Sentía
una opresión en el pecho, sentía cómo la oscuridad la iba rodeando,
como una cortina que velaba todos sus sentidos. Apenas tenía fuerzas
para mover un solo músculo, tenía miedo de descubrir en qué horrible
lugar se encontraba; el aire era frío, congelaba su delicada piel, como
si unas garras de hielo fueran perforando poco a poco su piel; la
superficie sobre la que se encontraba, sin embargo, era suave, lisa, y
bastante blanda a decir verdad, como si estuviera en un lecho de la
mayor calidad. Abrió ligeramente los ojos, sus párpados pesaban, y su
mirada estaba en parte nublada. Justo encima de ella se alzaba un techo
de lo más pintoresco, formado por estalactitas de color negro que
provocaron un escalofrío de terror que recorrió su cuerpo desde la
cabeza hasta los pies. Eran formas puntiagudas, finas, daban la
sensación de que se iban a caer en cualquier momento, y ella estaba
justo bajo esas cuchillas de la naturaleza. También la poca iluminación
de la estancia hacía que caprichosas y curiosas formas las acompañaran,
sombras negras que se movían al compás de una música que solo podían
escuchar ellas, lo que cargaba aún más la visión de Perséfone de terror
ante lo desconocido. Movió la cabeza a los lados, y vio un poco el lugar
en el que se encontraba: una serie de lucernas de gran tamaño y formas
extrañas iluminaban la habitación, justo lo necesario, sin pasarse en su
brillo; el fuego danzaba tímidamente, moviéndose como si recibiera un
viento suave, o como si no tuviera ganas de estar allí encerrado. No
alcanzaba a percibir las paredes de aquel lugar, pero se prefiguraba que
serían también de roca viva, como el techo. Así llegó a la conclusión
de que estaba en una especie de cueva, pero una cueva bastante especial,
porque estaba decorada como una habitación de una casa, con algunos
muebles -muy pocos por lo que podía percibir a su alrededor -.
Volvió
a sumirse en un sueño, ligero y lleno de imágenes. Vio a su madre, a su
amada madre que la tendía una mano conciliadora y comprensiva, mientras
la sonreía y la miraba con esos ojos castaños llenos de ternura.
Perséfone se dirigió a cogerla la mano, a olvidarse de todo lo que la
había pasado, buscando el consuelo de su madre, que la reconfortara, que
la diera la fuerza suficiente. Cuando estuvo a punto de alcanzar sus
dedos, la figura de Deméter desapareció, se esfumó ante sus ojos, sin
emitir ningún sonido, ningún aviso. Nada. La joven diosa no pudo evitar
gritar, llamar desesperadamente a su madre. Se sentía muy sola, en un
espacio vacío en el que solo se encontraba ella, sin poder despertarse,
sin poder ver ni hacer nada. Empezó a dar vueltas a su alrededor,
nerviosa. De repente, el espacio a su alrededor cambió, tornándose en un
bello campo de flores. A su alrededor aparecieron sus amigas las
ninfas, que empezaron a bailar en círculos, con guirnaldas y flores de
todas las fragancias, mientras se las lanzaban creando una lluvia
multicolor. Perséfone intentaba hablar con ellas, pero parecía que no la
escuchaban, o que pasaban de ella simplemente. Si previo aviso, dejaron
de lanzar las flores y guirnaldas, sus rostros se tornaron serios, y
dieron unos pasos hacia atrás, colocándose en filas paralelas, creando
un pasillo que desembocaba en la diosa.
Empezaron a cantar
canciones fúnebres, elegías por la pérdida de algo que ella no alcanzaba
a comprender; un coro de voces agudas, bellas y dañinas a la vez, pues
cada nota que realizaban era como una puñalada para la diosa. Mientras
continuaba ese canto, la tierra comenzó a abrirse a sus pies, una grieta
en la que se apreciaba una oscuridad inmensa, impenetrable, infinita...
y de esa misma boca oscura comenzaron a salir serpientes, seres de la
oscuridad, y enredaderas que se aferraron a los pies de Perséfone, en un
abrazo mortal, arrastrándola a esa oscuridad, como si la quisiera
tragar. En un vano intento por liberarse, la diosa comenzó a luchar con
todas sus fuerzas para librarse de ese abrazo que la condenaría: primero
se agachó y con sus manos intentó romper esas enredaderas; pero con un
tirón de las mismas, la diosa cayó de bruces contra el suelo, de
espaldas, provocando que durante unos segundos perdiera la respiración.
Mientras la iban arrastrando hacia ese abismo de negrura, arañó con sus
manos el suelo, gritando desesperadamente ayuda. Las ninfas seguían en
su letanía, y cuando Perséfone volvió a dirigirlas la mirada, no pudo
evitar lanzar un grito de puro terror: sus rostros, sus vestidos, su
piel, todo estaba surcado por profundas heridas de las que emanaba
sangre, ríos rojizos y oscuros que empapaban sus cuerpos. Seguían
cantando, como si no pudieran parar, pero estaba claro que estaban todas
muertas. Sus cabellos empezaron a caer, cambiaron a un color más
canoso, ya no tan lleno de vida, y sus ojos se apagaron, dejaron de
tener esa chispa o luz que distingue a los vivos de los muertos.
Perséfone cayó finalmente a la grieta, tragada por la oscuridad, con la
sensación de que estaba cayendo como si no hubiera fin, como si
estuviera condenada a estar así por toda la eternidad, con la horrible
sensación de que en cualquier momento su cuerpo chocaría contra algo. Cada
vez su cuerpo iba obteniendo mayor velocidad, una luz tenue empezaba a
rodearla, como si hubiera llegado al final, cerró los ojos para
prepararse para el impacto. Había dejado casi de respirar, tenía los
nervios a flor de piel, sentía cómo se iba acercando a su destino...
Se
despertó con un sobresalto y un grito, recostándose en el lecho. Tenía
los ojos abiertos como platos, la respiración entrecortada, y la
sensación de que había estado cayendo durante mucho rato. Perlas de
sudor caían por su frente y mejillas, fruto del nerviosismo, y de la
sensación de que lo que había soñado había sido muy real, vívido. Miró
hacia los lados. La habitación seguía exactamente igual, la misma luz,
el mismo techo, el mismo lecho... nada había cambiado, estaba en el
mismo sitio. Se llevó una mano a la frente, y luego se tapó los ojos.
Estaba tan asustada, en un lugar desconocido, rodeada por la oscuridad, y
despertando de ese sueño tan desagradable. Mientras estaba en esa
posición, se escuchó el sonido de una puerta que se abre, de los goznes
cuando se usan, ese chirrido tan característico, y una voz profunda que
provenía de allí. En cuestión de segundos, apareció a los pies de la
cama un personaje de lo más curioso: era un hombre un tanto encorvado,
mayor, con una túnica un tanto roída que cubría todo su cuerpo y de un
color grisáceo. Poseía una barba blanca y limpia, en comparación con el
resto de su cuerpo, y pelo corto y del mismo color en la cabeza. A pesar
de ser mayor, tenía una musculatura más que envidiable, y sus ojos
emanaban comprensión y calma, algo que Perséfone necesitaba en ese
momento.
-Veo que ya os habéis levantado, mi señora -dijo el
anciano, después de hacer una elaborada reverencia, bastante graciosa
debido a sus barbas que colgaban y se levantaban con el cuerpo -. Solo
espero que ya estéis mejor, lleváis desmayada mucho tiempo.
-¿Acaso
tengo cara de estar bien? -replicó Perséfone enfadada. Estaba de mal
humor, además de asustada, así que no estaba en condiciones para hablar
con alguien, y menos con alguien inferior a ella. O eso pensaba -. Acabo
de tener una pesadilla horrible, vívida como ningún otro sueño...
-Disculpadme,
uno ya no tiene la vista de antaño. Ya no soy un joven lleno de
vitalidad, me consumo poco a poco. Os pido perdón -y volvió a hacer una
reverencia -. Seguro que tenéis hambre, os traeré algo.
-¿Dónde
estoy? -Perséfone no había hecho caso a lo que había dicho aquel
anciano, solo tenía una idea en mente: saber dónde se encontraba -. No
reconozco este lugar, es tétrico, oscuro, y no me gusta.
-Lo
importante es que estáis a salvo. Mi señor os cuidará hasta que podáis
volver a la superficie. Solo tenéis que tener paciencia y todo se
arreglará.
-¿Quién es vuestro señor? -Perséfone no pudo evitar que
un escalofrío recorriera toda su espalda. Si había oído bien, si sus
sentidos no la estaban engañando, había dicho aquel extraño "cuando
podáis volver a la superficie"... ¿Eso quería decir que estaba bajo
tierra? Si eso era así, su señor, su amo, solo podía ser una persona. No
podía creerlo. Se levantó, temblando ligeramente, con ganas de
desmayarse -. Quiero verlo, ahora mismo.
-No sé si será posible,
estará muy ocupado... Será mejor que esperéis un poco, seguro que en
unas horas ya no tendrá nada que hacer...
No pudo terminar la
frase. La diosa se dirigió a la puerta, muy decidida, dispuesta a salir
de aquella prisión y saber qué estaba pasando. Aquel hombre se interpuso
entre la puerta y ella, con las palmas hacia ella, en una posición de
defensa y para calmar a la diosa, que se notaba perfectamente que estaba
más que molesta. Intentó hablar con ella, pero no tuvo tiempo.
Perséfone alzó su mano, y de un solo movimiento, sin llegar a tocarlo,
lo apartó hacia un lado; un fogonazo de luz y de energía, que hizo que
la puerta se estremeciera y casi se viniera abajo. No había empleado
casi fuerza, porque no quería hacerle ningún daño, solo que estuviera
inconsciente durante un rato para que no la siguiera ni la impidiera
hacer lo que quería. Por unos segundos, se quedó en la puerta, como si
dudara, como si una parte de su cuerpo la estuviera incitando a quedarse
ahí encerrada, como una buena chica. Estaba harta de hacer lo
que los demás la decían, estaba cansada de que la mangonearan, de que no
pudiera hacer sus propias locuras, equivocarse y poder aprender de sus
errores. Y, sobre todo, estaba harta de que la protegieran, como si
fuera un ser débil e indefenso que necesitaba todo el rato alguien a su
lado. Quería cambiar... y el destino la había dado la oportunidad.
Pero tenía mucho miedo... Aquel lugar era oscuro, sin vida, todo lleno de sombras y de cualquier cosa que
pudiera rondar entre las afiladas rocas o detrás de los recovecos de
olor húmedo y un tanto desagradable. Y lo peor de todo: tenía que
enfrentarse a su propio raptor, señor de este lugar maldito y lleno de
sufrimiento y dolor, Hades. Tenía que ser fuerte, si quería salir de
allí. Recordó los buenos momentos junto a Hades, cómo la había tratado,
al menos hasta ese momento fatídico. No podía comprender cómo una
persona podía cambiar tanto, y de esa forma tan drástica. Había llegado a
un punto en el que tenía decidido darle su corazón, todos sus
sentimientos... pero en un solo día habían jugado con ella, la habían
intentado forzar, y también la habían abierto los ojos, para ver así el
mundo en el que se encontraba, que era bien diferente al que ella había
edificado en su mente. Las lágrimas que habían rodado por sus mejillas
habían sido de tristeza, pero también de rabia e impotencia. Pero no
podía presentarse como una persona débil, tenía que mostrar entereza y
sangre fría, como él.
Salió de la habitación. Un pasillo oscuro,
con alguna que otra antorcha que aportaban los escasos puntos de luz que
los ojos de la diosa podían percibir. Las paredes eran de roca pura,
como si esos túneles los hubieran excavado con diversas herramientas, y
cuando pasabas la mano por las paredes horadadas, se podían sentir los
surcos, con hilos de agua que emanaban de la propia roca. Así que por eso siento tanta humedad... pensaba
Perséfone, mientras daba pasos temblorosos y nerviosos por aquel
espacio desconocido para ella. Una corriente fría, que no sabía de dónde
podía provenir, hacía que su cuerpo estuviera frío, con la piel de
gallina, y su aliento transformado en un hálito de vaho helado, que solo
podía ver cuando se encontraba bajo una de aquellas antorchas. No sabía
hacia dónde tenía que marchar, pero tenía que actuar rápidamente,
porque aquel anciano que había dejado en la habitación se despertaría
pronto e iría en su busca. Fue hacia la derecha, por donde parecía que
la corriente de aire helado provenía, palpando los muros de roca madre
para no perderse, y percibir si había alguna especie de marca que la
indicara que iba bien, o que se acercaba algo, lo que fuera, tanto bueno
como malo. Ir a tientas por la semioscuridad, como si una cortina negra
nublara su vista y sentidos, hacía que su cuerpo estuviera nervioso y
alerta. Ese silencio que caía pesado sobre ella, como una carga
insoportable, esa oscuridad que la hacía vulnerable a cualquier peligro
que se acercara a ella, esa humedad unida al aliento frío... todo hacía
que sintiera un miedo irracional, que sus ojos estuvieran muy abiertos, y
sus oídos atentos a cualquier sonido que rompiera con ese silencio
pesado que lo rodeaba todo.
Había perdido toda noción del tiempo,
como si éste se hubiera detenido. Al no haber sol, ni estrellas, ni nada
que la indicara el paso del tiempo, estaba completamente perdida
también en ese sentido. Entonces algo nuevo apareció en su campo de
visión: primero, el aire frío que recorría el pasillo se hizo más
intenso, como si se acercara a su origen, y por otro lado el pasillo se
hacía más ancho, amplio, como si estuviera aproximándose a alguna
desembocadura, como pasaba con los ríos. Poco a poco, se iba percibiendo
una mayor luminosidad, lo que hizo que en un primer momento
entrecerrara los ojos; estaba tan acostumbrada ya a esa oscuridad, que
ahora un mínimo de luz la resultaba más que molesto. La luz era más y
más evidente, hasta que desembocó en una especie de sala, de grandes
dimensiones, y bastante extraña. Hasta un aire más cálido, acogedor,
emanaba de ese lugar nuevo para ella.
La sala era de planta
circular, y a diferencia de todo lo que había visto, estaba muchísimo
más decorada y por ello daba la impresión de que era una de las salas
más importantes de aquel palacio. Las paredes ya no eran solamente de
roca viva, sino que estaba recubierta de filas de sillares de piedra
perfectamente tallados, y de un material brillante, muy pulido, tanto
que si uno se acercaba podía ver su silueta sobre la superficie; el
suelo estaba cubierto por lo que parecían ser placas de mármol negro,
con alguna que otra veta blancuzca que aportaba algo de cambio a la
tonalidad que reinaba en la sala; las antorchas eran mucho más
numerosas, en una sola hilera que recorría toda la habitación, aportando
tal cantidad de luz, que los ojos de Perséfone en un principio tuvieron
que entrecerrarse por el cambio tan drástico que se había producido,
para adaptarse a la nueva sala; y lo que más llamó la atención a la
diosa, que se situaba en uno de los lados, unos pequeños escalones que
desembocaban en un trono de magnífico acabado, imponente y terrible a la
vez por su decoración: los reposabrazos estaban formados por una enorme
serpiente que, en la parte que correspondía a la mano, se encontraba la
cabeza del animal, abierta y mostrando su lengua y dientes letales,
junto con rubíes que ocupaban las cuencas de sus ojos, aportando un
matiz más terrorífico al asiento; los pies estaban tallados en forma de
patas de león, marcando especialmente las garras, que estaban hechas de
marfil para que se distinguieran perfectamente; el respaldo tenía un
relieve de grandes dimensiones, donde aparecía una lucha entre centauros
y humanos, de gran realismo; y en la parte superior, sobresaliendo,
tres enormes cabezas de can, con las fauces también abiertas, dispuestos
a lanzarse sobre los enemigos del señor de aquel lugar. Estaba todo tan
bien dispuesto, tan bien tallado, que todo parecía ser real, que en
cualquier momento las serpientes, las cabezas de perro, los centauros o
los humanos representados iban a cobrar vida y a salir del trono.
Se
acercó a esa maravilla, subiendo lentamente los escalones. Acarició las
cabezas de serpiente, sintiendo las escamas que habían sido
perfectamente talladas, aportando aún más realismo a las figuras. Se
acercó para ver los detalles de la lucha entre centauros y humanos: cómo
los gestos de dolor, de ira, de tristeza, habían sido representados,
sin presentarse tampoco dos facciones iguales. Tenía que ser una obra de
dioses, sin duda, porque la diosa dudaba que un simple mortal pudiera
haber hecho tamaña maravilla. Se sentó sobre el trono, por la curiosidad
de sentirse alguien importante, cuando unas puertas situadas a uno de
los lados se abrieron de par en par, de un solo golpe sonoro que
repercutió por toda la sala. Entró una mujer de cabellos morados y muy
extensos, de vestido oscuro y sinuoso, como el cuerpo de una serpiente.
Nada más verla sentada en aquel trono, no pudo ocultar una mirada de
horror y de odio profundo, como si lo que hubiera hecho fuera una
especie de ofensa en el más alto grado.
-¿Cómo os atrevéis a
sentaros en ese sitio? -comenzó a proferir la mujer, con un tono de voz
elevado y lleno de fuerza y decisión. Estaba claramente alterada por lo
que había hecho Perséfone -. ¿Es esa forma de rendirle respeto a aquel
que os ha acogido en su hogar?
-No entiendo lo que me dices...
Solo me he sentado un momento para ver lo que se siente, no veo nada
malo en ello. Y si tanto le molesta a su dueño, que me lo diga él, que
no venga una de sus acólitas.
-Soy la mano derecha de mi señor
Hades, Pandora, y tengo mucho más poder que cualquiera que llegue a
estos parajes, incluidos los mismísimos dioses -lanzó una mirada de
desafío a la diosa, como una advertencia de que en ese reino ella tenía
más poder que ella, por muy mortal que fuera. En el Inframundo se
seguían unas normas diferentes a las de la superficie, y Pandora creía
estar en una clara ventaja. Aquí no está tu maldita madre para protegerte -.
-Si
eres tan poderosa como dices ser, seguro que podrás llamar a tu señor,
porque me gustaría hablar con él seriamente de un par de cosas. Le
estaré esperando aquí mismo -y se recostó en el trono, como si
pretendiera de esa forma provocar aún más a Pandora, que ya estaba al
límite de su paciencia -.
-¿Cómo os atrevéis...?
-Si tantos
deseos tienes de hablar conmigo, Perséfone, estoy ya a tu entera
disposición -dijo una voz que salía de la misma puerta por la que entró
Pandora. Era Hades, ataviado con una túnica negra con bordados
geométricos de plata, seguido por aquel anciano que tan amablemente la
había tratado -. Veo que mi trono te resulta muy cómodo -y la dedicó una
sonrisa, que desarmó completamente a la diosa. Como si hubiera recibido
un calambre con gran fuerza, se levantó del trono -.
-Mi señor
Hades -empezó a decir Pandora, cambiando el tono de voz por uno mucho
más modesto y lleno de amabilidad -, ha profanado vuestro trono, después
de lo bueno que habéis sido con ella. Y no respeta mi autoridad sobre
esta morada, es una irrespetuosa, no merece vuestras atenciones, debéis
echarla de aquí, debéis...
-Eso ya lo decidiré yo, Pandora,
gracias por tu consejo -con un solo gesto de su mano, la mujer se calló,
agachando la cabeza obedientemente -. Retiraros los dos, quiero hablar a
solas con Perséfone. Hay asuntos de los que tratar -y fijó sus ojos
cristalinos sobre los de la diosa, que se quedó paralizada -.
-No sé si es buena idea...
-Pandora,
si repito la orden, ya no será de forma tan amable como te lo he dicho
justo antes -la voz de Hades iba volviéndose más grave, más amenazadora.
Incluso sus facciones se estaban volviendo más severas, duras, como si
estuviera perdiendo la paciencia. Pandora hizo una reverencia de
respeto, al igual que aquel callado anciano, y se marcharon por la
puerta. Con un solo movimiento de muñeca de Hades, las puertas se
cerraron tras ellos, y se quedaron solos -. Siento su comportamiento,
siempre actúa así ante los extraños. Ya cambiará de parecer...
-¿Por
qué estoy en este lugar? -Perséfone no quería que la conversación se
desviara, quería ir al grano. Por fin estaba ante aquel que le aclararía
todas sus dudas, y que la ayudaría a salir de allí. Al menos guardaba
esa esperanza -.
-Veo que no quieres hablar mucho -y sonrió -.
Bueno, contestaré a tus preguntas. Estás en mi reino, en el Inframundo,
porque corres peligro en la superficie. Y hasta que no me asegure que
dicho peligro haya pasado, me temo que tendrás que permanecer aquí, a mi
lado.
-¿¡Cómo?! No puedes encerrarme en este tétrico lugar. Yo
necesito luz del sol, necesito aire fresco, el trino de los pájaros,
naturaleza en general... no puedo estar más tiempo aquí, enloqueceré.
-Creo
que no tienes elección. No tienes conciencia de los enemigos que tienes
allí arriba. Ni tu madre sería capaz de protegerte. Por eso estás mejor
aquí, a mi lado. Te prometo que, en cuanto todo esto se calme, volverás
junto a tus seres queridos. Y siempre cumplo mi palabra.
-¡Si tú
mismo me has arrancado de la superficie, de los seres que más quiero!
¡Tú eres el verdadero peligro, y no puedes pensar que voy a quedarme
aquí al lado de la amenaza! Quiero irme de aquí, ¡ya! -las lágrimas
volvían a surcar sus mejillas, esta vez por lo absurda que era la
situación. Su mismo captor decía que había un peligro allí fuera, que
estaba mejor a su lado. ¡Era una auténtica locura! -.
-Siento que pienses así, pero no puedo contarte más. Por tu bien. Solo te pido que confíes en mí, nada más.
-No...
no puedo confiar en ti, no puedo... ni aunque quisiera... es que... no
puedo... -no pudo decir nada más. Hades se acercó rápidamente a la
diosa, y posó sus labios sobre los de ella, de forma suave y
delicada. Una parte de Perséfone la decía que no debía hacerlo, pero por
otro lado no tenía nada que objetar al beso... Poco a poco, sentía cómo
el sueño la iba dominando, su cuerpo se hacía más pesado, y sus brazos
caían lánguidos. Hades la sujetó, mientras se iba separando un poco de
la diosa. Era una de las pocas ocasiones en las que su mirada era
cálida, llena de cariño hacia Perséfone, que balbuceaba cosas, pero
estaba bastante debilitada por el poder de Hades -.
-Estarás mucho
mejor en un lugar especial del Inframundo. No dejaré que nadie te haga
daño, he hecho una promesa, tanto a mí mismo como a otra persona.
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