El Olimpo, la
residencia de los dioses. Un lugar al que los mortales no podían ni
siquiera imaginar, ni mucho menos alcanzar, reservado para los seres
inmortales, las divinidades. Rodeado de nubes, en la cumbre de esta
montaña se encontraban las sus residencias, con unas construcciones
sencillas pero espectaculares, pues daba la sensación de que las
edificaciones levitaban directamente en los cielos, suspendidas en el
aire. Todas ellas poseían patios porticados, con numerosos jardines,
fuentes de aguas cristalinas, plantas desconocidas para los humanos que
se reservaban para el disfrute de los inmortales, calles impolutas y
enlosadas de mármol, tan pulidas que se podían ver los reflejos de los
viandantes. Todas las residencias se encontraban articuladas en base a
la sala central, donde se guardan las sillas de los 12 dioses más
importantes, los olímpicos, dispuestas en círculo rodeando una
representación del mundo mortal. Sentados en sus aposentos, los dioses
omnipresentes podían ver cualquier obra que se realizara en la tierra,
además de enviar, con un simple movimiento de la mano, las plagas o las
mejoras a la vida de los mortales. Perséfone no era una diosa mayor, por
lo que no tenía trono propio en ese espacio, pero su madre sí que era
una de las diosas más importantes, y por ello estaba allí.
Nada
más llegar, tuvo que separarse de Atenea, puesto que ella, como diosa
perteneciente a los doce olímpicos al igual que su madre, debía de
atender unos asuntos. Pero la prometió que nada más terminar la reunión
se rencontrarían. Perséfone llevaba la corona de flores, como regalo a
su madre, mientras caminaba por ese lugar saludando al resto de los
dioses con los que se encontraba. Siempre que acababa allí recordaba por
qué lo odiaba tanto: demasiada gente, una naturaleza atada a los
designios de los dioses y que no podía crecer a su antojo; en resumen,
se sentía como un pajarillo en una jaula, muy hermosa eso sí, pero
atrapada, sin libertad.
Andaba tan distraída en sus pensamientos,
que no se dio cuenta ya ni a qué dioses saludaba, hasta que, sin querer,
chocó contra alguien. Debido al choque, la corona se le cayó de las
manos. Entonces salió de sus pensamientos, y lo primero que la vino a la
cabeza fue la vergüenza por lo que acababa de suceder.
- L- lo
siento mucho. Estaba tan ensimismada con mis pensamientos que no veía
por donde iba –mientras lo decía, tenía la cabeza agachada por la
vergüenza, y poco a poco la fue alzando para ver al dios con el que se
había chocado-.
- No te disculpes de esa manera, no es para tanto.
El
dios con el que se había chocado era Hades, el señor del inframundo.
Uno de los dioses más misteriosos, que en raras ocasiones hablaba o se
presentaba en las reuniones del resto de sus compañeros olímpicos. Su
pelo oscuro como las prisiones del Tártaro (que con solo pensarlo un
escalofrío de puro terror recorría el cuerpo de la diosa), en contraste
con los ojos azules que poseía, claros como el cielo, que le daban
cierto atractivo. Perséfone se quedó durante unos segundos ensimismada
con los ojos del dios, preguntándose cómo alguien con esos ojos tan
hermosos podía ser malo.
- ¿Ocurre algo? –preguntó Hades, algo molesto por la mirada penetrante de la diosa-.
-
¡Oh, disculpadme! No quería ofenderos… estaba buscando a mi madre, me
choqué contigo y con la vergüenza tengo la mente en blanco –y comenzó a
reírse nerviosamente-.
- Entonces esta corona de flores es tuya –y
Hades la mostró la corona que se le había caído, pero estaba cambiada:
ya no tenía los colores llenos de vida, sino que se encontraban
apagados, tirando a negro-, lo siento, es lo que pasa cuando toco este
tipo de cosas de la tierra.
- No te preocupes, para eso estoy yo
–dijo con una sonrisa Perséfone, que con el solo contacto de sus manos
la corona volvió a tener los colores vivos y frescos. -¡ya está! –y se
la colocó en la cabeza de Hades-.
- Eso veo –y Hades se quedó mirando detenidamente a Perséfone-.
En
ese momento, una voz profunda llamó a Hades: era su hermano el dios de
las aguas, Poseidón, que lo reclamaba para la reunión de los 12.
- Lo siento, pero debo irme ya. Ha sido un placer conocerte.
Y
dicho eso se marchó. Perséfone se quedó muda, en blanco, mientras veía
como Hades se iba a la sala central, y a sus espaldas se cerraron las
puertas de mármol blanco, dejando así de verlo. De repente, una súbita
corriente caliente le recorrió toda la cara, volviéndose a cada segundo
más roja, al recordar la estupidez que había hecho. ¿Cómo he podido
dar al dios del inframundo una corona de flores? La corona que estaba
destinada a mi madre… ¡se la he dado a Hades, el dios más frío y sin
corazón de todos los inmortales! Pero… esos ojos tan profundos y claros,
esa actitud indiferente. He notado que no estaba a gusto en este lugar,
siente lo mismo que yo. Y no parecía tan oscuro y malo como dicen los
demá...
Mientras tanto, en las reunión de los 12 olímpicos…
Cada
dios se encontraba sentado en su trono, algunos hablando entre ellos y
otros en silencio. Entre los dioses silenciosos, se encontraba Hades,
que se había retirado la corona de flores de la cabeza y se quedó
mirándola fijamente. El color de las flores se había apagado, pero
seguía conservando en parte su belleza, aunque más apagada y mustia,
seguramente por el influjo de la bella diosa de la primavera. Tendrás que quitarte esas ideas de la cabeza, se decía a sí mismo Hades, porque
sois muy distintos. Ella es una diosa de la vida, de la esperanza…
mientras que tú eres todo lo contrario. Lo que ella transforma en vida,
tú lo vuelves muerte y se quedó mirando de nuevo la corona.
El
ruido de los dioses cada vez iba en aumento, hasta que el sonido de un
bastón chocando con el delicado suelo marcaba ya el comienzo de la
reunión. El señor de los dioses, Zeus, había llegado a la sala, dándose
así por comenzada la convocatoria. Los dioses se dispusieron en sus
asientos, y todos dirigían sus miradas al señor de los dioses. Zeus, de
cabellos y barba blanca, muy poblada, y con unos ojos casi cristalinos,
miraba a todos los dioses con un semblante serio, como siempre, por lo
que nadie se alarmó.
- Os doy la bienvenida a la reunión de los 12
olímpicos. Espero que en este periodo en el que estemos reunidos
podamos resolver los problemas que nos afligen a todos.
En ese momento, el dios de los mares, Poseidón, levantó la mano para poder intervenir.
-
Te concedo la palabra, hermano –y dicho eso se sentó en su trono
dorado, el más elaborado y bello de los que había en la sala-.
-
Queridos compatriotas de sangre, divinos compañeros, hay un problema que
debemos resolver de inmediato, y son los hombres. Se han vuelto
demasiado mezquinos, egoístas y crueles; ya no nos adoran y utilizan
nuestros nombres en juramentos llenos de mentiras, haciendo así más
grave la ofensa hacia nuestras figuras. Por ello propongo a la asamblea
divina que castiguemos al ser humano eliminándolo.
Dicho eso, los dioses empezaron a vociferar, algunos a favor y otros en contra.
-
Veo demasiado excesivo el castigo que ha propuesto Poseidón –comenzó a
hablar Atenea-, pues los hombres son lo que ha dicho, no voy a negarlo,
pero en su mayoría son buenos y amables de corazón. ¿Acaso deben pagar
justos por injustos?
- Si son justos como dices, nosotros los
dioses los escogeremos para que pasen la otra vida en los Campos Elíseos
–contestó tajantemente Poseidón-.
- ¿De verdad merece la pena
destruir todo lo que tanto nos ha costado crear? –dijo Dionisos, el dios
del vino y de alegría-, es cierto que los humanos son traicioneros y
poco respetuosos, pero sin ellos la vida no tiene sentido en la tierra.
Construyen hermosos templos en nuestro honor y, en mi caso,
despampanantes fiestas donde el vino y las canciones corre sin cesar.
Creo que Poseidón está exagerando las cosas.
- Obviamente, un dios
de las fiestas como tú está encantado de esta situación –decía Hera,
señora del Olimpo y diosa de la fidelidad en el matrimonio-, pero no
podemos dejar pasar por alto las cada vez más prominentes ofensas que
nos hacen. Si ven que no actuamos por ello, considerarán que no somos lo
suficientemente poderosos como para vencerlos, y se creerán que se
encuentran en la cumbre de la Creación, por encima de nosotros –en ese
momento, un nuevo estruendo de voces de indignación inundó la sala-.
-
¿Pero qué solución podemos llevar a cabo? Ya dejamos pasar la situación
cuando Prometeo nos robó el fuego para dárselo a los hombres. Creamos a
Pandora y soltamos los males en el mundo, pero vemos que no ha hecho
absolutamente nada. Los mortales ya no respetan nada, y aunque muchos
justos caerán, es la única manera de cambiar las cosas –sentenció
Apolo-.
A partir de ese momento, el tono de la conversación fue aumentando poco a poco.
-
Silencio – la voz de Zeus sonó clara y poderosa, como un enorme
estruendo de relámpagos-, ya he escuchado suficiente. No somos seres
incivilizados, no caigamos en una pelea a ver quién alza más la voz. –y
señaló a Deméter, diosa de la agricultura y de la naturaleza, madre de
Perséfone-, Deméter, ¿cuál es tu postura ante este dilema? Yo sé que,
como diosa paciente y amante de la Tierra, tu opinión será una de las
más valiosas.
- Gracias por tu gran consideración hacia mi
sabiduría y buen juicio, señor Zeus –comenzó a decir Deméter-, no puedo
estar más de acuerdo con todos los dioses que han intervenido. Los
mortales se alejan del camino correcto que nosotros les marcamos, y me
llena el corazón de angustia ver cómo destruyen los campos y maltratan
la naturaleza. Pero por otra parte son la creación más perfecta que
hemos hecho, y desarrollan los dones que les dimos para construir
enormes templos y desarrollar las ramas del conocimiento. Debemos
sopesar si queremos que el ser humano siga en su deriva de excesos e
injusticias, creyéndose superiores a nosotros, los inmortales; pero, si
por el contrario, decidimos exterminarlos y crear una nueva humanidad,
hay que tener en cuenta que nos volveremos unos asesinos. Quedará sobre
nuestras conciencias.
Todos los dioses se quedaron en silencio,
meditando sobre las palabras que la diosa había expuesto a la asamblea.
Un discurso sencillo, directo y cargado de razones.
Zeus, el
portador de la égida, aprovechando el silencio de la sala y meditando
cada una de las intervenciones de los dioses, se levantó. Su voz, clara y
penetrante, se escuchó por toda la sala.
- Basta. Creo que todos
los puntos de vista han sido expuestos. No puedo dejar pasar por alto
que los humanos se han vuelto mezquinos y rebeldes, que destruyen el
mundo que tanto nos ha costado crear; pero tampoco veo conveniente
eliminarlo, puesto que sus ofrendas nos alimentan, y no pretendo de
nuevo crear al ser humano.
- Entonces, ¿qué sugieres que hagamos, esposo? –preguntó Hera-.
-
Muy sencillo. Enviaremos una enfermedad mortal que haga perecer en poco
tiempo a muchos humanos; conociéndolos lo atribuirán como un castigo
divino, y a partir de ese momento medirán mejor sus actos. Esa es mi
última palabra, y doy por terminada ya la asamblea.
De esa forma
acabó la reunión de los dioses. Cada uno abandonó la sala, dirigiéndose
hacia sus respectivas viviendas del Olimpo. Atenea, preocupada por la
decisión de su padre Zeus, decidió acercarse a él con sagrado respeto
para hablarle, pues albergaba una pequeña esperanza de hacerle cambiar
de opinión.
- Padre, ¿puedo hablar contigo? –preguntó Atenea, respetuosa-.
Los
ojos de Zeus, de un azul claro, casi etéreo, se clavaron en la mirada
de la diosa, obligándola a bajar la cabeza, intimidada-, sé lo que
vienes a decirme, y no puedo cambiar la decisión.
- Pero, si llevas a cabo eso, morirán humanos justos… ¿esa es la justicia de la que presumes, padre?
-
En ocasiones, los justos tienen que pagar por los que no lo son.
Aquellos que mueran y sean puros irán al paraíso eterno, los Elíseos. Es
lo único que puedo hacer por ti y por tus humanos. –En ese momento, se
percató de que Hades, su hermano, estaba a punto de salir, y lo llamó-,
Hades, ven, tengo algo de lo que hablar contigo. Si nos disculpas,
Atenea.
Despidió rápidamente a la diosa, que no pudo contener una
mirada de tristeza por lo que iban a desencadenar los dioses. Zeus,
adoptando una mirada más dura e imperiosa, borrando la dulzura con la
que trataba a Atenea-, Supongo que sabrás por qué quiero hablar contigo.
- Seguramente querrás que haga el trabajo sucio por ti, Zeus –respondió Hades, indiferente-.
-
Quiero –empezó a decir Zeus, haciendo caso omiso al comentario de
Hades-, que envíes al mundo humano la peste, que tú mismo encerraste en
las profundidades del inframundo. Que durante unos meses se distribuya a
sus anchas por la tierra, arrasándolo todo; una vez pasados los tres
meses, vuelve a encerrarla. Esa es mi orden.
- La peste… suponía
que la mantenías todavía por algo. Haré lo que me ordenas, puesto que me
veo beneficiado de ello. La laguna Estigia se llenará de almas, y eso
siempre es bueno para mi mundo –y dicho eso, se despidió de Zeus con una
pequeña reverencia-.
Mientras se alejaba, Zeus pensaba solo en una cosa- frío y sin corazón. El dios del inframundo es así por naturaleza, y no cambiará nunca…
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