El magnífico carro de Iris estaba aproximándose al
templo de la belleza y el amor, o lo que es sinónimo, al templo de
Afrodita. Alzado en una pequeña isla plagada de un manto de árboles de
todo tipo, se encontraba escondido para todo ojo viviente, incluso los
divinos. Desde su posición, la diosa mensajera no podía verlo, pero
sabía por experiencia que allí se hallaba. Al estar tan poblado de
árboles y jardines, era complicado encontrar un buen sitio para dejar
durante un rato su medio de transporte, pero como había acudido ya en
varias ocasiones, tenía el sitio ideal. En la cara este de aquella
colina, un poco escondido desde esas alturas, había un pequeño claro que
no estaba a una gran distancia del complejo de la diosa. Además para
ella las distancias no eran un impedimento para cumplir su cometido,
ocurriera lo que ocurriese, obedecería los deseos de Hera. Ese era su
principal cometido.
Con esa idea en mente, dirigió a sus caballos a
aquella zona despejada. Estos, veloces y obedientes, con un simple
tirón de las riendas obedecieron sin rechistar las órdenes de la diosa.
Como dos centellas blancas en el cielo, aquellos poderosos animales eran
capaces de recorrer grandes distancias sin siquiera inmutarse por ello.
Los caballos de Helios, dios del Sol, eran más fogosos y resistentes
que los de Iris, pues su cometido era cruzar la bóveda celeste de un
lado a otro día tras día, como su hermana Selene, pero para los encargos
que tenía la diosa eran más que eficientes. Empezaron a bajar en
altura, hasta que lo que antes se encontraba a una distancia
considerable se fue recortando, y los objetos que antes se veían de
forma difuminada, empezaban a adoptar unos rasgos definidos y claros.
Las hojas de los árboles, las flores, los pájaros que volaban de un lado
a otro… incluso las olas del mar que rompían contra las playas de arena
fina de la isla.
El lugar en el que se encontraba la residencia
principal de Afrodita no era el Olimpo, como cabría esperar de una diosa
olímpica de primer orden, sino en la isla de Citerea, situada en las
proximidades de Chipre. Según la leyenda de su nacimiento, totalmente
verídica, Afrodita nació a partir de unas gotas de semen de Urano, el
señor de los cielos, que cayó al mar, cerca de dicha isla. Por ello
también se la considera como la señora de la espuma, debido a que nació
entre las olas de espuma del mar. Afrodita, por ese motivo
principalmente, sentía un cariño especial por ese lugar. Y además no
había población humana, por ser de pequeña extensión y ser considerado
lugar sagrado, por lo que podía permanecer allí en paz y sin peligro
alguno. Tenía un templo en el Olimpo, que compartía con su esposo
Hefesto, pero prefería pasar el tiempo en la soledad de su residencia
personal. Al menos para tener unos ratos en los que poder estar a solas
con sus propios pensamientos.
Como si de una pluma de tratara, con
esa delicadeza y ligereza se posó el majestuoso carro de Iris en la
superficie de la isla. Una suave brisa, como roce de las ruedas con el
suelo, provocó que la hierba cercana se meciera en una delicada caricia,
pero no se escuchó sonido alguno. Los caballos, silenciosos y
obedientes, habían cumplido con su cometido. Iris bajó con presteza, se
dirigió a sus corceles y los acarició con ternura mientras les susurraba
al oído palabras de ánimo y de agradecimiento. Acto seguido, los liberó
de sus ataduras y les permitió que cabalgaran a gusto por el lugar.
Después de todo, tenían derecho a trotar a sus anchas por allí, a modo
de recompensa. Con relinchos de agradecimiento y de alegría, se
internaron en el intrincado paraje natural de la isla, desapareciendo a
los ojos de la diosa. Sabía perfectamente que, a un solo silbido de sus
labios, acudirían a su lado, y podría remprender el regreso al Olimpo.
Después de cumplir con su cometido.
Con pasos veloces, ágiles, se
internó en el bosque, justo en la dirección contraria a la que habían
tomado sus corceles. Con decisión, y siempre con la vista hacia delante,
se dirigía a la residencia de Afrodita. Mientras caminaba, repasaba lo
que tenía que decirla, lo que tenía que hacer. Nunca había sentido
curiosidad por los encargos que Hera la mandaba, pues como buena
mensajera la curiosidad no podía existir. Es cierto que estaba en una
posición privilegiada, porque si quisiera podría enterarse de todas las
tramas o conspiraciones en el Olimpo, pero se abstenía de saberlas. No
la interesaban en lo más mínimo. Ella vivía feliz así. Además, solo
quería estar en paz con todos y con todo, por lo que no quería entrar de
forma colateral a un asunto de gran nivel. Llevaba el papiro enrollado
que le había entregado Hera, y no tuvo ni siquiera la mínima tentación
de desplegarlo y leer lo que había en él escrito. Seguramente habría
unas simples frases, cargadas de sentido para Afrodita, pero no para
ella. Entonces, ¿para qué romper la confianza que depositaba en ella?
Era una decisión estúpida.
Los árboles empezaron a adquirir un
tamaño infinitamente mayor a medida que se acercaba al templo. Como una
especie de barrera natural impuesta por la propia moradora del lugar,
había hecho que los árboles tuvieran una altura desorbitada, para tapar
al templo de aquellos ojos que pudieran ver desde lo alto. Por fin,
después de una larga caminata, llegó a la entrada principal, que aunque
ya la tenía muy vista, nunca dejaba de sorprenderla. Una imponente
entrada de unos cuatro metros de altura, hecha enteramente con mármol
traído de tierras lejanas (pues en la isla de Chipre no se encuentra
dicho material). Una fila de seis columnas de estilo dórico daban la
bienvenida al visitante, orgullosamente erguidas. Aquellas columnas se
apoyaban en una escalinata de reluciente mármol, pulido de tal forma que
se podía ver tu propio reflejo en la superficie; sujetaban, a su vez,
un arquitrabe donde se encontraban una serie de altorrelieves en los que
se representaban escenas de la vida de la diosa, o de su propia
elección y en el tímpano, espacio que dominaba claramente el pórtico
principal de su templo, la representación de su nacimiento, como
recordatorio de por qué aquella maravilla arquitectónica se encontraba
en ese lugar y no en otro.
Sin aminorar apenas la marcha, solo lo
justo para admirar tanta belleza, entró en el templo. Tras cruzar
aquella entrada, se encontraba en otro bosque, en este caso pétreo, pues
a ambos lados se alzaban con la misma majestuosidad que en la fachada
filas y filas de columnas dóricas. Una auténtica selva pétrea. Todo
iluminado con antorchas, aportando un toque de misterio y de belleza que
no podía describirse con palabras. Finalmente llegó a la sala
principal, un espacio de dimensiones gigantescas donde la diosa
realizaba su vida tranquila en aquel apartado lugar. A un lado y a otro,
muebles de toda índole, tallados en maderas de calidad superior,
objetos de oro, plata, marfil y todas las riquezas que un humano jamás
llegaría a amasar. A Afrodita la gustaba vivir rodeada de ese tipo de
cosas. Hermosas telas de seda, de una suavidad insuperable, colgaban de
un lado a otro, y en medio de aquel mar de lujo, una pila de cojines,
mullidos y suaves, donde descansaba la figura de la diosa.
Ataviada
con un ligerísimo vestido de seda que dejaba entrever sus atributos
femeninos y su atractiva figura. Sus cabellos, de un castaño dorado,
resplandecían por la iluminación que corría a cargo de las miles de
antorchas que estaban esparcidas por el lugar. Aunque algún punto más de
luz debía de existir en aquella sala, porque estaba más iluminada de lo
que cabría esperar de unas simples antorchas. Un detalle que a Iris le
importaba más bien poco. Ella estaba solo para una cosa. Se acercó a la
diosa, a paso lento, y cuando se encontraba a una distancia de respeto,
hincó una de sus rodillas, a modo de saludo reverencial. Afrodita, que
la observaba con sus dos ojos color miel, sonreía divertida. Siempre que
Iris la visitaba, era porque algún dios quería vengarse de alguien
mediante el potente influjo de sus poderes. Una razón para divertirse y
salir de la monotonía de su residencia y vida matrimonial.
Iris no
esperó a que la diosa contestara, sino que se levantó y, con voz firme,
pidió a Afrodita que se presentara en los aposentos privados de Hera,
pues la señora del Olimpo la reclamaba. Afrodita parecía no hacerla caso
alguno, pues se dedicaba a girar entre sus cojines, mientras tomaba
mechones de su cabello y los enredaba entre sus finos dedos. Iris había
aprendido a ser paciente, y esperó el momento en que la diosa
contestara; momento que tendría que llegar si conocía a su
interlocutora, porque seguramente sentiría no menos que curiosidad por
el extraño mensaje. Después de unos minutos de silencio un tanto
incómodo, la diosa se recostó y clavó sus ojos de miel en los de Iris,
como si con ello ahondara en la mensajera. Ella, por el contrario, se
mantuvo impasible.
- ¿Por qué Hera pide mi presencia en sus
aposentos privados? Es posible que sea algo de extrema importancia, o
urgencia, pero… estoy muy a gusto aquí. Acabo de llegar hace unos
escasos días, y no tenía intención de salir de este palacio. De mi
residencia –lo dijo con un aire distraído, como si no la interesara en
absoluto los motivos que impulsaran a Hera a mandar a su mensajera.
Incluso movió su mano con aire despectivo, como si indicara a Iris que
podía marcharse o, mejor dicho, que debía marcharse -. No tengo interés en ir al Olimpo.
-
Hera me ha ordenado que, si no consigo convencerte con el mero hecho de
que te lo pide la señora del Olimpo, te entregara este papiro –extendió
su mano, sosteniendo el papiro enrollado. Afrodita lo miró con renovado
interés, pues Hera se había tomado muchas molestias en persuadirla para
marchar al Olimpo. Su curiosidad iba en aumento. Alargó su brazo para
sostener el papiro, mientras lo miraba con un poco de suspicacia -.
- Veamos lo que la orgullosa Hera tiene para mí…
Se
sentó en una postura más cómoda, con las piernas entrecruzadas, para
poder leer la especie de carta que la mandaba. La desenrolló con
lentitud, como si de un documento muy antiguo se tratara. La colocó a la
altura de su cabeza, y se la pasó por la cabeza la idea de leerla en
voz alta, pero lo desechó casi al instante. Si había tenido el detalle
de entregársela enrollada, sin que su mensajera la leyera, era porque
quería mantener el secreto de su contenido. Empezó a leerla con interés,
y a medida que pasaban las líneas, su rostro empezó a reflejar una ira
apenas contenida. Incluso su piel, con una palidez perfecta como si
fuera de una escultura de mármol, empezó a adoptar un tono rojizo. Iris
seguía en su papel de impasibilidad.
Querida Afrodita:
Supongo
que si estás leyendo esto es porque estás pensando en no presentarte
ante mi llamada en el Olimpo. Pero creo que estás más que interesada en
lo que tengo que contarte. Solo decirte que, después de tu larga
ausencia en este sacro lugar, Ares ha cometido algún que otro acto de
"infidelidad", si es que se puede llamar así contigo, teniendo en cuenta
que no estáis casados, pero vuestro amor es un secreto a voces, y yo
que soy su madre, soy la primera en saberlo.
Perséfone,
la joven diosa de la primavera que habita en Eleusis con su madre, ha
sido la causante de inflamar en el corazón de Ares la llama de pasión (y
de otro dios más que ya te contaré cuando estés conmigo), me atrevería a
decir tanto como tú. Y creo que eso es algo que no puedo tolerar.
Tenemos un mismo objetivo, ayudémonos mutuamente, y te prometo que el
corazón de mi hijo será tuyo para siempre.
Atentamente
Hera
Nada
más acabar de leer aquel extraño papiro, lo arrugó entre sus manos para
ahogar en parte su ira. Parecía escuchar la risa de Hera mientras
escribía eso, y también percibía cierta mofa y orden, pues sabía que
habiendo puesto eso obligaba literalmente a Afrodita a hacer acto de
presencia en sus aposentos. Y algo que odiaba aquella diosa era que la
tuvieran atada de pies y manos, como en esa ocasión. Sabía que Hera se
traía algo entre manos, y que necesitaba su ayuda. Y esa era la forma de
pedírselo, un poco rastrera, pero una manera al fin y al cabo. Pero
tampoco podía aparentar impaciencia o ansiedad por lo que había leído.
No la daría el gusto. Se recostó de nuevo, con el rostro calmado del
principio, pero con los ojos claramente todavía hinchados por la ira.
-
Debo meditar estas palabras que me ha escrito Hera. Puedes adelantarte y
decir a tu señora que acudiré, pues ella me lo pide, pero no ipso
facto. Que me dé al menos una hora para aclarar mis ideas y estar lo más
despejada posible. No quiero que me traicionen mis propias emociones.
Retírate.
Iris hizo una reverencia, a modo de despedida. Girándose
sobre sus propios dedos de los pies, dio la espalda a Afrodita y caminó
dirigiéndose a la sala. Su trabajo estaba hecho. Afrodita había dicho
que se presentaría ante Hera, y creía en su palabra. No sabía lo que
había escrito en el papiro, pero para causar esa reacción en la diosa de
la belleza y el amor tenía que ser de importancia vital para ella. Pero
eso la daba igual. Su trabajo había terminado, y esperaría a la llegada
del siguiente. Su vida eterna consistía en eso, y no la disgustaba lo
más mínimo. Así era feliz. Se ahorraba muchos problemas relacionados con
los sentimientos o las relaciones con sus compañeros inmortales, porque
ella simplemente era la mensajera, nada más. Ni alimentaba
conspiraciones, ni participaba en ellas, ni tampoco se metía en la vida
de los demás. Y como recompensa, la dejaban en paz, vivir
tranquilamente. Era lo único que pedía.
Una hora después de la entrega del papiro...
Una
figura ataviada con un vaporoso vestido semi transparente de sedas
blancas y cabellos castaños y con reflejos dorados entraba en los
aposentos de Hera, claramente airada. Había tenido una hora entera para
ensayar su entrada triunfal en los aposentos de Hera, y había escogido
ponerse a la defensiva como una leona herida, enfadada y con pocas ganas
de charla. Cuanto antes terminara aquello mejor. Además, había entrado
de la forma más disimulada que podía al Olimpo, pues si Hefesto se
enteraba de que estaba allí, iría a verla y la obligaría a quedarse al
menos una noche a su lado. No pudo evitar, al pensar eso, poner una
mueca de desagrado. Había sido un auténtico castigo haberse casado con
aquel horrible dios, pero no la había quedado más remedio. Pero eso era
otra historia.
Se detuvo justo en frente de Hera, que se
encontraba sentada en su trono de plata. Su mirada no era nada dulce ni
amable, sino que parecía que sus ojos estaban inyectados en sangre.
Tenía que mantener ese papel de diosa airada y despechada. Si Hera
quería espectáculo, se lo daría. De eso estaba segura.
- Afrodita,
celebro que hayas podido venir. Te estaba esperando. Dijiste una hora, y
se ha cumplido. Veo que se puede confiar en tu palabra. Me alegro –Hera
pretendía ser amable, pero no es que tuviera a Afrodita en un altar.
Trataba de mala manera a su hijo y encima le era infiel. Aunque eso se
lo podía perdonar, pues con ese amor Ares era más fácilmente manejable. Y
eso se agradecía muchísimo. Y Hefesto tampoco es que guardara su
simpatía plena -.
- Contra mi voluntad, pero aquí estoy, sí
–Afrodita seguía enfadada -. Y espero terminar lo más pronto posible.
Quiero volver a mi palacio en Citerea.
- Me han hablado de ese
lugar. Iris dice que es muy hermoso, una digna residencia para la diosa
de la belleza. Algún día tendrías que invitarme. Tengo unas ganas
terribles de verlo con mis propios ojos.
- Hera, ve al grano, por favor. No quiero estar aquí ni dos minutos más. ¿Qué es esa historia de Ares y…y esa diosecilla?
- Lo que he escrito es completamente cierto, Afrodita. ¿Qué ganaría engañándote?
- Herirme en lo más profundo, y lo sabes.
- Eso es cierto, pero créeme que te digo la verdad. Solo la verdad.
- ¿Me lo juras por la Estigia? ¿Por la sagrada Estigia?
- Te lo juro por la Estigia.
-
¿Y qué puedo hacer? –Afrodita había relajado los músculos de la cara, y
su papel de diosa airada y despechada había desaparecido de su cuerpo.
Su pregunta parecía más una súplica que un reproche, pues de verdad
quería vengarse de eso. Era muy envidiosa, tanto como Hera, y no iba a
dejar que Perséfone se saliera con la suya -.
- Si quieres hacer
daño a Perséfone, cuya idea supongo que habrá pasado por tu mente –si
eres tan vengativa como creo que eres –debes enseñarla una lección de
vital importancia: el amor es fuente de alegrías, pero también de
tristezas. Eso haría yo en tu lugar.
- Para hacer eso, debería
saber si tiene algún amor secreto, porque si no, es bastante complicado.
Si tengo ese conocimiento en mi poder, puedo llevar a cabo mi venganza.
- Hades.
-
¿Hades? ¿Nuestro siniestro, misterioso y frío Hades? –Afrodita no pudo
evitar reírse ante la idea. Hades era incapaz de amar y ser amado. Esa
tal Perséfone debía de ser una diosa que le gustaban los retos, porque
si no no se explicaba eso -. ¿Acaso estás intentando engañarme?
-
Para nada. Y si quieres vuelvo a jurar para que me creas. Están
enamorados, eso ya está claro, pero no lo han dicho de forma oficial.
Deméter, la madre de Perséfone, quiere que su hija sea virgen. Imagina
lo que ocurriría si se enterara de que su hija está enamorada. Sería
digno de ver, te lo aseguro.
- Tengo algo en mente, pero necesito
saber una cosa más. ¿Hay alguna mujer que esté tan loca como Perséfone
para estar enamorada de nuestro querido Hades? Un triángulo amoroso
sería el inicio del dolor perfecto.
- Solo sé que la ayudante de
Hades en el Inframundo, una tal Pandora, es fiel hasta la muerte a su
señor. Es posible que haya algo más que fidelidad en sus actos.
- Quizá un deseo de ser algo más. De ascender…
-
Exacto, Afrodita. Pero esa investigación la dejo a tu cargo. Eres tú
quién quiere vengarse de Perséfone –de esa manera. Yo simplemente
remataré la jugada. No seré la única en cavar su final -. No creo que
pueda serte de más ayuda.
- Es suficiente. Déjamelo a mí.
-
Aprovecha ahora, porque Hades ahora está fuera del Inframundo. Sé que
está hablando con Zeus, y eso le llevará unas cuantas horas. Date prisa
si quieres pasar lo más desapercibida posible en el Inframundo. Hades
recela mucho de tu persona y poderes, no creo que seas bien recibida
allí si él está en sus dominios.
- Puedo defenderme perfectamente. Hay armas más poderosas que las espadas o la fuerza bruta…
Dicho
eso, sus labios mostraron una sonrisa llena de picardía. Hizo una
burlona reverencia a Hera, se giró y abandonó la sala. Hera la seguía
con la mirada, y a duras penas podía esconder el gozo que sentía. Su
plan estaba ya tan cerca de cumplirse plenamente… era como un sueño.
Zeus pensaría que tendría todo bajo control, pero en realidad estaba
cavando el final de su propia hija. De su amada hija. Ya no
había momento de duda alguna, tenía que ir hasta el final. Acababa de
pasar el punto de no retorno, de no arrepentirse de nada. Tenía la
determinación necesaria, los deseos de venganza al máximo, aunque una
pregunta rondaba por su mente, aguijoneándola… ¿merecía tanto la pena
hacer todo eso por venganza?
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