Después
del pequeño paseo, Perséfone volvió a su hogar junto a su madre en la
Tierra. Deméter desde siempre (antes de tener a su hija) aborrecía el
Olimpo; demasiados dioses, demasiada perfección. Aunque no lo mostrara,
le gustaba en parte la imperfección que caracterizaba el mundo humano,
por ello en la decisión del castigo a los hombres optó por dar una
opinión en la que no se mostrara partidaria ni por uno u otro lado. No
era conveniente hacerse enemigos en el Olimpo (cosa que Atenea olvidaba
bastante a menudo), y ella lo único que quería era vivir en paz con su
hija, en la tranquilidad y refugio de los bosques. Ya tenía suficiente
con aguantar los odios eternos de la señora del Olimpo, Hera. Siempre
que pensaba en eso, recordaba que se iba acercando el momento de la
verdad: el día en el que tendría que explicar a Perséfone quién era su
padre. Se lo había escondido desde su nacimiento, y aunque ella tampoco
preguntaba sobre su padre, con el paso del tiempo nacería su curiosidad.
Solo rezaba porque ese día nunca llegara.
Nunca pensó que viviría
acompañada, ya que desde siempre fue una diosa que evitaba el contacto o
la relación con los demás. Pero desde que llegó Perséfone, ella cambió
completamente. Dedicó todas sus fuerzas en cuidarla, en criarla y
convertirla en una diosa de la que sentirse orgullosa. A ella le debía
sobre todo el ser más abierta e incluso admitir cierta compañía (pues a
Perséfone el encantaba pasar el día por los campos en compañía de las
ninfas). Estaba con ella casi a todas horas, y bajo ningún concepto la
dejaba sola, pues consideraba que el mundo era demasiado impuro y cruel
para una criatura tan inocente como ella. No permitiría que se viera
afectada por esas impurezas, y mantendría su promesa de protegerla a
toda costa. Nunca se apartaría de su lado.
Pero Perséfone no era
de la misma opinión. Su espíritu era demasiado tempestivo, como un
caballo sin domar, y necesitaba libertad; la ansiaba con todo su ser.
Siempre que podía se escabullía de la vigilancia férrea de su madre, y
llegaba hasta lugares que nunca su madre la permitiría dejar. Ella tenía
la misma opinión que su madre acerca del Olimpo, pero a eso añadía la
pesadez de que todos los dioses la trataran como a una niña… ser una de
las diosas más jóvenes no era pretexto para que la trataran de esa
manera. Lo odiaba sobremanera, y más aún cuando era su madre. La
asfixiaba, la obligaba a estar encerrada en una jaula de oro… hermosa
prisión, pero que la iba matando poco a poco.
Por eso un día
decidió escaparse. Tomando uno de los diversos caminos que iban a un
asentamiento humano, Perséfone pudo ver a los humanos muchísimo más de
cerca, y no comprendía el castigo que habían enviado los dioses. Si
ellos eran dioses, eternos y todopoderosos, ¿por qué castigar a seres
que son claramente inferiores a nosotros? Para ella no eran ninguna
amenaza, a no ser que tuvieran en su interior poderes sobrenaturales o
algo por el estilo. Cuando volviera con su madre, la preguntaría al
respecto. Ella era muy sabia, seguro que tendría respuesta a sus dudas
sobre el tema. Ahora se encontraba de camino al Templo otra vez, pero
como no quería volver a la rutina tan rápidamente, se desvió del camino.
Llegó hasta un pequeño claro del bosque, de grandes dimensiones, donde
se encontraba un pequeño estanque de aguas cristalinas. Al lado del
mismo, un árbol de frondosa copa daba una sombra muy agradable y
agradecida, porque hacía bastante calor y no era una buena idea
permanecer mucho tiempo bajo los rayos del Sol. Pero lo que más la
llamaba la atención era que no estaba sola: una figura masculina se
alzaba frente al estanque, con la mirada perdida en sus tranquilas
aguas.
En los primeros pasos que dio por el claro, la figura
masculina se giró para clavar sus ojos azulados en la diosa que se
acercaba. Ella no había olvidado esos ojos penetrantes; jamás podría
olvidarlos: eran los de Hades, señor del Inframundo. Perséfone estaba un
poco confundida, porque si de verdad ese era el señor del Inframundo,
¿qué hacía en aquel lugar? ¿No debería estar en su reino subterráneo, o
en su defecto en el Olimpo? Todo era muy extraño, y no la cuadraba nada.
Además, le guardaba cierto rencor. Había sido el causante de todo aquel
sufrimiento, y de que gran parte de sus animales favoritos en el Templo
murieran. Eran sus únicos amigos, junto con las ninfas. Iba a comenzar a
hablar, pero Hades se adelantó.
-Eres Perséfone, ¿verdad? –comenzó a decir Hades, con tono amable.
-Sí,
soy yo –Perséfone estaba cada vez más extrañada. Junto con la presencia
de Hades en el mundo de la superficie, ahora se encontraba con que su
voz no era severa, ni daba ningún tipo de miedo. Al contrario, era
permisiva y agradable. Incluso dulce, si sus oídos no la engañaban-.
¿Por qué el señor del Inframundo está en la superficie, si puede
saberse?
-Vaya, vas al grano –Perséfone casi juraría por la
Estigia que Hades había esbozado una sonrisa –me encontraba dando un
paseo por estos parajes, para asegurarme que ya he encerrado toda la
peste que fue desatada. Solo me faltaba este lugar, y como está
totalmente limpio, es hora de que me marche…
-Espera –la diosa
había dado unos pasos hacia el dios, guardando todavía las distancias.
Uno de sus brazos, de forma inconsciente, se alargó hacia el dios, como
si con eso pudiera retenerlo. No sabía por qué quería que todavía se
quedara un rato más, pero no podía echarse atrás –todavía es muy de día,
y ya que nos hemos encontrado… me gustaría preguntarte
algo…-interiormente, Perséfone se sentía estúpida. No se extrañaría nada
que Hades, además de declinar su estúpida oferta, la viera con malos
ojos. ¿Por qué decía esas cosas tan tontas? ¿Acaso la estaban
controlando o algo? Seguro que estaba más roja que las rosas de su
jardín -.
-¿Preguntarme algo? Eso sí que es nuevo. ¿Y qué querría preguntarme una diosa de la naturaleza como tú?
-¿Por
qué mandaste la peste? –Perséfone quería ser directa. Según la habían
contado, Hades era un dios frío, despiadado y cruel. Y ella así lo
creía, al menos hasta ahora. Viéndolo de cerca, hablando con él, su
imagen había cambiado considerablemente. Es cierto que no había hablado
con él apenas, pero ella tenía un sexto sentido para saber si una
persona era mala o no en el fondo. Y no le parecía, para nada, que Hades
así lo fuera. Que fuera frío y distante no quería decir que fuera malo
de verdad-.
-Sigues siendo muy directa, Perséfone. Ojalá todos los
dioses fueran como tú en ese aspecto… -y en muchos, se decía
interiormente-. Yo soy el dios de los muertos, mis asuntos no
transcienden más allá de las puertas de mi reino custodiadas por
Cerbero. No me encargo de asesinar a las personas, para eso se
encuentran Ares, el dios de la guerra, Eris, la discordia, y muchos más.
Solo me encargo de ser justo con los muertos, como he hecho con la
peste. Ha sido mucho trabajo tener que juzgar a tantas almas –y el tono
de Hades cada vez era más alto, porque se estaba enfadando –pero eso
nunca se tiene en cuenta. Todos lo consideran como un trabajo indigno y
que no merece el respeto de nadie. Aunque no los culpo, porque siempre
es más fácil ver las cosas desde un punto de vista. Si al menos…
-Yo
creo que haces un gran trabajo –dijo Perséfone, intentando que el
ambiente se calmara un poco, y hablando también desde el fondo de su
corazón-. Porque en el fondo eres el dios más justo de todos. Te
encargas de recompensar a todos aquellos mortales que tuvieron una vida
ejemplar, viviendo en la Isla de los Bienaventurados. No culpes a los
humanos, que poseen una mente muy cerrada y simple; como para ellos eres
el dios de los muertos, en general, te temen. So mortales, tienen miedo
al final. Los dioses no podemos comprender eso, porque somos inmortales
y nuestras vidas son tan eternas como el universo. Y si los demás no lo
entienden, ¿qué más da? No te tortures por eso.
Hades se quedó
mucho más impresionado con la diosa. No solo le estaba hablando sin
miedo, sino que también le estaba defendiendo, le estaba dando su apoyo.
Jamás se le había pasado por su cabeza que este día pudiera llegar. No
sabía qué decir. Una diosa había conseguido que el señor del Inframundo
no supiera qué decir. Perséfone, viendo que Hades no respondía a sus
preguntas, estaba preocupada. Alomejor se había pasado en sus palabras,
como a veces la ocurría: se dejaba llevar por sus opiniones y no decía
las cosas de la mejor manera. Repasando mentalmente sus palabras, no
encontró nada raro.
-¿He dicho algo malo? –preguntó Perséfone, para romper el silencio -, si es cierto, lo siento mucho. No quería ofender…
-Debes
de sentirte muy orgullosa, porque has conseguido que el señor de los
muertos no sepa qué decir. Y no es porque me hayas ofendido, sino todo
lo contrario: has sido la única que me ha defendido –y sonrió. Se notaba
que Hades no era precisamente una persona que le gustara mostrar sus
sentimientos, y menos mediante gestos. Era una sonrisa un tanto forzada;
creía que con eso mostraría su agradecimiento-. Gracias.
-No… no sé qué decir… siento decirlo, pero no me imaginaba a ti agradeciendo a alguien algo.
-Porque nunca he tenido la necesidad de hacerlo. Al menos hasta ahora.
Perséfone
sonrió, porque Hades era tal y como ella se imaginaba que en el fondo
era. Un dios severo y frío, eso no se duda, pero también justo y amable.
No la había alzado la voz en ningún momento, ni la había hablado con
palabras hirientes. Incluso la había sonreído. Seguro que era a la
primera que sonreía. Al pensar en eso, un sentimiento de orgullo la
recorrió todo el cuerpo. Se sentía extraña, y no sabía por qué. Quería
hablar durante más tiempo con aquel dios tan misterioso, para saber más
cosas de él y que se sintiera más querido; porque el problema de Hades
era que nadie le había preguntado acerca de sus sentimientos o de su
punto de vista en ciertos temas. Ella había sido la primera. Y en el
futuro seguiría siendo.
-Si no tienes nada más que decirme, debo marcharme ya.
-¿Ya te marchas? ¿No te podrías quedar un poco más? Así podríamos hablar de más cosas, y conocernos un poco más.
-No creo que sea buena idea…
-¿Por
qué no? –Perséfone se acercó a Hades, rompiendo la barrera de la
distancia, y se atrevió incluso a tomar sus manos entre las suyas, como
gesto de súplica. No sabía por qué estaba haciendo eso, pero no quería
que se fuera. No lo quería.
-Porque siempre que estoy en un lugar, lo empeoro todo. Estoy condenado a ello… y no quiero que te veas afectada por ello.
-No
digas tonterías, seguro que eso no es verdad. Además, te lo estoy
pidiendo yo, no me estás obligando. Si pasa algo, la culpa será mía, no
tuya. Así que, por favor, quédate conmigo un rato más. No… no quiero
volver a casa de momento.
Hades siguió mirando con sus ojos
azulados a Perséfone. La pobre muchacha estaría harta de ver siempre a
las mismas personas, y estar encerrada en un lugar. Controlada en todo
momento por su madre. En el fondo, sabía por lo que estaba pasando,
porque él mismo también sufría eso, en parte. También se sentía solo en
su mundo, y en ocasiones incomprendido. Y las tareas del Inframundo,
había que hacerlas pero… podían esperar. Por una vez en su vida, quería
hablar con otro dios, con otro ser igual a él. Correspondiendo al gesto
de Perséfone, sujetó también sus manos, con delicadeza.
-Mis tareas del Inframundo pueden esperar. Sentémonos y hablemos un rato.
El
rostro de Perséfone se iluminó. Con una inocente sonrisa en el rostro,
llevó a Hades a las orillas del estanque. Allí, sentados, empezaron a
hablar de muchos temas. Perséfone era la que hablaba la mayor parte de
las veces, contando todo tipo de cosas acerca de las plantas y los
animales que les rodeaban. Hades lo escuchaba todo con mucha atención.
Se podría decir, que el dios de los muertos estaba enamorado. El sol
empezó a ponerse, y el claro en el que se encontraban empezó a tornarse
anaranjado. Helios, en su carro dorado tirado por caballos de fuego,
empezaba a alejarse del firmamento, para ser sustituido por su hermana
Selene, la de los cabellos plateados. El atardecer daba un toque mágico
al lugar, mientras los dos dioses se quedaron en silencio, contemplando
las diversas tonalidades que se sucedían en la naturaleza. Hades no
estaba acostumbrado a ello, porque el Inframundo estaba siempre sumido
en tinieblas. Perséfone también estaba sumida en sus pensamientos.
-El
trabajo de Helios es bastante aburrido, ¿no crees? Siempre haciendo el
mismo camino, en las mismas horas… y demasiada responsabilidad.
Perséfone
le escuchaba, pero no le respondió. Helios, horas, responsabilidad…
¡Dioses! Era muy tarde, ¡era el atardecer! Si su madre llegaba al Templo
y no la veía, estaba metida en un problema muy grave. Se levantó
nerviosa, mirando al cielo todo el rato, por si era una ilusión mental o
sus sentidos la engañaban. Ojalá fuera así, pero no. Era el atardecer.
-¡Pero
qué tarde es! Debo marcharme ya… si no llego a tiempo, y mi madre se
entere de mi escapada, no podré volver a salir en lo que me resta de
vida, es decir, nunca. Debo despedirme muy deprisa, lo siento. Hasta la
próxima.
A Hades no le dio tiempo de despedirse. Perséfone se
marcho corriendo, sin darle tiempo a despedirse de forma apropiada. En
su rápida marcha, a Perséfone se le cayó el colllar que llevaba puesto.
Con delicadeza, el dios lo recogió. Era sencillo: una cadena plateada,
con un colgante de forma circular con un borde formado por guirnaldas y
en el centro del mismo unas espigas enroscadas de esmeraldas. Muy
hermoso. En la parte de detrás, había una inscripción:
Perséfone. Hija de Deméter y…
No
podía leer la última palabra, pero suponía que pondría Zeus. Todos en
el Olimpo sabían que Perséfone era la hija de Zeus y Deméter, uno de los
mayores escándalos en la vida de los dioses. Es cierto que Zeus era
conocido por ser mujeriego, pero lo que jamás llegaron a prever era que
fuera capaz de ser infiel con una de las diosas más importantes del
Panteón. Oficialmente, Hera la había perdonado, pero todos sabían que
guardaba un rencor muy profundo a Deméter, y sobre todo a Perséfone, que
era más débil. Lo que no tenía claro era si Perséfone lo sabía. Si
conocía un poco a Deméter, era demasiado prudente como para decírselo.
Lo estaría escondiendo. Por si acaso, no diría ni sacaría el tema; lo
peor que podía hacer era meterse en temas familiares. Ya tenía
suficiente con los suyos.
Guardó el collar con cariño. La próxima vez que nos veamos pensaba Hades rememorando las palabras de Perséfone. Ojalá ese día llegue pronto…
Se
quedó parado, hasta que el sol desapareció por el horizonte, y la
oscuridad gobernó el mundo otra vez. Cuando eso se produjo, Hades se
fusionó con las sombras, para desaparecer y volver a su mundo, a su
condena eterna en las tinieblas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario