro, el lugar destinado a las almas
corruptas o castigadas por los dioses.
Cinco ríos fluían por este
paraje: Leto, que tanto si un dios como un alma bebía de sus aguas se
borrarían todos sus recuerdos; Flegetonte, el río del fuego, donde
enormes lenguas de fuego se levantaban creando espectaculares formas y
visiones; Aqueronte, el de la pena; y Cocito, los lamentos. Dos de estas
corrientes, Leto y Aqueronte, también discurrían por los Campos
Elíseos: pasaban de sus aguas oscuras a poseer unas cristalinas, donde
uno podía verse perfectamente reflejado.
Dos parajes maravillosos
se encontraban en el Inframundo, pues no todo era tristeza y melancolía.
La Isla de los Bienaventurados, donde los jueces enviaban a los héroes
virtuosos y heroicos, en un lugar idílico, reservado solo para ellos. Y
finalmente los Campos Elíseos, donde solo los dioses tenían el poder de
enviar allí a las almas más virtuosas.
Un campo lleno de flores,
donde los ríos fluyen con pureza, y las almas de los elegidos por los
dioses viven en completa armonía y tranquilidad. No cabían ni la
tristeza, ni la melancolía, ni la muerte… solo la paz de las almas
puras. Pero toda esa belleza era simplemente una ilusión, porque todo ya
estaba muerto. Solo se conservaba esa apariencia de belleza. Por eso,
Hades, el dios de los muertos, podía caminar por allí sin alterar ese
paraíso. Desde hacía unos días, no podía caminar por ese paraje sin un
sentimiento de tristeza, algo que no era normal en el dios. Cada flor,
cada hierba, cada árbol… todo le recordaba a Perséfone. No podía
admitirlo abiertamente, pero estaba enamorado de la pequeña hija de
Deméter. Ha sido la única, que aunque por un breve periodo de tiempo, no
le ha mirado con temor, ni con odio, sino con inocencia y alegría.
Estaba acostumbrado a las miradas de odio de su hermano Zeus (además de
recíprocas), los reproches de Atenea, la indiferencia del Olimpo en
general. Eso no le importaba. Nunca le gustó el Olimpo, todo tan lleno
de obras divinas, demasiados dioses e intrigas. Los dioses se llevan muy
mal entre ellos: celos, enfados, venganzas… eran como humanos pero con
poderes espectaculares y el don de la inmortalidad. Hades no envidiaba
eso. Prefería su reino, donde él era el rey y esos sentimientos no
existían. Los muertos no pueden tener ningún sentimiento de ese tipo.
Además, cuantos menos dioses haya reunidos bajo un mismo techo, mejor es
la convivencia. Hades vivía solo con Hypnos y Tánatos, que le obedecían
en todo lo que ordenara.
Hades destacaba por su larga cabellera,
oscura como las fosas del Tártaro; esta oscuridad entraba en contraste
con la piel pálida como el mármol, debido a que el dios en muy raras
ocasiones se exponía a la luz de Febo. A esto, se unían sus ojos azules,
muy parecidos a los de Zeus, que observaban todo atentamente. Una
ligera túnica morada cubría su cuerpo, que en raras ocasiones cambiaba
por una más elaborada, con bordados, para las reuniones en el Olimpo o
las audiencias en su palacio del Inframundo.
Caminaba despacio, como cada día, por los Campos Elíseos. No puedo quitarme esa imagen de la cabeza, se decía a sí mismo, ¿qué me pasa? Jamás he sentido algo así; no es propio del dios de los muertos.
Hades estaba preocupado, porque nunca había sentido algo parecido, y no
sabía cómo enfrentarse a ello. Para estar en paz consigo mismo, decidió
encaminarse a su templo personal, situado en los Campos Elíseos.
Entró
en el templo, después de una caminata entre praderas interminables de
un verde inmaculado. Una sala espaciosa, sin ninguna sala o fila de
columnas se encontraba en el interior. En la sala del final, cerrada
herméticamente, se encontraba un sepulcro de piedra donde Hades podía
descansar su cuerpo. Incluso sería allí donde, a causa de algún peligro,
tuviera que mantener su verdadero cuerpo en reposo por alguna razón.
Por ejemplo, después de la guerra contra los Titanes, tuvo que reposar
en aquel lugar durante unos cuantos años para reponerse del todo. No le
agradaba mucho tener que recurrir a eso, pero a veces no le quedaba más
remedio. Respiró profundamente. Ya estaba mucho más tranquilo, aunque
notaba que aquellos pensamientos seguían rondándole por la cabeza. Nada
más darse la vuelta para volver a sus obligaciones se encontró con la
silueta de una persona. De Hermes, el dios mensajero.
-Saludos,
Hades –dijo Hermes con una sonrisa, mientras se acercaba a Hades-, me
habían dicho que te encontraría aquí, y creo que ha acertado.
-Hola, Hermes –saludó, un tanto molesto por haberle despertado de su sueño-, si cuando me buscas, no sueles ser buenas noticias.
-¿En
serio? Vaya, entonces debes odiarme mucho –dijo con un pequeño tono de
sarcasmo-, pero es mi deber dar los mensajes, así que lo siento mucho si
son malas noticias. Yo creo que no.
-Eso depende de la persona que lo reciba, no del mensajero, Hermes.
-Veo
que estamos de mal humor, para variar –volvió a ser sarcástico-, bueno,
mejor que vaya al grano, y así te dejo tranquilo en tu pequeño paraíso
de la paz. Zeus te llama.
-¿Y tengo que subir al Olimpo?
-Ese es el deseo del señor de los dioses.
-No
sé para qué me querrá mi hermano, puede que solamente me llame para
hacerme ver que estoy a su servicio. Pero no tengo otra opción, ¿no? –y
se giró para ver de nuevo el relieve-, querrá sacarme de mis casillas de
nuevo. Que parezca que soy un dios cruel, frío y sin corazón.
-Creo que estás exagerando un poco, Hades…
-Girándose
rápidamente, con los ojos encendidos por la cólera-, no exagero,
Hermes. Siempre hago los trabajos sucios de Zeus, para que no se manche
las manos. Y que yo recuerde, hasta cierto momento el reino de los
cielos iba a ser mío. Aunque no me importa haberme quedado con el
Inframundo, es mucho más grande y aquí hay paz, no hay disputas ni
enfados. Los muertos no se enfadan.
-En eso tienes razón, pero tampoco voy a opinar. El pasado es el pasado.
-Claro, claro. Ahora mismo voy a ver a mi querido hermano –en tono de sarcasmo-, se nota que no puede vivir sin mí.
Dicho
eso, dio por finalizada la conversación. Hermes, con una ligera
reverencia, se marchó rápidamente. Aunque fueran ambos dioses, Hermes
era lo suficientemente astuto como para saber que algunos dioses son más
poderosos que otros. Hades, por ejemplo. Los tres hermanos, Zeus, Hades
y Poseidón, eran los dioses a los que no convenía enfadar. Gracias a
ellos se vencieron a los Titanes y por ello se les guarda un tremendo
respeto.
Pero antes de ascender al Olimpo, al odiado lugar donde
no era bien recibido, tenía que pasar primero por su palacio, para
arreglar algunos asuntos que precisaban su atención. Ser el rey de un
reino tan grande no era precisamente un trabajo fácil. Con pasos
rápidos, se dirigió a la zona conocida como Hyperdimension, una especie
de vórtices espacio-temporales que protegía la entrada de los Campos.
Solo los dioses, o los elegidos por ellos podían pasar por ese lugar.
Una vez pasado, Hades se materializó de nuevo en el reino de las
sombras. Sus ojos tuvieron que acostumbrarse de nuevo a la oscuridad
reinante. En unos minutos se encontraba ya ante las puertas de su
palacio, de un mármol impoluto, contrastando considerablemente. Las
puertas, de un tipo de madera de color muy oscuro, estaban recubiertas
con placas de metal; también había unos goznes un poco oxidados.
Las
puertas se abrieron ante el señor del Inframundo, con un sonido
chirriante y molesto. Aunque al dios no le molestaba en absoluto, porque
estaba tan acostumbrado a aquel sonido, que hasta le resultaba
agradable. Sus pasos rompieron el silencio de la habitación principal,
donde se encontraba su trono, junto al de los jueces y el de Pandora.
Luego tendría tiempo de detenerse en su trono para descansar un poco,
porque antes tenía que ir a sus aposentos privados. Su habitación era
muy sencilla, pues allí pasaba poco tiempo. Si las reuniones y papeleos
del Inframundo se alargaban más de lo necesario, dormía en la cama tan
simplona que tenía allí; pero si acababa con tiempo, era de su
preferencia volver a los Campos, donde al menos podía cambiar de aires y
estar más tranquilo. Quién diría que el señor del Inframundo disfrutaba
en aquel lugar…
Sobre la mesilla de madera oscura se encontraba
la misma corona de flores que Perséfone le regaló en su encuentro en el
Olimpo. Desde ese momento, la había dejado allí, pues era uno de los
mejores recuerdos que atesoraba, al menos no estaba empañado de muerte o
dolor. La tenía guardada en un hermoso pañuelo negro, pues así evitaba
tocarla con sus manos, y marchitarla al instante. Lo que más quería era
mantener su frescura todo lo que pudiera. Al estar imbuida con el poder
de la diosa, si no la tocaba, tardaría bastante en estropearse. Siempre
que la veía en el mismo sitio, se sentía tranquilo. Parecía que solo con
observarlo todos sus problemas se esfumaban… ojalá funcionara de
verdad, y no fuera un simple juego mental.
Se sentó en el borde de
la cama, y escondió la cabeza entre sus manos, ligeramente agachado, y
mirando hacia el suelo si no tuviera las manos justo delante de sus
ojos. Apretaba los dientes, como si se maldijera a sí mismo. Por una
parte se arrepentía de haber ido al claro, de haberse encontrado con
ella y de conocerla mejor. Creía que Perséfone, al estar encerrada en el
templo de su madre, no sabía nada del mundo y era demasiado inocente,
hasta llegar a ser molesto. Pero era todo lo contrario: había encontrado
a una diosa inteligente, despierta y sobre todo rebelde con su
condición de aprisionamiento. Empezó a reírse, pues era estúpido lo que
le estaba sucediendo. Él era el dios de los muertos, estaba condenado a
vivir solo toda la eternidad, a ser odiado y temido, denigrado por sus
iguales, y en especial por su hermano Zeus. Pero había conocido a una
diosa que no veía nada de eso, sino otra faceta que ni él mismo conocía;
una parte de él mismo que no era tan severa ni cruel como el resto del
mundo veía.
Elevó su cabeza para mirar el techo, mientras separaba
las manos de su rostro para poder ver de nuevo. Suspiró. Jamás pensaba
que una persona hubiera podido afectar tanto sus emociones y
sentimientos. Ese era el único lugar donde podía estar verdaderamente
solo, pues las paredes parecían tener oídos en su palacio, a la vez que
mil ojos distintos que lo observaban para ver cualquier posible
debilidad. Serenándose, se levantó. Ya había perdido demasiado tiempo.
Cerró de nuevo la puerta de sus aposentos, la dejó a sus espaldas, y se
marchó de allí. Estaba a punto de salir del palacio, cuando una figura
se interpuso entre la salida y el dios. Era Pandora, una fiel sirviente,
y la que se encargaba de dirigir los ejércitos de Hades.
-Saludos, mi señor –dijo la espectro con una ligera reverencia –no esperaba vuestra visita.
-Solo he venido para ver una cosa en mis aposentos. No tengo tiempo de encargarme de más cosas.
-Ah,
bueno… -Pandora pensaba que Hades se quedaría un poco más, y al
escuchar que no iba a permanecer más en el palacio la entristecía
-¿tenéis tanta prisa? ¿No podéis quedaros ni unos minutos más?
-Me temo que requieres de mi presencia en el Olimpo, para mi desgracia. No tengo ganas de ir, pero es mi deber.
-Os honra mucho que antepongáis vuestro deber a los deseos. Es algo que deberían aprender todos los dioses.
-Gracias
Pandora, pero no puedo entretenerme más. Los asuntos de mi reino
tendrán que esperar. Puedes encargarte de todo lo que puedas. Los de
mayor peso e importancia ya los solucionaré yo en mi regreso.
Y se
despidió de ella simplemente dándola la espalda y marchándose del
lugar. Pandora era una mujer joven, de cabellos negros tan largos que
llegaban hasta por debajo de la cintura. Sus ojos, de un color violáceo
tan oscuro como el reino en el que vivía y trabajaba, miraban con una
mezcla de odio e impotencia a la figura del dios que se marchaba. Su
vestido negro, de una tela exquisita y lujosa, caía lánguidamente sobre
su cuerpo, tapándola por completo. Apretó una de sus manos con fuerza,
mientras se mordía el labio. Odiaba que Hades la tratara de esa forma,
como si no fuera nada importante para él. Ella era ni más ni menos que
la líder de los espectros, la que controlaba todo en ausencia de Hades,
de su señor. Si no fuera por ella, el Inframundo sería un caos completo.
Pero eso a Hades se le olvidaba muy a menudo.
Notaba que el dios
estaba más ausente de lo normal. No se concentraba plenamente en su
trabajo como antes, y Pandora estaba ya un tanto preocupada… aunque más
que preocupada, se podría decir mosqueada. No era precisamente normal
que Hades se comportara de esa forma, no era su manera de actuar.
Siempre intentaba buscar un momento para hablar con él a sola, pero
nunca lo conseguía. Siempre había algo que hacer. Se sentía muy
estúpida, porque en el fondo sabía que por muchas cosas que hiciera,
nunca llamaría la atención de Hades. No estaba preocupada porque las
relaciones entre dioses y humanos estuvieran prohibidas, pues Zeus
demostraba que no había problema alguno, pero si se hablaba de Hades,
todo cambiaba. En su vida había visto al dios del Inframundo enamorado,
ni mucho menos sentir un deseo pasional por una mujer. Nada.
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