jueves, 18 de septiembre de 2014

Dios castiga y no da voces


La Historia la escriben los vencedores, es lo que siempre se comenta al hablar del pasado y hasta cierto punto es cierto, pues, ¿acaso interesa lo que han pasado, lo que han sufrido, lo que han pensado los vencidos, aquellos que ya no interesan, que han desaparecido del mapa o que no interesa que se sepa absolutamente nada de ellos? Así es la Historia, bastante selectiva, si a eso unimos los objetivos propios que tenga cada uno de los que la cuentan. ¿Va a ser útil que cuente la verdad, en la que algún antepasado fue un cobarde, o un sádico al matar o maltratar a toda una villa, la cual le pertenecía y hacía lo que le placía? Algunos de los historiadores que seguimos en el campo de investigación pensamos que es necesario ser objetivo en el máximo exponente, no quedarte con el relato sin más, sino demostrar que eso que cuentan es cierto o no. Cuando ya se tenga todo, y se demuestre que todo es verdad –o lo más cercano a ella-, se puede contar sin ningún reparo. El no relatar lo que ocurrió en verdad solo da información errónea a los demás, hacen que aprendan cosas que no tienen nada que ver con la realidad, y por ello expandirse lo que en la jerga de la calle se denomine “bulo”. Y, como los científicos, los auténticos historiadores luchamos contra ello, sin estar atados a convencionalismos sociales o creencias políticas propias. Si por desgracia nos cambian la manera de pensar, abrirnos la mente y quitarnos de encima falacias, ¿no sería maravilloso?


Aunque mi campo se centraba en la Historia de Grecia, no dejaba a un lado la cultura y el folclore propio de mi tierra, aquella que me vio nacer y que me ayudó a ser lo que ahora soy. Entre bosques espesos y corrientes de agua cristalinas, en un pequeño pueblo donde la tradición seguía teniendo un protagonismo fundamental en la vida de sus habitantes, puede decirse que era como volver al pasado, como si en cuanto te bajaras del coche retrocedieras veinte o incluso más años –luego dicen que la máquina de tiempo no existe-…-, y aunque algunas cosas te horrorizan desde el punto de vista de persona “civilizada” del S.XXI –digo civilizada entre comillas porque eso creemos nosotros, por simple convencionalismo social-, es agradable ver que un grupo de personas, aunque reducido, sigue resistiéndose a nuestra era y se mantiene en la paz y la tranquilidad, en la sintonía con el bosque y ser uno con él. Una verdadera maravilla. Por eso mismo escribo esto, para que quede constancia, para demostrar entre otras cosas que los mitos y la tradición oral pueden ser auténticas piezas de arte de la literatura… ¿acaso nadie se anima a recoger todos y cada uno de los relatos que abundan en nuestros pueblos, de boca de nuestros abuelos? ¿No se perderán cuando ellos dejen de caminar por nuestro mundo? Yo intentaré que, al menos, este relato no quede en el abismo del olvido.

Debo mencionar que mi abuela era una persona cincelada en la vida más tradicional, aunque siempre supo adaptarse a los nuevos tiempos. Vivió una guerra civil, cosa que no debe tomarse a la ligera, pues en los pueblos este acontecimiento fue mucho más crudo que en las ciudades: ver cómo tu vecino, el de enfrente, era sacado de la casa por otro vecino –a ambos los conoces perfectamente-, y llevado a su muerte, un secreto a voces, por pensar de forma diferente y apoyar al bando que los “jefazos” consideraban “equivocado”. Eso endurece a cualquiera, o al menos deja una huella importante en tu corazón; por ello, mi abuela se volvió bastante desconfiada con todo el mundo, siempre me decía lo mismo, “desconfía de los desconocidos, pero aún más de los amigos. Las buenas acciones son fáciles de hacer, pero aún más sencillo es hacer maldades”. Yo soy exactamente igual que mi abuela, no sé si por herencia o por la educación que me dio a lo largo de los años. O un poco de ambos, quién sabe. Volviendo a la historia que nos atañe, mi abuela era como el libro andante del pueblo, se sabía todos, absolutamente todos, los cuentos o relatos que circularon por el pueblo, que venían del exterior por los visitantes en las fiestas o creados por los mismos vecinos. Hay que mencionar que casi todos pertenecían a la Edad Media –como es el caso de nuestro relato-, momento en el que los juglares y la población, que recibían todo de boca en boca, quedaban fascinados con todo lo que llegaba, lo tomaban como una enseñanza moral –y así es en la mayor parte de los casos- y lo aplicaban a su vida. ¿Cómo si no se pasaba de padres a hijos? Era la forma de educar en la época, así como de entretener –recordemos que la televisión o internet no existían ni por asomo-. 
 
Sentada al calor de la lumbre –pues ya el frío azotaba por aquella región-, mi abuela se inclinaba una y otra vez en su mecedora, con la mirada fija en el fuego; nunca me había detenido a ver el rostro de mi abuela, surcado por las arrugas, fruto del trabajo bajo el sol; su piel, morena, su boca esbozando una sonrisa que pretendía dar tranquilidad y comodidad a su huésped; y sus ojos, tan oscuros como la noche, de los que no se distinguían las pupilas de la retina salvo por el destello de las lenguas ígneas que bailaban al son de una melodía que solo ellas percibían. Sus ropajes eran los de la típica anciana de pueblo español, un vestido negro que tapaba todo su cuerpo con un chal que cubría a su vez los hombros; no llevaba el pañuelo en la cabeza, pero siempre que salía se lo ponía, como ella decía: “es de mujeres virtuosas y civilizadas estar tapada completamente”. Quizá por eso siempre me miraba con cierto reproche cuando iba en pantalón corto o en tirantes… Carraspeó un poco, como siempre hacía cuando empezaba a hablar.

-Veo que vienes a sacarme otra historia de mis labios –comenzó a decir-. Podrías venir aquí por el simple placer de ver a tu adorada abuela –un tono de burla amistosa anidaba en aquel comentario-.

-Oh, abuela, ya sabes que primero vengo a verte; y luego, ya me ocupo del trabajo.

-Seguro que sí, niña –siempre me llamaba así, como apelativo cariñoso, aunque ya tuviera casi cuarenta años a mis espaldas-. Pero no puedo evitar pensar que quieres más a mis historias que a mí… ¡maldita sea mi memoria! Dios me ha concedido el don de recordarlo todo y a tu abuelo, que Dios lo tenga en su Gloria, le venía de perlas. Era un olvidadizo; de no ser por mí… ¡no habría podido hacer nada, no hubiera sobrevivido ni dos días seguidos! –volvió a carraspear-. Pero esto es un tema aparte, creo que me estoy yendo por las ramas, lo veo en tus ojos…

-No se te escapa una, abuela.

-
¡Para vivir tanto tiempo como yo, tienes que estar pendiente de todo! Como los animales en el campo, quien no está al loro, no lo cuenta al día siguiente.


Así estuvimos un rato, mi abuela yéndose por las ramas, algo muy típico en ella. He decidido omitir lo restante, pues la buena mujer empezó a decir cosas de la familia, personales, y creo que son completamente irrelevantes para lo que me atañe aquí. Este es el relato, fiel a lo que escuché, de mi amada abuela.

Debido a la zona en la que se encuentra el pueblo, en un cerro que le otorga visibilidad y control sobre el territorio, unido a la existencia de un río de caudalosas aguas a su lado, junto a los bosques para conseguir la madera que nos calentaba en invierno o gracias a la cual teníamos techos para refugiarnos de las inclemencias del tiempo, se formó un pueblo más o menos grande, de gentes sencillas, campesinas, que trabajaban los terrenos fértiles que se encontraban al lado del cerro. Cada día, los hombres bajaban a sus huertos, con los burros o animales que portaban sus herramientas –o solo con sus callosas manos-, además de con su almuerzo, pues estaban prácticamente todo el día fuera, desde que se alzaba el sol hasta que se escondía en el cielo. Las mujeres se quedaban en casa atendiendo el hogar, cuidando de los niños y tejiendo, ya fueran ropas para la familia como alfombras, mantas, o cualquier cosa que se necesitara. De ser necesario, hasta se encargaban de las labores del campo, pero solo si su marido o padre estaba enfermo o demasiado débil para poder trabajar a pleno rendimiento. La cosecha obtenida era de extrema importancia, como siempre ha sido y siempre será, pues determinaba el alimento del resto del año, que se mezclaba con algo de carne –un lujo sin duda alguna- y pescado si se podía. Hoy en día se tiene la idea de que “los de pueblo” tenían gallinas para alimentarse cuando quisieran, pero, ¿matar una gallina? ¿Dejar de tener huevos y no poder tener polluelos y así más huevos? Es mucho más valiosa, para la gente sencilla, las gallinas vivas a asadas en la cocina… aunque en momentos de celebración, siempre se podía sacrificar alguna… pero solo en fechas muy señaladas.

Digamos que la vida en la Edad Media no se aleja mucho a lo que se vive ahora, solo que con un médico que te cura de todos los males –o al menos te tranquiliza-, y poder viajar a un pueblo más grande en cuestión de minutos, y no horas –además de ser a pata, no con ningún vehículo o animal-. Este pueblo hasta hace relativamente poco estaba dominado por un noble, de la familia de los Castilla, cuyo gobierno se fue traspasando de generación en generación, de varón en varón. Es curioso, pero esta familia tenía la peculiaridad de engendrar solo hijos varones que, en primer momento, uno puede pensar que es una bendición del cielo. Pero, ¡no os confundáis! [y alzó las manos para darle mayor dramatismo] Cuantos más varones, más repartida se encontraban las tierras, hasta el punto de no tener absolutamente nada, ¡nada! ¿Qué hacía un noble para mantenerse, si no había campesinos de los que recibir el alimento y la mano de obra para su castillo imponente con el que sembrar el terror? Un aristócrata sin campesinos no es nada, aunque los campesinos sin el noble tampoco; ¿cómo podían protegerse de los peligros, si no tenían nada con lo que construir una muralla o mantener un ejército? Además de lo iletrados que eran… ni leer, ni escribir, solo interpretar las pinturas de la iglesia del pueblo [y aquí hubo un pequeño excurso sobre la iglesia de nuestro pueblo, que es muy hermosa a decir verdad] y aterrarse ante la visión de seres monstruosos que habitaban en el Infierno, el viaje final de los cristianos que habían vivido en pecado o los paganos. 
 
El último de los señores de Castilla que habitaron en el castillo que hoy se encuentra en ruinas, un pálido brillo de su antiguo esplendor, era fruto del incesto y de la “manía” de mezclarse los primos y diversos familiares entre sí, por la obsesión de mantener la sangre pura, a semejanza de los reyes. No eran los únicos, ni mucho menos, pero tenían tal obsesión por ser puros hasta más no poder, que preferían caer en la desgracia de la pobreza y de la decadencia genética, a mezclarse con otras familias y perder la “pureza de sangre”. Por ello, Fernando de Castilla era un personaje enjuto, delgado, de rasgos más bien feos, hasta tal punto que pasó a la historia con el apodo de “el rana”, debido a esos ojos tan grandes y casi siempre abiertos, con una curiosa manía de sacar la lengua de vez en cuando, una lengua larga y pegajosa. Los apodos siempre tienen una base lógica, nunca hay que olvidarlo… el caso es que este noble, el último de su estirpe –aunque él no lo supiera-, acabó en la última de las posesiones que tenía la familia, después de ventas y de que el propio monarca les arrebatara terreno por ciertos rumores de una conspiración contra su persona. Es cierto, era un secreto a voces, que los Castilla querían algo más que un puesto de aristócratas, querían mucho más… pero la avaricia rompe el saco, nunca lo olvides querida niña. En sus habitaciones engalanadas del castillo, rodeado de foso y muralla, el joven Fernando cavilaba sobre diversas cosas, y entre ellas, el deseo que tenía de poseer a todas las mujeres que pudiera, tenía una lujuria que ni cien mujeres podían sofocar, pues estaba obsesionado con la búsqueda de su mujer ideal, que imaginaba en su mente, y que no pararía hasta que no lograra encontrarla. Cuando le destinaron a este lugar, estaba más que disgustado y lo pagaba, lógicamente, con los más débiles, esto es, con los campesinos que dominaba. 
 
Tenía un gusto por torturar a los campesinos, elegidos al azar, o bien porque los veía pasar por el campo, o tenían algún defecto tal como granos, arrugas o estar tullidos. Aborrecía la imperfección, incluso en su misma persona, y cada día que pasaba se levantaba de la cama para verse en el bronce pulido de su habitación, intentar vislumbrar algún grano o cana, cualquier cosa que empañara la belleza que él consideraba que poseía. Y si se trataba de alguna dama… campesina o no lo fuera, no podía evitar invitarla al castillo, enseñarla todo cuanto poseía para impresionarla, ser lo más galante que pudiera ser… pero con los resultados más desastrosos. Como a las damas de buena alcurnia que le visitaban no podía –ni se le ocurría- tocarlas uno solo de sus cabellos, pues sus padres enfurecidos irían a recuperar el honor de sus hijas, se aplacaba su lujuria y deseo de la carne con las desdichadas campesinas, atrayéndolas con promesas de una mejor vida: con camas agradables y mullidas, con comidas suntuosas y que las harían engordar, sus pieles protegidas del sol las harían empalidecer y por ello pasar a ser más bellas… incluso poder bañarse todos los días si les apetecía. El sueño de toda mujer en la más indómita pobreza soñaría con esas cosas que ahora nos parecen sencillas. 
 
Fernando las desechaba, como papel, se encaprichaba de ellas unos días para luego soltarla en la pobreza de la que salieron, sin ni siquiera ofrecerlas un trabajo de doncellas en la corte para ganarse el pan. Y a eso debemos añadir un regalo muy especial que ellas se quedaban, la existencia de muchos “Fernanditos” –así los llamaban-, bastardos del noble que nunca llegó a aceptar como suyos y que causaron más de un problema en el pueblo y en la familia de Castilla. Por estos actos, que podían llegar a causar mucho mal si no se ponían remedio, su padre decidió enviarla a una mujer, la cual sería su futura esposa, y que tenía que escoger con mucho cuidado. Tenía que ser bella, perfecta, algo que agradara a su hijo para que no cayera en esos caminos pecaminosos –y que el Cielo le costara un poco menos de dinero-. De esta forma encontró a una prima lejana, que poseía la sangre y el temple de los Castilla, bella y sagaz como ninguna otra, con porte regio y mirada altiva, que encajaba perfectamente con lo que el buen hombre buscaba: una mujer que pusiera en cintura a su hijo. Su padre la dispuso para tal evento, orgulloso de unir a su hija con tal noble familiar, y dispuso toda la partida necesaria –novia y dote incluidos-, para encaminarse al castillo de Fernando, que había sido previamente avisado de tales acciones. Él esperaba nervioso, pues ella podía ser la mujer de sus sueños. Y cuando sus ojos se encontraron… ninguna chispa brotó, ni por parte de él ni por la de ella, sino una especie de odio controlado, de repugnancia el uno por el otro: él la veía vanidosa y fea, y ella le veía como un joven enclenque y para nada un caballero de brillante armadura. Pero en esa época los matrimonios no eran por amor, era por interés, así que no les quedaba otra que casarse, obligados estaban a ello.

La boda se celebró por todo lo alto, gastando todo lo que hubiera en las arcas de las respectivas familias. Los villanos acudieron al castillo, donde sus ojos se perdían en todo el lujo que emanaba de la mansión; cualquier cosa que allí hubiera, les libraría del hambre para años y años de existencia, y en alguno brotó el sentimiento de justicia, de no concebir cómo ellos casi se morían de hambre o trabajando de sol a sol para conseguir una mísera ración de comida para sus familias. Pero claro, imbuidos por la Iglesia y la espera de un mundo mejor en el Más Allá, igual a los ricos y poderosos, dormían con esa esperanza; y tampoco convenía alzarse contra el poder establecido, pues todo aquel que sobresaliera... el verdugo le esperaba. Y entre los campesinos, entre aquellas sucias personas que cubrían sus vergüenzas con harapos y trapos, vio a un ser angelical camuflado entre ellos, con una aura extraña que le daba su atracción: alta, delgada, con una especie de vestido amarronado que la cubría hasta los tobillos, pero dejando entrever una figura muy bien proporcionada; sus ojos, negros como la noche, escondidos tras una piel morena por el sol; y sus cabellos... era lo que más destacaba de todo su ser... eran blancos, una combinación muy extraña y por eso mismo de lo más sugerente.

Casi no estuvo atento a la boda, y tuvieron que recordarle que estaban en los votos nupciales. Solo tenía ojos para ella. Y en la noche de bodas... solo se imaginaba que estaba en la cama, a su lado, con una extraña sonrisa en sus labios, enigmática y sensual, acariciando sus cabellos de plata, tan blancos como la nieve inmaculada de las montañas. ¿Cómo es que nunca había visto a esa muchacha? 
 
La idea de buscarla le obsesionaba, no cesaba en su empeño de encontrarla, de hacerla su amante, lo que fuera; incluso su esposa, pues el matrimonio que tenía con aquella joven estirada y remilgada de la rancia corte de una familia opulenta no cumplía para nada sus expectativas. Es más, solo coincidían en una cosa: en la fachada estaban casados, eran “felices” lo más que podían aparentar, pero en el fondo cada uno iba por su lado. Ella tenía ya sus amantes, se la notaba cuando estaba más feliz que de costumbre, y en cuestión del heredero... habría más vástagos que otra cosa, pero eso de momento no les importaba en absoluto. ¿Qué dinero se iban a repartir, por qué se iban a pelear, si no había absolutamente nada por lo que luchar? Sería un escándalo para las respectivas familias, eso sí, pero tampoco es que se preocuparan por ello; cada cosa en su respectivo momento, y ese momento no había llegado aún. Fiestas, orgías, el castillo era un ir y venir de caros productos, disminuyendo la dote poco a poco, sin prisa pero tampoco sin pausa, sin pensar en el futuro de pobreza que les esperaba si no paraban pronto. Pero los nobles no piensan en esas cosas, ahorrar para el futuro, el hambre nunca llama a su puerta, solo gastan y cuando ven que todo se ha acabado, rascan de cualquier cosa: venden lo que sea, pues lujosos objetos poseen, o tierras, o castillos, o esculturas... lo que sea para volver al desenfrenado mundo de la opulencia y el gasto. No pasaban el tiempo de otra manera, pues no labraban la tierra ni tampoco cargaban con fardos y fardos de pesados bultos para ganarse algo que llevarse a la boca. Un campesino si recibe una suma importante de dinero, no lo gasta en breve -pues su cerebro ya está hecho para pensar en el ahorro-, sino que lo guarda para un posible futuro en el que lo necesite, pues los tiempos son inciertos y la Fortuna puede sonreírte o apuñalarte por la espalda.

Pero volvamos al tema que nos atañe, la extraña albina. Ningún campesino la conocía, o no creía conocerla, por lo que el señor, bastante irascible cuando no conseguía lo que quería, empezó a emplear la tortura para conseguir su objetivo. A un padre de familia, de unos treinta años de edad, lo retuvo en las mazmorras mientras, al otro lado de la pared para que escuchara bien los gritos, estaban su hija y esposa siendo torturadas de mil maneras distintas, entre las que se podían encontrar los clásicos: la violación, con otros más enrevesados y siniestros, como el arrancar la uña de una en una, o hacerlas sentar durante unos segundos en una silla de hierro candente. El hombre tardó en hablar, cosa que sorprendió a Fernando, pues estaba nada menos que torturando a su familia; algo más oscuro tenía que esconderse en esa extraña mujer... Finalmente, llorando como un niño, dijo lo que el hombre quería oír: aquella muchacha, que creía que no alcanzaría ni los 15 años de edad, había nacido de una relación prohibida entre un señor feudal -cuyo nombre juraba no saber-, y una campesina de su villa. Cuando nació con los cabellos blancos como la nieve, el señor la repudió por considerarla hija de los malvados espíritus de la montaña, y mandó a un sirviente que la abandonara en el bosque; “si pertenece a la salvaje e impía naturaleza, no soy quién para que no vuelva a ella”. En medio de esa soledad una niña normal moriría sin remedio, pero los lobos y las alimañas la cuidaron, la consideraban como una más en su familia: los pájaros la daban alimento y la cantaban melodías para dormir, los lobos la llevaban carne y calor en las frías noches de invierno... todos parecían estar concienciados en cuidarla. Hace uno años llegó a estas tierras, mezclándose como una más, adoptando el papel de una curandera. Sus remedios funcionaban, pero causaba el terror por ser una mujer tan extraña, rodeada siempre de dos lobos blancos como su pelo, de ojos oscuros; daban la sensación de que iban a saltar y darte una dentellada. 
 
Debido al dolor, no pudo sacar mucho más al hombre, pues no sabía exactamente donde vivía. No debía de tener un hogar fijo, y decía extrañas ideas de que se fusionaba con los árboles, que en realidad era un espíritu de los bosques, benigno y maligno a la vez, y por eso nadie quería ni siquiera mencionarla o pensar en ella, pues se había extendido el rumo de que quien lo hiciera, moriría sin remedio por aquellos lobos guardianes de la muchacha. Le dejó en libertad con su familia, ni siquiera una cura, ni siquiera un gracias. Su mente bullía en mil y una ideas para intentar capturarla... ¿peinar todo el bosque? Sería la mejor idea y la más obvia, pero llevaría días y los caballeros preguntarían el por qué. Y explicar que es para buscar a una muchacha de la que se había encaprichado... no lo hacía muy apetecible. Así que decidió enmascararlo en una serie de partidas de caza, para celebrar la prosperidad de esa villa. Seguro que colaría.

Una semana entera de infructuosos rastreos velados, y nada encontró. Estaba bastante desesperado, quería encontrarla pasara lo que pasara; además, estaba sufriendo una extraña transformación: de la obsesión que corroía sus entrañas, no tenía ningún deseo carnal por dama alguna, ya tuviera las formas más sensuales del mundo, una auténtica Helena de Troya, que no le provocaba deseo alguno. Solo tenía pensamientos, sueños y mente para ella, a la que había llamado como Silva -en el escaso latín que conocía, sabía que ese término era empleado para designar a los bosques-. En sus vaporosos sueños, se la imaginaba caminando hacia él, con un vestido conformado por enredaderas y hojas de hiedra y parra, con sus cabellos delicadamente recogidos en un alto moño, su insinuante figura con paso firme y decidido, y sus fieles acompañantes a su lado, dispuestos a lanzarse sobre cualquiera que osara atacar a dicha doncella. Acariciaba su rostro, como una brisa primaveral; todo su ser olía a flores del campo, rosas, jazmín, lavanda... una mezcla llena de vitalidad y de fuerza, como si todo el bosque estuviera comprimido en un ser humano. Y sus ojos... sus ojos podían cambiar de un segundo al siguiente, desde el más oscuro como la noche más cerrada, pasando por el azul cristalino, el verde de las praderas o el marrón de los troncos. Era tan extraño... pero muy agradable, como estar ante la visión de un ángel. 
 
Cada vez toleraba menos los amantes de su esposa, pues era más evidente cada día que pasaba que había más y se aprovechaban del dinero de su hacienda. Él, que se estaba convirtiendo en un ser casto, pues pensaba que si era el intachable cristiano que describían los sacerdotes, conseguiría que Silva fuera a su lado, lo premiara por su cambio, y que le diera los hijos y el matrimonio más maravillo en millas a la redonda. Hasta llegó un momento que, harto de esa situación ficticia, decidió repudiar a su mujer y devolverla a su padre, no sin antes mencionar que había sido una adúltera y que merecía la hoguera por ello. Mas enseguida pidió clemencia por ella, pues en el fondo no la odiaba tanto como para desearla la muerte, sino que simplemente excusó su comportamiento alegando que él no había sido un buen marido, y que la comprendía. Seguro que una mentira piadosa no sería reprobado por ella. Era su sol, su luna y estrellas, la brújula que dirigía sus actos, la razón de su existencia. Se hizo un cristiano ejemplar, piadoso, bueno con sus súbditos, un auténtico modelo a seguir. 
 
Pero el corazón del hombre, cuando no ve que sus acciones dan los frutos esperados, comienza a desesperar; y la desesperación lleva a la rabia y a la decepción. Y no hay nada peor que un corazón humano decepcionado. Pronto volvió a las andadas, pero en forma de excentricidades, pues seguía manteniendo su fiel promesa de mantenerse puro para su amada. Llenó su castillo de plantas de todo tipo, exóticas o no, acomodando su hogar para los gustos de Silva, pues no quería que se despegara de los bosques que tanto amaba. También trajo todo tipo de bestias salvajes, a las que amaestraba, especialmente un lobo -aunque no blanco, sino de un pelaje gris claro-, al que apodó con el nombre de Argénteo. Pájaros, vacas, zorros, comadrejas, ratones y ratas, burros, asnos, águilas... todo animal que puedas pensar estaba allí, como si esperaran un nuevo Diluvio. El castillo apestaba a estiércol, sudor de animal y otras cosas no menos aromáticas. Los sirvientes acabaron por marcharse y quedarse solo, y el dinero iba evaporándose, literalmente, de sus manos. Llegó un momento en el que no tenía nada, y no podía alimentar a sus queridos animales. Se encerró en su habitación, pálido y escuálido, mientras en el castillo predominaba la ley del más fuerte: unos se comían a otros, pues no podían salir de allí, los mismos campesinos se habían encargado de atrancar todas las puertas por temor a lo que pudiera salir de allí; no les importaba su señor, al que consideraban un loco poseído por el Diablo, como aquella mujer que vagaba por los aledaños de la villa. 
 
Una noche golpearon su puerta con insistencia; los animales reclamaban lo que era suyo. Entre las sucias y ya algo roídas mantas, Fernando creía encontrar algún tipo de protección, aunque fuera pequeño, como un niño pequeño. Arañazos y gruñidos, la puerta no tardaría en ceder, aunque no era nada fina. Pero un animal hambriento, como un ser humano, puede sacar una fuerza sobrehumana. Pasaban los minutos como si fueses horas, esperando su irremediable final, conteniendo el aliento. No podía soportar la idea de morir de esa forma tan indigna, pero no le quedaba otra opción, salvo el suicidio, claramente condenado por Dios y la Iglesia, no sería de un buen cristiano hacer eso. Pero, ¿prefería ser devorado por las bestias, sentir sus dentelladas, cómo arrancaban la carne de sus huesos, cómo engullían sus intestinos y órganos internos? Incluso él vería todo eso, pues mantendría el sentido para todo ello. La idea ya lo volvía más loco de lo que estaba. 
 
No podía perder más tiempo. Una cuerda, un poste donde pasar la sábana, y lanzarse al vacío. Tan sencillo, no sentiría dolor, al menos no tanto como con lo que le esperaba tras la puerta... un salto, y ya se encontraría en otro mundo, fuera como fuese, pero acabaría toda esta tortura de vida, toda una vida sin amor correspondido, apuñalado por dentro por los dardos de Cupido, que no habían acertado para nada. Se desangraba a causa de una herida, de una terrible herida no física, sino emocional, cuya cura no se dignaba a presentarse. El suicidio fue rápido, no muy doloroso, y mucho más decoroso; al menos su cuerpo no se desfiguraría, o eso pensaba. Nada más marcharse el aliento de sus labios, el alma de su cuerpo, los arañazos pararon, y la puerta se abrió despacio, como movida por una fuerza imparable. El cerrojo no pudo hacer nada, sino que se retiró sintiendo que una fuerza mayor le “pedía” que no ejerciera oposición alguna. Y allí se encontraba Silva, con sus cabellos blancos trenzados, un sencillo vestido de hojas y piel de animal -como si fuera una mujer traída de frías y lejanas tierras-, una lanza en su mano derecha y la izquierda apoyada en el lobo gris Argénteo, que gruñía un poco ante el suculento botín que tenía ante sus ojos. Los animales hacía tiempo que se habían marchado, ella misma los había liberado, pero aquel hombre obsesionado y solo ni se había percibido de ello, el miedo y la duda lo mantenían encerrado en esa habitación.

Dios castiga a aquellos que tienen sueños pecaminosos con su propia descendencia”.

Y cerró la puerta, no sin antes derramar una lágrima, pues no era insensible.

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