lunes, 30 de diciembre de 2013

V. Juventud carmesí


Escribo esto porque será una de las pocas evidencias de lo que está pasando dentro de este castillo, de la locura de mi señora y que, Dios me perdone, la incriminaré en esta carta. Si hago esto es por el amor que la profeso, porque se ha alejado del camino que Dios nos impone, y creo que ya ha llegado al máximo grado de locura. No quiero que se me juzgue como una simple "criada cotilla", todo lo que voy a escribir es cierto, pongo a Dios por testigo, y si pudiera recrear las escenas que he vivido con la nitidez y realidad con lo que yo lo viví, me creeríais al instante. Espero que mi pluma sea hábil, que Dios guíe mi diestra mano, y que entendáis todo el horror que nosotras vivimos en esta casa de los horrores. Porque soy la voz de todas las que habitamos entre estas paredes, somos los testigos mudos de las más indeseables acciones; no desearía las torturas que se realizan aquí ni a mis mayores enemigos. Pero debo dejar de divagar sobre esto, tengo que empezar mi testimonio.


Todo al principio era maravilloso, mi ama y señora era una doncella gentil, amable y hermosa. Sí, era la más hermosa de toda la región, los hombres caían ante sus deslumbrantes rasgos, sus ojos imponentes, su piel clara y delicada, sus ademanes educados y correctos... tenía todos los dones que se podían pedir, era la mujer perfecta para cualquier hombre, además de poseer una fortuna envidiable, por lo que los pretendientes se agolpaban a sus espaldas. Pero su destino, como toda dama de alcurnia de Transilvania, era mantener el linaje de su familia, y fue prometida a su primo Ferenc, que no sabría decir exactamente si le amaba o no, pues mi señora siempre fue algo "reservada" a los asuntos del amor. Cuando fueron a vivir juntos, después de casarse, a un hermoso castillo de la familia enclavado en un valle rodeado de montañas y verdes bosques, yo fui con ella como fiel sirvienta desde la infancia. Escribo esto ya con la edad cargada en mis hombros, siento el aliento de la Muerte en mi espalda, por eso me doy la mayor prisa posible para escribir esta confesión.

La vida en el palacio era de lo más apacible, no hay nada malo que pueda decir de aquella época. La servidumbre vivía ajetreada, como en toda casa noble, pero nos conocíamos y disfrutábamos de la compañía de unos y otros, éramos eficientes y no causábamos disgustos a los señores de la casa. El único elemento disonante era la señora Úrsula, la suegra de mi señora, a la que odiaba profundamente; no sé el motivo de tal sentimiento, pero se percibía en cada palabra que la lanzaba, como dardos envenedados. Pero mi señora tiene un temperamento muy fuerte, era decidida y no se dejaba manipular, por lo que no la afectaba en absoluto las críticas de su suegra. Esto, unido a que su marido siempre andaba guerreando, pues era uno de los mejores soldados del ejército y más bravo en el campo de batalla, mi señora mantuvo dominado todos los asuntos del castillo, como una señora feudal, gracias a su carácter. Todas las sirvientas queríamos ser como ella... al menos al principio. 

Todo cambió de una forma tan súbita... que todavía no lo puedo creer ni yo misma. Fue de un día para otro. Lo que sí sé es que fue a raíz de la muerte del señor, que en paz descanse, a causa de una extraña enfermedad. Las malas lenguas decían que mi señora le suministró una pócima que causó su muerte, pero no son más que infamias hacia la condesa; es cierto que, desde hacía unos años, mantenía contacto con un curioso médico, tras su último parto, que tenía relaciones con las artes oscuras. Seguro que fue él quien metió en la cabeza de mi señora esas horribles ideas, esos hechizos que decía la ayudarían a ser más fuerte, a vivir para siempre en un cuerpo de doncella casta y pura. Estaba tan obsesionada con ser igual de bella que antaño... que desembocó en enfermedad, en una obsesión repulsiva por ser joven. Solo compraba caros cosméticos de charlatanes que la convencían de su efectividad, y gastaba su dinero en esas estupideces. Yo, que era su sirvienta más cercana y fiel, que la conocía desde pequeña, intentaba llevarla de nuevo al camino de la locura:

-Mi señora, por favor os lo ruego, desistid en esta locura. 

-¿Por qué dices eso, Catalina? 

-Gastáis el dinero de vuestra hacienda en estos productos ineficaces. Volved a la cordura, el castillo, vuestros hijos, nosotros... necesitamos a la condesa de antaño.

-Soy la misma de siempre, Catalina, solo que me acerco peligrosamente a la vejez, y quiero cuidarme.

-No queréis cuidaros, ¡estais luchando contra lo inevitable! Bien lo sé yo, que alcanzo ya los 50 años. Dejad que la vida siga su curso, que la Ley de Dios prevalezca.

-No pienso quedarme de brazos cruzados mientras "Dios" me arrebata lo que yo tengo desde que nací. No tiene derecho a ello.

-Señora, no digais esas blasfemias... están cargadas de la seducción del Diablo... vos no...

-¡Silencio! Si quiero ser joven para siempre, lo seré. No importa "cómo". 

En esa escena, se forjó el desastre. Mientras hablábamos, yo intentando hacerla entrar en razón, llegó una de las más jóvenes sirvientas del servicio con nuevos cosméticos y, en el calor de la discusión, los cogió y se los lanzó a la cara de la pobre sirvienta. Si esa gota de sangre no hubiera llegado a su rostro, si la sirvienta hubiera esquivado los botes de cosméticos, si yo no la hubiera hecho enojar... no habría pasado nada, solo se consumiría en su propia locura sin dañar a los demás físicamente. Se llevó la mano a la mejilla, se extendió el cálido líquido por su piel, mientras se observaba en el espejo atentamente. Una sonrisa surcó sus labios, una sonrisa que me acompañará en mis más terribles pesadillas: la pura maldad emanaba de ella. Con un rápido gesto, me ordenó salir, pero yo temía lo que mi señora pudiera hacer en ese momento, porque tenía un extraño brillo febril en los ojos. Intenté persuadirla, pero no pude evitar cambiar la orden, quería quedarse a solas con la joven.

Y ese fue el comienzo. Pasada una hora, volvió a llamarme, y cuando entré no pude esconder mi miedo ante lo que había delante de mí: mi señora, empapada en ese líquido rojo, apestando a muerte, con una sonrisa de satisfacción en sus labios, relamiéndoselos, alzando sus brazos hacia mí mientras repetía lo mismo, una y otra vez: "Catalina, ya está, Dios me ha iluminado. Para ser bella eternamente debo usar sangre de doncella, nutrirme de su juventud, ya está todo solucionado". Obviamente Dios no se lo había revelado, sino el mismísimo Diablo, pero no respondí, me quedé petrificada. Al menos una parte de mí estaba tranquila, porque mi vida no corría peligro, solo quería mujeres jóvenes para sus crímenes, y mi sangre ya había expirado en juventud, se notaba en mi piel arrugada por los años. Por un segundo, vi el terror en sus ojos, vi arrepentimiento, pero fue tan fugaz que yo pienso que solo fue el deseo de mi mente, que trastocó la realidad. Por ver ese crimen, por ser su fiel sirvienta, tuve que cargar con todos los crímenes que realizaba, encubrir sus huellas, deshacerme de los cadáveres secos, tras extraer toda la sangre de los mismos. 

Mi señora no era tonta, sino una mujer culta y letrada. Había leído muchos libros, o sabía en dónde buscar la información que necesitaba, y se pasó unos cuantos días en la biblioteca, entre libros de tortura, a la caza de la máquina perfecta para sus fines. Se encontraba la Doncella de Hierro, objeto maquiavélico en el que las jóvenes, inducidas antes mediante calmantes muy fuertes o drogas, conducidas ante el abrazo de metal con pinchos, una caja enorme que se cerraba una vez que entraban. Ella se quedaba delante, sentada, bebiendo siempre en la misma copa de plata, con sangre mezclada con miel -que según ella era todo un manjar, para rejuvenecer también su interior-, mientras la joven víctima, tras pasar el efecto de la droga, gritaba de forma tan desgarradora, que se han grabado en mi mente y jamás podrán salir de mi pensamiento. Me tapaba los oídos, pero seguía escuchando; nunca me acostumbré a ese carnaval del horror. Poco a poco, ese "espectáculo" se llenó de seres tan locos y crueles como mi señora, gente aficionado a la magia negra, que usaban la carne de las jóvenes para sus pócimas impías y blasfemas. Hasta mi señora tuvo especial gusto en despellejar a sus víctimas, quitar tira a tira su hermosa piel sin arrugas, mientras se desmayaban del dolor, y se las reanimaba para seguir escuchando sus gritos. En alguna ocasión, se colocaba las tiras en su cara y se burlaba ante su corte de las sombras, y las risotadas se escuchaban en el silencio de la corte.

Los crímenes no podían seguirse escondiendo, las jóvenes sirvientas desaparecidas aumentaban semana tras semana, debido a las exigencias cada vez mayores de mi señora. Cuando se mencionaba su nombre, todas las jóvenes temblaban de miedo, se alejaban rápidamente, mientras murmuraban que harían lo que fuera menos ir al castillo de la "condesa carmesí", como a partir de un tiempo se la llamaba. Ya ninguna joven se presentaba al castillo, las reservas de sangre escaseaban, sus baños cada vez eran más agua y menos sangre, con el fin de conservar mayor cantidad, y su locura estaba creciendo hasta llegar a límites insospechados. Se atrevió a coger todos los corderos, cabritillos y terneros de su territorio, matarlos salvajemente mientras se entonaban cantos al Diablo, y sustituir su sangre por el de las doncellas. Pero, según ella, no era lo mismo, se notaba mucho más vieja, su piel se contraía en feas arrugas, su cuerpo era más pesado, la vida salía de sus poros a una velocidad que la alarmaba. 

Una noche, me llamó a sus aposentos. Estaba despierta, de un lado a otro, nerviosa, murmurando cosas que no escuchaba. Parecía que no se había percatado de mi presencia cuando, como iluminada por algo, chasqueó los dedos y clavó sus enfermizos y cansados ojos en los míos. Decía que tenía la solución a sus problemas, que todo iría mejor a partir de ahora, que seguiría conservando su juventud. Solo tenía que reunir a sus amigos, a sus compañeros de atrocidades, y al amparo de la noche secuestrar a dulces bebés, la sangre más joven que se puede encontrar, para de esa forma ser más joven aún. Yo no pude aguantarlo más, y la increpé todo lo que se alojaba en mi corazón, todas las barbaridades que había hecho, la implorara que volviera a las enseñanzas de Cristo, que repudiara a las del Diablo, que recuperara el sentido. Pero solo la enfadé aún más, me gritaba insultándose, diciendo que yo solo quería que envejeciera como yo, que la tenía "envidia". Sin pensarlo, solo movida por el sentimiento más salvaje del ser humano, miré hacia su tocador, tenía uno de sus instrumentos de tortura, su cuchillo de plata. Fue rápida, aprovechó que su señora no lo esperaba, y tomando el cuchillo lo insertó en su pecho, mientras decía:

-Para que sientas una mínima parte de lo que hiciste pasar a esas pobres muchachas.

 Dentro de poco comenzará el juicio de mi señora, y espero que los guardias lleguen para ver la carta que acabo de escribir. Siento los manchones que pueda haber, espero que sea legible en esas zonas, pero no puedo evitar llorar ante los crímenes que presencié, y que no detuve. Esa culpa me perseguirá para siempre, vaya a donde vaya, condenándome a las llamas del Infierno. Por eso mismo, ¿qué más me da ya quitarme la vida?

No hay comentarios:

Publicar un comentario