El Manzanares era un lugar lleno de barro, de
mujeres cotilleando mientras lavaban las prendas de toda su familia; un olor de
jabón y productos de limpieza de dudosa eficacia penetraba en todo aquel que
caminaba por allí, un olor que llegaba hasta el cerebro de lo fuerte que era;
hasta algún cantar se escuchaba, en la lejanía, como una forma de quitar tedio
a un trabajo tan arduo como ese. Era en esos momentos, cuando veía a la gente
de clase más baja que la mía, trabajar de esa manera, doblándose las espaldas,
creando callos en las manos por el campo, la piel tostada por el sol, el cuerpo
sucio porque los baños no son precisamente comunes en ellos, agradezco al Cielo
y a Dios haber nacido en una familia como la mía, al menos por las comodidades
en las que me sumía día tras día, desde mi nacimiento. Pasé por el puente,
dejando atrás la ciudad en la que nací y me crie, y seguramente moriría, para
adentrarme en territorio totalmente desconocido. Más allá del guardián de
piedra de la ciudad, como me gustaba llamar a ese puente, se encontraba el
campo, literalmente, la vida salvaje y, si eso, alguna que otra casa de la
gente más pobre, chamizos de madera y barro, escondidos entre los anchos
troncos de los árboles, cubiertos por sus frondosas copas. El olor del río
seguía vigente, pero mucho más tamizado, mezclado con el frescor y el aroma de
la naturaleza sin ser alterada por el hombre, por el ruido de las ruedas de los
carruajes chocando sobre el empedrado de las carreteras, las conversaciones de
los que caminaban por las aceras, de los bares, abiertos de par en par, donde
se mostraba la vida madrileña en su máximo esplendor. Me pareció un lugar
maravilloso, tranquilo, aunque me lo imaginé de noche, y lo percibí como un
lugar terrorífico, donde mi imaginación jugaría con las sombras de todo lo que
me rodeaba, viendo en ellas seres de la oscuridad que me acechaban, esperando
el momento oportuno para atacar.
Seguí caminando, siguiendo un sendero de piedra, tan
gastado y abandonado que apenas se veían ya los cantos de piedra que lo
conformaban. A ambos lados, árboles, con alguna que otra casa de madera y
barro, algún sonido de niños jugando, así como de olor a leña ardiendo para las
cocinas. El sol seguía alto en el cielo, mostrando todo su esplendor y calor,
haciendo que gotas de sudor cayeran por mi rostro. Saqué un pañuelo para
secarme y entonces vi, en el camino, unas figuras y un carro que se acercaban,
con paso lento y podría decirse que casi majestuoso, como una procesión funeraria.
Cuando se acercaron a mí, en dirección a Madrid, el hombre que estaba en el
carro me dedicó un saludo alzando su sombrero de paja, mientras detenía el
carro. Tenía intención de hablar. Llevaba un montón de productos del campo, que
seguramente vendería al mejor postor en la capital, mientras que a cada lado
había dos muchachos jóvenes, seguramente sus hijos.
-Saludos,
caballero –comenzó a decir con tono campesino, pero cuidado-. ¿Qué hacéis en un
lugar tan desolado como este?
-Simplemente dar una vuelta –contesté-.
No conocía esta parte, y tenía curiosidad.
-Señor, con todos mis respetos, aquí solo hay bosque y nada
más –dijo mientras se reía-. No vais a encontrar mucha emoción. A la gente de
la ciudad no le gusta el campo, y viceversa.
-Bueno, puede que quiera visitar la iglesia del bosque –dijo uno de los mozos, el que se encontraba a la derecha-.
Puede que tenga familia allí enterrada.
-¿Iglesia? –repetí, algo excitado. “Así
que hay algo por estos lares, creo que voy por buen camino”-.
-Sí, bueno… -dijo, un poco meditando
si seguir hablando o no-. Aquí hay una antigua iglesia–mientras señalaba en su
dirección, a través de los árboles-. Por ahí hay un pequeño sendero, que casi
ya no existe porque no es transitado, que conduce al lugar. Ya no se usa, se ocupó toda su tierra sacra para las familias nobles de hace muchos años. Allí, por ejemplo, se encontraba una de las familias más nobles de la ciudad; pero solo decir su apellido dice que atrae las desgracias más indecibles al que lo pronuncia…
-¿Qué familia es esa? –mi interés
iba en aumento, a la vez que mi corazón latía. Podía ser que mi enamorada
formara parte de esa historia, o que me alumbrara en este misterio en el que me
había sumergido -. Me gustaría que me contarais la historia, si es posible.
-Es solo un cuento de viejas, nada
más. No tiene mucha importancia.
-Me gustaría conocerlo, siento
curiosidad –el hombre, que veía que no iba a cesar en mi empeño, sonrió por
ello, y me invitó a subir al carro. Me aseguró que, mientras se dirigían a la
Plaza Mayor para vender las verduras del huerto, me contaría la historia de
aquella familia-.
“Todo se remonta a unos cuantos
siglos atrás, pues esta familia formaba parte de una de las más antiguas y
honorables de Madrid; hasta ellos mismos decían, para mayor honra de su linaje,
que descendían de los primeros cristianos que poblaron la ciudad de Madrid. Pero
era exagerado, todas las familias nobles decían lo mismo de sí mismas, por lo
que tampoco se prestaba mucha atención sobre ello. Lo que sí era cierto era que
tenían mucho dinero, podían comprar casi la ciudad entera, con la Almudena
incluida; decían que, “si querían, podían comprar todo el Cielo”, o cosas así.
Os podéis imaginar lo que tendrían en sus arcas, en bienes de tierras y casas. Pero,
curiosamente, no era una familia noble convencional: todos sus descendientes
varones eran hombres muy piadosos, que dedicaban parte de su dinero para
beneficiar al pueblo, con pequeñas iglesias, como la que hay ahí en medio del
bosque, en puntos remotos para que el pueblo pudiera rezar a Dios y a la
Virgen.
No había rumor alguno que empañara
su buena imagen, no había nada absolutamente malo que los incriminara, ni
tampoco ninguna falta que los pusiera en evidencia ante Dios o su santa
Iglesia. Eran, básicamente, perfectos y un modelo a seguir. Sin embargo, por su
carácter benevolente para con el pueblo, tenían miedo de lo que podían hacer,
porque los campesinos estaban, literalmente, a sus pies. Tanto, que el
mismísimo rey temía a la familia, pues un rey siempre tiene que temer a
aquellos que tienen las riendas del pueblo, que al ser mayoría puede hundir
hasta los cargos más poderosos, como el del mismo monarca. Pero no había
ninguna falta, nada con lo que agarrarse para enfrentarse a ellos, así que el
tiempo pasó, lenta e irrefrenablemente.
Las generaciones fueron pasando, la
situación seguía siendo la misma, parecía que la Fortuna también se heredaba de
mano en mano, de varón en varón, en la familia. El resto de los nobles se iban
traspasando el miedo y la precaución hacia esa familia, así como un deseo de
derrocarlos del poder y de esa forma repartirse luego el botín. Ya estoy
hablando de hace, digamos, unos veinte años, no mucho más. En ese momento, la
desgracia comenzó a caer, por fin, sobre la familia. El cabeza de familia de
aquel momento, de nombre Alonso, era un hombre taimado, bondadoso, pero con un
grave problema: cada cierto tiempo, sufría extrañas convulsiones que lo
obligaban a estar en cama durante días; lo poseía desde niño, y los rumores de
que era un hijo ilegítimo que había llegado a ese cargo en la familia, que era
hijo del Demonio porque eso no era para nada normal, empezaron a agolparse en
la fachada sin mácula de la familia. Y todos estos rumores, claro está,
acrecentados por las restantes familias nobles de la ciudad.
Solo hubo una cosa que podría sacar
adelante a la familia, y era el nacimiento de un hijo varón, un descendiente
que alzara de nuevo a la honra a la familia; sin embargo, el infortunio se hizo
más patente cuando nacieron no uno, sino dos descendientes a la vez, además de
ser los dos retoños niñas. Fueron criadas con el mayor mimo, con el mayor
cuidado, pero su padre estaba desesperado porque no eran varones, sino mujeres,
y nunca podrían heredar la casa y las tierras, sino que tendrían que delegarlo
a su marido, a saber quién, y así sentenciar su linaje al olvido o a la
vergüenza. Por eso, mantenía a las muchachas en el secreto, no las dejaba
salir, no quería que nadie las viera, ni tampoco que hablaran con ellas; vivían
en una especie de convento, donde solo podían practicar la música, leer e
instruirse. Hasta se pensó que en realidad no había tenido gemelas, que era un
rumor más que había en la ciudad, porque nadie las había visto. Cuando cumplieron
los 18, ya presentadas en sociedad como marcaba la tradición, todo el mundo
pudo verlas, y los ojos de todos los jóvenes de Madrid se posaron en ellas: tan
bellas, perfectas, como muñecas de porcelana que acababan de salir de su envoltorio,
ante una muchedumbre de mozos deseosos de conseguirlas para su colección. Ellas
habían sido educadas para desconfiar de todo y todos, de no ceder a los
encantos de los jóvenes, ni tampoco a hablar con cualquiera que se presentara
en su camino.
Sus nombres eran Celia y Aurora, y
sus encantos superaban a cualquier doncella de su edad en Madrid. Además,
tenían una cultura que superaba incluso a muchos varones jóvenes, por lo que
eran la envidia de todas las nobles familias, que veían en ellas un
renacimiento de la casa, a pesar de ser mujeres; demostraban ser hábiles con
las cuentas, no podían ser engañadas tan fácilmente, y tenían un carácter
fuerte y decidido, como sus antepasados, así como su benevolencia para con el
pueblo. Tenían que hacer algo… pero la Fortuna fue en contra de la familia,
casi por primera vez.
No se sabe muy bien qué pasó, pero
una de las hermanas, la que se llamaba Aurora, murió en muy extrañas
circunstancias. Su hermana gemela, presa del más opresor dolor, decidió
retirarse a un convento, donde no tuviera que ver el mundo tan imperfecto y
cruel en el que murió su hermana, llevándose el secreto de su muerte; su madre,
que no soportó la pérdida de una de sus hijas, acabó ahorcándose en el
dormitorio, con una nota en la que solo se arrepentía de no haber sabido
proteger a su hija; su padre, llorando amargamente ante el cadáver sin vida de
la única mujer que amó en su vida, no quería aceptar que su única descendiente
partiera al convento, sin darle tampoco descendientes varones para el futuro. La
encerró en la casa, según dicen, en la habitación donde descansaba con su
hermana, y que todos aquellos que entraban en la casa escuchaban un rumor en el
piso superior, y que atribuían al espíritu de Aurora que no estaba descansando
en paz. Las demás familias denunciaron la situación, y un grupo de hombres de
la ley y de sacerdotes entraron por la fuerza en la casa, registrando una a una
las habitaciones; lo que encontraron en la habitación de las hermanas les dejó
con el corazón encogido: sábanas viejas, ropa sin lavar amontonada, pilas de
bandejas con comida que despedía un olor nauseabundo… y en el fondo de la
habitación, bajo un cuadro de la Virgen, una muchacha de pelos lánguidos que
rezaba fervorosamente al retrato. Cuando escuchó la puerta, se giró con el
terror en los ojos, pero al observar que eran amigos, se derrumbó frente a
ellos, las lágrimas corrían por sus mejillas, imploraba que la sacaran de allí
cuanto antes.
Todos se compadecieron de la pobre
joven. Cumplieron con su deseo, la sacaron de allí para meterla en un convento,
mientras que su padre, ahogado en el vicio y la locura, diciendo que no hacía
más que ver a su mujer e hija tendiéndoles la mano, invitándolo a estar con
ellas en el mundo idílico de los espíritus, se intentó suicidar varias veces;
pero el miedo a morir, el apego que sentía por la vida, y el terror a la
condenación eterna por el suicidio se lo impedían siempre en el último momento.
Acabó en un manicomio, solo y sin amigos, con su familia destruida hasta los
cimientos, y sus riquezas repartidas entre las demás familias, pues sus bienes
se confiscaron por orden del mismo rey. Y nada más se conoce de esta familia,
al menos no aparece en la historia que fue de boca en boca, y sigue
transmitiéndose, ante aquellos que preguntan por la familia o por el convento…”
El hombre dejó de hablar, mientras
se acercaban a la Plaza Mayor. En las últimas partes de la historia tuvo que
alzar más la voz, pues el ruido de la ciudad, lo que le daba la vida, ahogaba
sus palabras. Soltó unas cuantas maldiciones por el trajín de los carruajes y
personas, pues a un hombre de campo nunca le gusta esa vida tan “activa” y
alocada de la ciudad. Mi cabeza tenía mucha información, los sentimientos se
agolpaban en mi mente… ¿la mujer que veía era aquella joven de la historia?
¿Cuál de las dos: Celia o Aurora? ¿Por qué solo aparece en el primer día de la
luna llena? ¿Es acaso un espíritu que no puede descansar en paz, que busca
venganza, o que simplemente quiere hacer algo y no puede, busca a alguien que
sea su “mano” en este mundo? ¿Seré yo esa “mano”? Pero me serené, no quería que
tampoco ese buen hombre se preocupara por mí, que tan amablemente me había
tratado.
-Una pregunta, ¿sabes dónde se
encuentra la hermana que sobrevivió?
-Claro, todo el mundo lo supo enseguida. Lo que no se conozca en esta ciudad debe ser un secreto recelosamente guardado. Se fue al convento de las
Descalzas a cumplir sus votos. Yo no lo comprendo: si hubiera vivido lo que
ella pasó, me hubiera ido de esta ciudad que me daba tan malos recuerdos, pero
ella decidió quedarse, aunque aislada del mundo al ser un monasterio de
clausura.
-Entiendo –dije, mientras reflexiona
sobre lo que debía hacer-. No sé cómo agradecerte tu hospitalidad.
-Nada hombre –dijo mientras me dio
una palmada en la espalda como señal de afecto-, es un placer contar historias
populares a todos los que las pidan. Es una forma, en cierto modo, de mantener
el pasado en el presente. Puede que gane más contando fábulas que vendiendo
verduras –y empezó a reírse-. Pero bueno, la vida es así y hay que apencar con
lo que uno tenga…
-Id con Dios, buen hombre.
-¡Espero que nos veamos! –me dio
otro golpecito en la espalda, aunque lo hubiera hecho suavemente, se notaba que
era un hombre de campo y la azada la usaba muy frecuentemente. Su golpe
repercutió en mis costillas. Sonreí de nuevo, mientras alzaba mi mano y aquel
hombre se alejaba para entrar en la Plaza y vender sus productos, pues su vida
dependía de ello-.
Le agradeceré siempre la historia
que me contó, porque gracias a ella, muchas cosas empezaron a aclararse a
partir de ese día. Y mi corazón de enamorado me animaba a todas las empresas
que meditaba y quería llevar a cabo, pues tenía ya hasta la “necesidad” de
saber más acerca de ella. Lo que no sabía era que alguien, entre las sombras,
me acechaba y observaba cada uno de mis pasos, los analizaba y calculaba, como
si fuera mi sombra. Ojalá me hubiese dado cuenta mucho antes…
Fascinante ¡espero con ansia el siguiente!
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